El folklore de luto

“Yo no toco jazz” le dijo el rey del chamamé Raúl Barboza a Peter Gabriel. “Eso es lo que usted cree” respondió.

Llora el acordeón ante la partida de Barboza (1938-2025), embajador de la música litoraleña

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Raúl Barboza por Óscar Larroca
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por José Arenas
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Un acordeón diatónico, decía Raúl Barboza, es como un piano al que se la han quitado todas las teclas negras. Eso significa que el instrumento no tiene la posibilidad de hacer movimientos musicales cromáticos (no hay semitonos hacia arriba en los sostenidos ni hacia abajo en los bemoles). Conocemos esos acordeones como “verduleras”, llamados así por los italianos verduleros que tocaban el instrumento mientras vendían su mercadería.

Así era el acordeón que Adolfo Barboza, el padre de Raúl, le regaló a los ocho años luego de ver que Don Pito, el tambero vasco del barrio de Olivos, tenía un ejemplar olvidado sobre los fardos de paja que usaba para darle de comer a las dos vacas que proveían de leche a los vecinos.

Por la genética de Barboza corría sangre correntina. Sus padres habían nacido en Curuzú Cuatiá y habían recalado en Buenos Aires. Antes de mudarse a una casa muy humilde en Olivos vivieron en una pieza en La Boca, esas donde solían quedarse por poco dinero los migrantes internos que llegaban a trabajar a la capital como estibadores, empleados municipales o enlazadores en los frigoríficos de carnes.

Por el lugar donde vivía el matrimonio solían pasar algunos de los nombres más importantes de la historia de la música guaraní: Tránsito Cocomarola, Ernesto Montiel o Isaco Abitbol.

Adolfo Barboza era guitarrista, cantaba en guaraní la música del litoral argentino y en español entonaba tangos porteños. Su esposa Pilar, embarazada, escuchaba a los instrumentistas y sentía cómo se movía dentro de ella el niño Raúl. Según ella le contaba, podrían sonar milongas, tangos o música italiana y vivaz, pero nada pasaba. Sin embargo, en cuanto sonaba un chamamé el niño empezaba a moverse como si bailara el ritmo que salía de sus raíces.

Yo no soy médico, científico o filósofo como para afirmarlo. Pero imagino que hay una genética dando vueltas. Uno se va formando con lo que escucha desde el momento en que está a punto de salir a la vida. Nací músico, mis padres me hicieron músico.
Cuando Barboza tenía diez años, apenas, fue invitado por el conjunto Irupé para hacer su primera grabación. Se trataba de un chamamé escrito por su padre. “La torcaza” había sido arreglado por Francisco “Pancho” Casís para poder introducir el acordeón de Raúl en una formación de guitarra, contrabajo y dos bandoneones. Presagio de un nombre mentado y tan consular como el de Barboza, el joven de veinte años que tocaba la guitarra en esa ocasión era el cantautor y poeta Ramón Ayala. Por esas épocas, la destreza, el swing y el oído que el niño dominaba a la hora de manejar el instrumento le otorgaron el nombre de “Raulito, El Mago”.

En los bailes y acompañado por la guitarra de su padre, Raúl hacía moverse a las parejas en tiempos en que la única forma de concebir el chamamé era como una música para la danza. Pero, según diría el acordeonista argentino, siempre le rondaba la idea de poder hacer una versión propia a la que las personas le prestaran un poco más de atención. Faltarían casi dos décadas para que recibiera este reproche: “Raulito, contigo no se puede porque uno está bailando y tus armonías raras me dejan con la pata en el aire”.

