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Primer día de clase con el maestro detallista, observador, íntegro

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Especial HAT

Mercedes Estramil recuerda su llegada a El País Cultural hace tres décadas, en 1993, cuando conoció a Homero Alsina Thevenet

Fue por julio o principios de agosto de 1993. No recuerdo bien la fecha, ni cómo iba vestida, ni qué más hice ese día ni cómo era el clima. Iba a la sección del diario El País donde funcionaba el suplemento Cultural, en un piso 8 de un edificio sobre Plaza Cagancha que nunca había registrado, porque el diario para mí eran las palabras impresas y un puñado de nombres. Semanas antes, Alicia Migdal le había hablado de mí a Rosario Peyrou, y la expectativa de poder escribir en el suplemento era un empastillamiento de adrenalina y miedo que en el plano cultural nunca había tenido. Lo dirigía una persona que ya era leyenda: Homero Alsina Thevenet; hasta el nombre me imponía, y no me atrevía a hablar de él con la familiaridad intelectual del HAT.

Cuando entré estaban, entre otros, Elvio Gandolfo, Rosario Peyrou, László Erdélyi. Pero a quien vi primero (él abrió la puerta) fue a the boss: el rostro anguloso, el pelo blanco, la mirada de panóptico. Para una tímida ese tipo de mirada es el infierno. Me habían aleccionado para esa entrevista y para no ir sin nada llevé un artículo que había escrito pocos años atrás y publicado en La Semana del diario El Día. Ahora no recuerdo si era sobre literatura o cine, pero sin duda había elegido uno de los que me parecían mejores. En otras palabras: en el plano profesional iba orgullosa y segura.
Se lo mostré, lo miró un segundo, señaló algo con el dedo y dijo: “ESTO ESTÁ MAL ESCRITO”. Lo pongo con mayúsculas porque los golpes a la vanidad siempre son grandes. La palabra en cuestión era “digresión”; yo había puesto “disgresión”. Seguro se me notó la vergüenza porque me dijo algo como restándole importancia y creo que le oí el primer “chiquita” que luego me diría cariñosamente tantas veces. Me fui de ahí con el primer libro que comenté en el Cultural, una edición de Banda Oriental de Los juegos, de María de Montserrat. Sé que salí desanimada, como cuando una se viste de fiesta y le hacen notar la mancha en el vestido. Esa palabra mal escrita, esa mancha, no la vi en muchas lecturas y él la vio de una. Pero salí con algo más que desánimo, solo que lo supe después.

El Homero que conocí era detallista, perfeccionista, observador, estudioso, íntegro. Sabía y aplicaba, para sí mismo y para otros, reglas de comunicación que a muchos les parecen banales: no es lo mismo colocar un signo de puntuación aquí que allá, una tilde aquí que allá; hay palabras que sobran, basura lingüística que entorpece, pensamientos que deben ir con claridad a la página, soberbias y humildades necesarias de las que conviene tener noción. Lo más curioso es que no se trataba de técnica ni de normativa tan solo, era una cuestión de vida, una cruzada contra el relativismo. Con el tiempo las idas al Cultural ganaron en confianza, humor, desparpajo, me sentía bien ahí y eso fue y es parte de la enseñanza. No puedo decir que haya hablado en extenso muchas veces con él, pero cada vez que iba, salía de ahí sabiendo que el viejo me quería, y yo a él.

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