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El vacío que el Hudson Yards no logró llenar en Nueva York

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The Vessel, espacio público de los Hudson Yards.

CRÍTICA Y ARQUITECTURA

25 mil millones de dólares y los más famosos arquitectos no lograron convocar lo más íntimo del espíritu de Nueva York. Y las críticas contra el Hudson Yards arreciaron.

Guy de Maupassant almorzaba todos los días en la base de la torre Eiffel porque, decía, era el único punto de París desde dónde no se podía ver la Torre Eiffel. En un espíritu similar se explayó hace poco The New York Times respecto a Hudson Yards, el desarrollo inmobiliario más grande de la historia de Estados Unidos, que acaba de inaugurar en la Gran Manzana. Michael Kimmelman, crítico de arquitectura del matutino, subió a la torre de observación que abrirá al público en 2020 y quedó extasiado. Era un panorama único, que iba desde Harlem hasta el bajo Manhattan y la Estatua de la Libertad. Lo curioso era que ya hay muchas torres por toda la ciudad que permiten ese tipo de vistas. Luego de un rato, Kimmelman se dio cuenta qué era exactamente lo que hacía a ese observatorio tan maravilloso y distinto. “Desde Hudson Yards no se puede ver Hudson Yards”, concluyó.

Han dicho cosas peores. “Dubai en Nueva York”, “Nueva Abu Dhabi”, “Una reinvención de Nueva York de la que estaría orgulloso un magnate de casinos de Las Vegas”, “mete miedo”, y “disaster capitalism” son sólo algunos de los titulares recientes en los medios. Otro, “socialismo para el 0,1 por ciento”, hace referencia a los enormes beneficios impositivos —4.500 millones de dólares— que recibió el proyecto al comprometerse a crear espacios y edificios públicos entre los shopping y oficinas.

Pero ni los espacios públicos se salvan. Hay dos principales. Por un lado está The Vessel, “la vasija”, una escalera a la nada reminiscente de los dibujos de M.C. Escher ideada por el británico Thomas Heatherwick, quien creó el calderón para la llama olímpica de Londres. También está The Shed, “el cobertizo”, un espacio para performances artísticas que permite ser adaptado a los desafíos que traiga la cultura del futuro. Fue diseñado por Diller Scofidio + Renfro, quienes tienen en su haber el extraordinario parque High Line lindante.

Jerry Saltz, ganador del Pulitzer a la crítica de arte del año pasado, no sólo calificó a todo el proyecto de Hudson Yards de “mega monstruosidad corporativa”, sino que comparó a The Vessel y The Shed con un shawarma (kebab) y una carterita Chanel acolchada. Si bien otros ya los habían llamado de esa manera, cuando Saltz publicó en Instagram las imágenes de las nuevas construcciones junto a ilustraciones de dichos elementos, el tema se volvió viral. Ahora, en Nueva York, todo el mundo se refiere a ellos como “el shawarma (es el nombre en árabe del cordero colocado en filetes en un pincho para cocinar al spiedo; a nadie se le ocurriría utilizar el término turco kebab, como hacen los británicos, sería pecar de un toque de incorrección política al usar un genérico con reminiscencias al Imperio Otomano) y la Chanel”.

RATAS NADA METAFÓRICAS.

El debate generado es interminable. Pero dos temas son particularmente interesantes. Primero es que la prensa internacional hizo un interminable eco de la inauguración de Hudson Yards y de The Shed, lo cual es comprensible. Más allá de los miles de millones de dólares —25 mil millones, para ser exactos— que costó todo, no sólo es una nueva atracción para el turismo sino que es un muestreo de algunos de los principales starchitects del momento como KPF, Diller Scofidio + Renfro y Roche Dinkeloo. Sólo el matutino británico de centroizquierda The Guardian parece haberse hecho eco en detalle de la gran polémica económica, urbanística y de diseño que se generó —de hecho, lo hizo en tal detalle y con tanta frecuencia que los comentarios de los lectores se llenaron de quejas para que se dejen de cubrir las fantasías cursis de los millonarios norteamericanos y vuelvan a ocuparse del hambre en África. O del Brexit.

