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Cuando Rousseau y Voltaire casi terminan a golpes de puño

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Voltaire y Roussean

Maravillosa y larga enemistad

Los detalles de una relación con poco amor y mucho odio entre dos grandes de la Ilustración, Voltaire y Rousseau.

Jean-Jacques Rousseau y François-Marie Arouet (Voltaire) encarnan la Ilustración. Mucho los unió; tuvieron mil aventuras, frecuentaron los salones más distinguidos, escribieron sin parar, fueron perseguidos por la monarquía francesa, debieron exiliarse, deslumbraron a muchos intelectuales, se maravillaron comprensiblemente con el lago Léman en cuyas orillas vivieron (como les ocurrió a Victor Hugo, Stendhal, Chateaubriand y tantos otros), fueron tratados con honores en Ginebra y también se enfrentaron con los gobernantes de la pequeña república.
Por otro lado fueron muy distintos, intercambiaron dardos terribles y terminaron amargamente enemistados. Contar su desencuentro no es solamente revivir polémicas dieciochescas. Es referirse también a la disyuntiva entre reforma y revolución, entre sencillez y sofisticación, entre la aceptación o el rechazo de la “civilización”.

Un padre calvinista

Rousseau nació en una casa sobre la Grande Rue, en el corazón de la Ginebra medieval, a pocos metros de donde viviría Jorge Luis Borges quien también amó mucho esta ciudad. Su madre murió durante el parto. Jean- Jacques fue criado por su padre Isaac, un relojero calvinista, y por sus tíos maternos. El joven leía con voracidad y se apasionó con la música y la botánica. En marzo de 1728 se fue de la ciudad, harto del maltrato del patrón en cuyo taller trabajaba. Comenzó una vida errante y en 1742 ya estaba en París donde triunfaría con sus óperas Muses galantes y Le devin de village. Y crecía su admiración por Voltaire.

En 1755 publicó su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y se lo envió, ilusionado, a su idolatrado Voltaire. Jean-Jacques planteaba que el hombre nacía bueno y libre pero que la civilización, las artes y la propiedad privada lo hacían luego desdichado. Reivindicaba la sencillez.

Voltaire había tenido que escapar de Prusia tras pelearse con el rey Federico, quien había sido un tiempo su protector. Había pasado el invierno 1754-1755 en el magnífico castillo de Prangins, a unos veinte kilómetros al norte de Ginebra. Siempre un bon vivant, se compró en el límite norte de esta ciudad una casa a la que llamó “Les Delices”, al lado del camino a Lyon (hoy funciona allí el Instituto Voltaire para investigadores), y otra en Lausanne, donde las vistas del lago y las montañas de Saboya son todavía más deslumbrantes. La obra de Rousseau no le gustó nada. “He recibido, señor, vuestro nuevo libro; os lo agradezco. Nunca se ha utilizado tanto ingenio en querer convertirnos en animales; dan ganas de andar en cuatro patas”, le descerrajó a Jean-Jacques.
Es que Voltaire gustaba del confort. Es famosa su frase: “lo superfluo, cosa muy necesaria”.

Fernando Savater, profundo conocedor de su obra, consideró que, en cierta medida, representaba “la inmoralidad escéptica de las clases privilegiadas”. No era un revolucionario, más bien era un reformista en tanto el ginebrino era más radical en sus cuestionamientos al orden establecido.
En noviembre de 1755 un terremoto arrasó Lisboa y causó miles de muertos. La catástrofe llevó a Voltaire a escribir amargos versos. Pero Rousseau interpretó que el impacto del desastre había sido mayor por culpa de la “civilización”. Se preguntó; “¿Cuántos desdichados habrán perecido en ese desastre por querer tomar sus trajes, el otro sus papeles, el otro su dinero?”

Las discrepancias siguieron. Jean d´Alembert, editor y colaborador de la Enciclopedia de Diderot, estuvo durante tres semanas en “Les Delices” en 1756 y redactó un artículo para la magna obra en el que, a instancias de Voltaire (prolífico dramaturgo), cuestionaba la prohibición del teatro en la “Ciudad de Calvino”. Rousseau criticó con dureza a Voltaire con el argumento de que las artes “alejan a los hombres de la virtud”. Rousseau salía en defensa de su ciudad que en agosto de 1754 le había restituido la ciudadanía luego de que se reconvirtiera al calvinismo. Voltaire comenzó a referirse a Rousseau en su correspondencia privada como un “loco”.