Yo fui a muchas maestras de música y nunca pude aprender. Ahora pienso que es porque mi cultura, al igual que la forma en que se aprende el idioma guaraní, es la cultura oral. Yo soy un músico orejero. Aprendí a tocar debajo de la higuera, o como dicen los paraguayos abajo del mango. Y muchos músicos aprenden así. Los gitanos aprenden así en las cuevas. Paco de Lucía aprendió así, Hugo Díaz aprendió así, el Chango Farías Gómez aprendió así a orquestar, que no es una cosa fácil. Yo nunca tuve partituras con las orquestas con las que toqué. Yo tocaba con la orquesta que dirigía el Maestro Carlos García para acompañar a Ramona Galarza, y veía a José Bragato por un lado, a Enrique Mario Francini por el otro, al Zurdo Roizner. Todos tenían su partitura. Y Carlos me decía “¿qué voy a escribir yo para vos si yo no sé escribir chamamé?, cuando yo te marque vos entrás”. Y así lo hacía. Tuve que aprender a escribir música cuando llegué a París, porque allí no había músicos correntinos, nadie sabía qué era el chamamé. Todos los músicos me decían “bueno, vamos a tocar pero traeme la parte”. Y bueno, ahí tuve que aprender.
En 1961 el director argentino Fernando Birri realiza su película Los inundados y convoca a Ariel Ramírez para realizar la banda sonora del film. Es el autor de la Misa criolla quien se fija en Raúl Barboza para que interprete la música que se oye en el largometraje. Luego, en esa década, dedicado a la interpretación y difusión del folklore nacional, Ramírez forma una selección de intérpretes y bailarines conocida como “La embajada”. Con ese grupo en el que estaban Jorge Cafrune, Los Chalchaleros, Juancito el Peregrino y otros exponentes de la música tradicional argentina, el pianista recorre el país entero durante cuatro años. Es Barboza el encargado de representar el folklore tradicional del litoral. Hasta ese momento, el folklore argentino era conocido en su mayoría por la gran cantidad de ritmos pampeanos o norteños —la milonga, la zamba, la chacarera, la cueca, etc.. Será Barboza quien lleve el chamamé por lugares del país donde el ritmo tradicional del Paraná no había llegado hasta entonces. Comenzará a erigirse su figura de “embajador”.

En esta experiencia y gracias al apoyo de Ariel Ramírez, Barboza pudo empezar a grabar algunos de sus primeros LP´s en el sello CBS Columbia, donde Hernán Figueroa Reyes dirigía el área dedicada al folklore. Allí aparecerán sus discos junto a Ramón Chávez o José Medina en guitarra y Pedro De Ciervi o Juancito el peregrino en voz, logrando éxitos como “La guampada”, “El payé” u obras propias como “Chamamé para mi tristeza” y el paradigmático “Tren expreso”, de 1964, que funciona como todo un quiebre dentro de la música instrumental de raíz folklórica litoraleña.

 

“Tren expreso” es una pieza musical que ejerce la vanguardia a la vez que toma elementos de los músicos tradicionales de los que se ha nutrido Barboza. Si Isaco Abitbol puede imitar la cadencia cantora de un ave en su clásico chamamé “La calandria”, Barboza hará algo similar con elementos que van más allá. El tema —más cercano a la galopa o a la polca paraguaya que al chamamé— comienza con unas disonancias hechas con la mano sobre el teclado cromático apretando toda la botonera y haciendo violentos movimientos del fuelle para imitar un sonido rústico y metálico como el de un tren que comienza a ponerse en marcha, así se mantiene la técnica hasta que el golpe sobre las teclas se hace en las notas agudas que imitan el sonido de un silbato. El ritmo se acelera y el acordeón parece una locomotora echándose a andar sobre el viento que entra y sale por las lengüetas. Luego, comienza una serie de escalas y de notas interpretadas a gran velocidad. Así la música que una vez sirvió para bailar ahora imita los sonidos del mundo y los traduce a través del acordeón de Raúl quien, además, en las grabaciones del tema tiene la osadía de no llevar a cabo una formación tradicional de guitarra, acordeón y bajo, sino que incluye la percusión devenida de las influencias de géneros que no son litoraleños. El chamamé se renueva, se vuelve otro, se devela como una forma más de las expresiones del espíritu, más allá de la fogosidad del baile.