A su vez, el proyecto puso en evidencia la enorme división (¿desconexión?) que existe entre la intelligentsia neoyorquina y el resto de la población. Mucha gente está muy contenta de que esa zona abandonada se haya desarrollado, y de manera lujosa y atractiva para el turismo y los empleados de cientos de oficinas. Pero los críticos culturales no le dan tregua. Ya desde hace años que hay un tema recurrente en lo que escriben —a veces con justa razón— que es el lamento sobre cómo toda la ciudad de Nueva York está perdiendo la magia que la hacía única al convertirse en un lugar aséptico y solo para gente muy rica. Opinar así es lo políticamente correcto. Es fácil sospechar que esto también influenció en las duras opiniones vertidas respecto al nuevo barrio de la ciudad.

Mientras, por el contrario, una buena parte de la gente que vive en la ciudad, está más que contenta de contar con un nuevo espacio limpio y prolijo aunque sea aséptico. Esta primavera la gran noticia es que, tras un invierno moderado, habrá más ratas que lo habitual. Y las ratas (el chiste, fácil, nada tiene de metafórico, pues refiere estrictamente a las del reino animal), son el gran problema de la Gran Manzana, tanto en los subtes como en los barrios donde quedan las bolsas de basura afuera por días. Nada de eso pasa en Hudson Yards. Los edificios de oficinas donde trabajan miles de personas son impecables, y con una parada de subte con acceso para discapacitados (algo poco frecuente aquí). Hay ahora restaurantes de todo tipo en una zona que tenía poca oferta gastronómica. El shopping center, que tiene arte contemporáneo mezclado con las tiendas, así como el centro cultural propiamente dicho, permite paseos cuando el tiempo afuera es inclemente (algo frecuente). El kebab y la Chanel se volvieron los nuevos “it”, lugares para Instagramear una foto. El espíritu de Nueva York es reinventarse continuamente y el nuevo desarrollo se inscribe dentro de esta ideología. Y, sobre todo, no se destruyó nada de valor para construir Hudson Yards.

HELADOS DE INSECTOS.

La historia de Hudson Yards comienza con el intento que hizo Nueva York de quedarse con las olimpíadas de 2012. Como parte de su propuesta, ofrecían colocar una plataforma sobre las seis manzanas donde dormían los trenes al borde del río Hudson para construir un estadio. Nada de esto prosperó, pero la atención ya estaba puesta en dicho lugar —que hasta entonces era llamado el “Lejano Oeste”, tanto por su ubicación geográfica e inaccesibilidad dentro de Manhattan como porque era tierra de nadie. Contribuyó a minimizar esta lejanía la última expansión del ultra popular High Line, el parque elevado sobre vías de ferrocarril abandonadas, que concluía justo allí, lo cual le daba, de pronto, gran exposición. La ciudad, entonces, invitó a distintos desarrolladores inmobiliarios a acercar propuestas. Las empresas que tenían una ventaja sobre sus competidores al haber colaborado en los planes para el estadio olímpico, según explica The Wall Street Journal, ganaron, y comenzó la aventura que se inauguró en marzo pasado.

El Hudson Yards sobre el río Hudson
El Hudson Yards sobre el río Hudson

Un tiempo atrás esta redactora fue, por trabajo, a una de sus oficinas. Era totalmente de avanzada, en versión joven y cool. Ya en el ascensor había pantallas que invitaban a participar en las distintas actividades que se ofrecían en los espacios comunes del edificio. Por ejemplo, se anunciaba un concurso para ver quién se animaba a probar helado de insectos. Aclaraban que sería el alimento hiperproteico de las próximas décadas y que el encuentro no lo organizaba ninguna tribu urbana delirante sino una prestigiosa revista británica.

En ese edificio había estudios de arquitectura, hedge funds y oficinas corporativas de las grandes marcas de lujo. Parecía una propaganda de revista llena de beautiful people. Con ejecutivos de traje sin corbata y pantalones chupines —pero todos con cuerpos fibrosos, por lo que hasta les quedaba bien. Creativos de pelo revuelto, encargadas de prensa de vestidos fucsias y naranjas o grises, de corte interesante y uñas siempre al tono. Y muchas modelos. Era la fashion week, y quien firma esta nota era la única mujer en el lobby de menos de 1.85.