Entonces comenzaron los disparos con munición pesada. En un panfleto anónimo, Voltaire reveló que los cinco hijos que Rousseau había tenido con Thérèse Levasseur, una modista analfabeta, habían sido dejados uno tras otro en un hospicio. Jean-Jacques, que vivió años atormentado por el arrepentimiento, argumentó que lo había hecho para que los pequeños no quedasen a cargo de su familia política.

El 17 de junio de 1760 Rousseau descargó toda su ira contra Voltaire en una carta en la que quemó cualquier puente. “Lo odio, señor, puesto que así lo ha querido; pero es odio como hombre digno de haberlo amado; si lo hubiera querido (…) de todos los sentimientos de los que mi corazón estaba penetrado hacia vos, no me queda más que la admiración que no se puede negar a su hermoso talento y el amor a sus escritos”, le escribió.

Tribulaciones en aumento

En 1760 Voltaire se instaló en Ferney, hoy territorio francés pero muy cerca de Ginebra. Las autoridades de la república no estaban contentas con sus comentarios sobre Calvino y con su insistencia en montar obras de teatro; prefirió alejarse. A un ginebrino le comentó por carta: “Sus magistrados son respetables, son sabios, pero su pueblo es un poco arrogante y sus pastores (calvinistas) un poco peligrosos”.

En Ferney montó una industria relojera, lo que molestó también a los ginebrinos que tenían en esa manufactura una de las claves de su prosperidad y no querían competencia. Construyó una iglesia y una escuela, secó pantanos y ayudó a los campesinos como se lee en el pedestal de la estatua que lo recuerda en esa localidad. “El refugio de 40 salvajes se ha transformado en un opulento pequeño pueblo de 1.200 personas útiles”. Recibió a lo más destacado de la intelectualidad europea. Estaba contento justo cuando las tribulaciones de Rousseau aumentaban.

Jean-Jacques publicó la exitosísima Julia o la Nueva Heloísa, una novela que anunciaba el romanticismo basada en sus paseos en bote por el lago Léman. Voltaire la destrozó: “Cuatro páginas de hechos y cerca de mil de discursos morales”.

En 1762 llegó la obra cumbre de Rousseau, El contrato social. Habla de la soberanía del pueblo, de la “voluntad general” (para algunos preconizando el totalitarismo), de la igualdad. “El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado”, sentencia en su comienzo. Fue demasiado para Luis XV de Francia. Debió huir a lo que hoy son los cantones occidentales de Suiza, no a su Ginebra natal que le retiró la ciudadanía y cuyas autoridades hicieron quemar en público sus libros. Hipocondríaco y paranoico, veía la mano de Voltaire detrás de sus desgracias. Fueron años de sufrimiento y persecución. La ventana de su casa llegó a ser apedreada por turbas. David Hume, el filósofo, lo recibió un tiempo en Inglaterra.

El destino uniría en cierta manera a los enemigos en sus días finales. Rousseau escribió que “nuestras vidas dependen la una de la otra, no le sobreviviré mucho”. Así fue. Voltaire murió en su amada París a la que había logrado volver después de casi 30 años de ausencia. Ocurrió el 30 de mayo de 1778, poco después de estrenar con éxito su obra Irene y recibir todo tipo de reconocimientos.

Rousseau falleció el 2 de julio en la cercana Ermenonville donde un amigo aristócrata lo había recibido. En sus últimos días no quiso ensañarse con su enemigo. “Voltaire es, sin duda, un mal hombre y no quisiera alabarle; pero ha dicho y hecho tantas cosas buenas que deberíamos correr un velo sobre sus errores”, consideró.

Los revolucionarios franceses los enaltecieron a los dos. Trasladaron ambos restos al Panteón, de donde las turbas los retiraron en 1814 durante la restauración absolutista de los Borbones. Nunca se supo lo que ocurrió luego con ellos.

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