En aquella época era muy difícil tocar un tema que saliera de los cánones que los tradicionalistas imponían —dice Barboza refiriéndose a la forma en que las discográficas intentaban direccionar su trabajo—, a mí me interesa mucho reproducir con el acordeón imágenes sonoras del galope de un caballo, de la bocina de un auto, el murmullo del agua. Imaginar, con los sonidos de un instrumento, el ruido de las cataratas del Iguazú, el canto de los pájaros. Yo he tenido, no porque haya sido un adelantado, una visión distinta de la música. Me acuerdo cuando anduve en Japón, el camino que había que hacer hasta un templo para estar frente al Buda. Había que recorrer un sendero que estaba pleno de símbolos: donde los pasos hacían ruido esa era la ciudad, luego se veían las carpas, los peces, esa era la vida antigua y milenaria que se iniciaba, uno pasaba y se encontraba con las vegetaciones y todavía no se ve el templo. Allá al final estaba el templo y lo importante era estar frente a la figura de Buda. Entonces digo, caramba, yo puedo utilizar todo eso en la música. Si toco un chamamé tradicional como “Merceditas”, generalmente no arranco directamente con la melodía, voy creando sonidos previos, tal vez no la anuncio, hasta que estamos frente al tema, frente al Buda.
En 1987, y luego de haber llevado el litoral por Rusia, Japón o Brasil, Raúl Barboza decide viajar a París junto a su esposa, Olga Bustamante, dadas las dificultades que su música disruptiva tenía en el ambiente del folklore chamamecero. Allí, sin conocer la ciudad y sin saber el idioma, fue asomado por el azar al Trottoirs de Buenos Aires, una de las casas nocturnas de tango más famosas de la noche parisina en la actuaban Susana Rinaldi, Amelita Baltar, Osvaldo Piro o Astor Piazzolla, y que apadrinaba, entre otros, Julio Cortázar.

Para su sorpresa, la música que le solicitaron al argentino no fue tango, sino aquella de origen guaraní que había estado tocando durante toda su vida. Antes de su debut en el lugar y a manera de introducción, ya que en París nadie sabía de Barboza o de su chamamé, apareció en el diario una carta de Piazzolla: “yo sería incapaz de tocar un chamamé, para eso hay que nacer Cocomarola, Montiel, Abitbol y, ahora, hay que nacer Barboza”.

La música de Raúl Barboza deslumbró y asombró a Europa, el swing chamamecero —inédito hasta entonces en el norte— se sintió y se hermanó con acordeones que hablaban otro idioma, como si se trenzaran el Paraná y el Sena en mística fusión.

A partir de su debut comenzó a grabar y sus discos ganaron el importante premio de la Academia Charles-Cross en tres oportunidades. Al año de su llegada fue invitado por Peter Gabriel al Festival de Jazz de Montreal.
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Pero yo no hago jazz— dijo Barboza.
Usted cree que no hace jazz— respondió Gabriel.

En el año 2000 fue nombrado Caballero de las Artes y las Letras por el gobierno francés —distinción que han recibido Atahualpa Yupanqui, Astor Piazzolla, Jairo o Bruno Gelber. Participó en discos de Jairo, Mercedes Sosa o José Carreras. Su impronta con el acordeón chamamecero llevó una música misteriosa, hija de la magia del río, hacia lugares donde mostró que había otro idioma para la misma lengua y otro ritmo para iguales míticas.

Hay una expresión que utiliza la comunidad guaraní cuando alguien muere: “se le ha ido la palabra”. Quizá, si es cierto que a Barboza se le fue la palabra —esa tan pensada y parsimoniosa con la que hablaba— también será cierto que el sonido de su acordeón lo seguirá traduciendo de una manera eterna con su lengua particular, su idioma único y universal, la música.

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El adiós en París
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Nacido en 1938, Raúl Barboza falleció el pasado veintiséis de agosto a los ochenta y siete años en París mientras planeaba volver a la Argentina para instalarse, luego de más de treinta años de su llegada a Francia y sus permanentes viajes para trabajar en los festivales y conciertos que lo requerían como una de las figuras principales, a lo largo de los escenarios del mundo.

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