Para almorzar dentro del edificio se podía elegir entre los bares de los chefs del momento. Explicaron que el edificio contaba con rampas para que los famosos food trucks (restaurantes rodantes de comida en general étnica y orgánica), pudieran llegar hasta el segundo piso e instalarse como si estuvieran en la calle, para comer sin salir del inmueble. Esa parecía ser la clave. Todo estaba lleno de luz, había un gimnasio muy zen, happy hours de todo tipo, era el paraíso del milenial sofisticado y de la gente mayor con hábitos aspiracionales de milenial sofisticado. Pero una de las principales críticas que se le hizo a Hudson Yards es que funciona como un barrio cerrado suburbano pero en altura, y algo así se sentía. Faltaba calle, en todo sentido, y la que se recreó adentro, llena de gente con pases de acceso, se sentía fascinante a su manera, pero una manera que no era Nueva York.

Pero, ¿hay una forma de integrar shopping y oficinas de lujo a la ciudad y que todo el asunto tenga, a riesgo de sonar sensiblero, algún tipo de alma? De hecho ya existe algo así en Nueva York construido sobre un lote apenas menor: el Rockefeller Center, con sus lugares públicos al aire libre perfectamente integrados a los edificios que lo rodean. “El espacio público del Rockefeller Center tiene el placentero decoro de una plaza cívica. El espacio público de Hudson Yards es más similar a los espacios residuales sin forma determinada de los parques de diversiones, una especie de fluido intestinal en el que flotan las construcciones”, escribió Michael J. Lewis en The Wall Street Journal. “El Rockefeller Center, construido con fondos privados unos 80 años atrás, es un templo Art Deco a los dioses romanos, con el árbol de Navidad más famoso en su centro. Hudson Yards es una vasija vacía con “la vasija” como símbolo, muy pertinente de cuán huecos somos hoy, cómo no hay nada en nuestro interior, y nada de lo que compremos en las tiendas aledañas lo podrá llenar”, explicó a El País Cultural James Panero, otro de los críticos del matutino.

Panero es, además, el editor de la revista cultural conservadora The New Criterion, buen amigo de esta cronista y de las personas menos proclives a compartir un pensamiento por la sola razón de que sea el aceptable, en un momento determinado. Fiel a su estilo, subrayó que “Hudson Yards es un logro increíble del capitalismo norteamericano” ya que “en ninguna otra parte del mundo la industria privada podría desarrollar un complejo así, y hacerlo de una manera que atraiga a gente de todas partes del mundo”. Al mismo tiempo reconoció que los resultados son “espiritualmente vacuos” porque “Hudson Yards da la espalda a la gracia de la vida en Nueva York, esa que no se puede comprar”.

Maupassant quedó como uno de los grandes escritores e intelectuales de la historia, pero a su visión de la Torre Eiffel la historia la probó errada. ¿Qué pasará con la visión que los críticos tienen sobre Hudson Yards? Por ahora pocos apuestan a que se muestren del todo errados, pero hay gestos esperanzadores. La programación inicial del Shed logró un buen balance de vanguardismo y grandes nombres establecidos (de Gerhard Richter a Bjork). Y en los espacios verdes, que hoy apenas parecen una excusa para conectar el shopping con el resto, están esperando a que se afiance la primavera para plantar los árboles que faltan y darle cohesión y vida. El creador del proyecto es Thomas Woltz, el niño mimado actual del diseño de jardines, famoso por sus espacios vistosos, muy atados a la historia de cada lugar y de rigurosa sostenibilidad. Con las flores y el paso del tiempo todo se podrá revisitar.

The Vessel. Hudson Yards
Foto: Gabriel Borrás

El crítico del diario The Wall Street Journal, Michael J. Lewis, comparó el Hudson Yards con el histórico Rockefeller Center y su claro sentido de plaza cívica. Escribió que el Yards es hueco, un espacio residual sin forma determinada al uso de los parques de diversiones, como “una especie de fluido intestinal en el que flotan las construcciones”.

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