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Otro lenguaje para el horror en Venezuela

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Músicos en manifestación
MIGUEL GUTIERREZ

Libro de crónicas

La colombiana Catalina Lobo-Guerrero logró un relato diferente al de las narrativas que están en contra o a favor de Maduro, mostrando la dura realidad venezolana.

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Qué difícil es escribir sobre Venezuela sin quedar atrapado en las dos narrativas dominantes, la que está en contra, o la que está a favor del régimen de Nicolás Maduro.

El fenómeno no es nuevo en América Latina. El ejemplo que más ha perdurado con este tipo de relatos opuestos es el de Cuba, pero también desde esa isla han surgido voces diferentes como la del joven narrador Carlos Manuel Álvarez, quien ha planteado la necesidad de explorar una tercera narrativa independiente, una que hable de los problemas reales de la gente. En sus libros “está Cuba” escribió una vez Martín Caparrós tras leer La tribu (“no sólo es una mirada interesante, una historia bien contada; es una escritura”). En 2019 Álvarez publicó una nota en El País Cultural titulada “El horror que el periodismo no logra registrar”. En ella hablaba de Venezuela y de cómo la realidad cruel, incierta, que viven los venezolanos en su día a día, no está ni en los informes de los grandes medios de la prensa libre del mundo, ni tampoco, por supuesto, en la prensa afín a Maduro y a sus grupos de interés. Escribió: “ningún poder político o económico ha estado en condiciones de iniciarnos en ese juego de la imaginación real y el lenguaje, y han terminado cargándose el deber de la información para abrirle lugar a una forma barata de la ñoñería, el melodrama político y la telenovela de las ideologías”.

Ese espacio lo puede disputar la crónica, que ha mostrado capacidad para retratar de forma veraz el horror. El libro Los restos de la revolución, Crónica desde las entrañas de una Venezuela herida de la periodista colombiana Catalina Lobo-Guerrero (Bogotá, 1980), abre una interesante brecha entre estas dos narrativas. Estuvo allí varios años, desde el fin de la era Chávez hasta el ascenso de Nicolás Maduro, con la creciente grieta que se generó entre él y la oposición. “No sé a cuántas personas entrevisté en manifestaciones políticas, en periodo de campaña electoral, en las filas a las afueras de un automercado, las salas y cocinas de otra gente. No sé cuántas ruedas de prensa fui a cubrir. No sé cuántas cadenas de radio y de televisión vi desde la sala de mi apartamento, en una arepera o que escuché mientras iba en un taxi. No sé calcular cuántas horas pasaba leyendo noticias en los diarios y en los portales web, tanto críticos al Gobierno como oficialistas. Ni el tiempo que gastaba en Twitterzuela. Tampoco sé cuántos marrones o vasos de jugo de parchita o lechosa, e incluso tragos de ron, acompañaron conversaciones en panaderías, cafés y bares que de alguna manera fueron nutriendo de contenido este libro antes de que se me ocurriera la primera línea. Pero una vez me decidí a escribirlo, además de la reportería que hacía como periodista para ciertas historias de la coyuntura como corresponsal, empecé a hacer algunas entrevistas específicas para buscar la información que pensé que necesitaría, con todo tipo de personas: chavistas y opositores, políticos y amas de casa, jueces, periodistas, militares, empresarios, historiadores, psicólogos, economistas”.

La grieta

Hay una narrativa de cifras económicas y estadísticas que “explican” el declive actual de Venezuela, y que se resume así: la economía venezolana se derrumbó por el derroche en el gasto público, los controles de cambio y de precios, la falta de inversión en áreas estratégicas, la nacionalización de empresas, la corrupción y la dependencia de la renta petrolera. Cuando los precios internacionales del barril cayeron, el país también se desplomó y no hubo cómo frenar la inflación y el desabastecimiento de alimentos, medicinas y otros productos básicos.

Lo que esta narrativa no cuenta son las razones profundas por las cuales Venezuela cayó herida. Los restos de la revolución lo hace, por ejemplo, explicando el origen de la grieta que se abrió entre los venezolanos. “La fractura fue metiéndose por debajo de las puertas de las casas, los salones de clases, las oficinas, las peluquerías y los hospitales. La división entre chavistas y antichavistas acabaría con compadrazgos y hasta con matrimonios de muchos años. En algunas familias optaron por convivir sin hablar de política. Pero era difícil ignorarla. Se colaba en las reuniones sociales y citas amorosas, se discutía en la parada de bus y en la fila del banco. Intensa, intoxicante, inevitable y contagiosa, la grieta nacional era el monotema de conversación. Y era la fuente de malentendidos, porque los venezolanos de un lado y de otro hablaban dos idiomas distintos. Unos invocaban al pueblo, otros a los ciudadanos. El socialismo y la democracia protagónica, participativa y popular, contra las libertades individuales, de expresión, de culto, de empresa, de mercado. Unión cívico-militar y poder comunal versus los partidos, las instituciones y el Estado de derecho. Revolución o República. Dos ciudades, dos países, dos mundos paralelos divididos por esa grieta que había surgido a dos cuadras de donde yo vivía, nunca más se había cerrado y, once años después, se hacía más profunda.

Si quería entender lo que estaba ocurriendo en 2013 (tras la muerte de Chávez y el ascenso de Maduro) tendría que volver años atrás, a ese momento fetiche. (...) Entre más buscaba, lo único que encontraba era que no existía consenso alguno entre los venezolanos sobre lo que había sucedido. A cada lado de esa cicatriz que no sanaba se habían construido, al menos, dos versiones dominantes, paralelas e irreconciliables”.

Estetoscopio y celular

La periodista camina y observa. “El cielo de Caracas era una gran pista de baile para las guacamayas que giraban en el aire, con sus alas abiertas y colas largas de plumas amarillas, naranjas, magenta y cian. Daba envidia verlas haciendo piruetas tan libres. Algunas se acercaban a las ventanas y balcones de los apartamentos. Se posaban coquetas y altaneras a exigir trozos de mango y cambur con sus picos negros, y a observar con esos ojos chiquititos y redondísimos a los que vivíamos dentro de las jaulas. Para salir de cada casa o apartamento no bastaba con girar una manija. Antes de poner un pie afuera había que cruzar la puerta de reja superpuesta a la de la entrada, que por lo general era metálica y reforzada con varias chapas de seguridad. Las barreras de hierro o aluminio cubrían también muchas ventanas y balcones, hasta en un séptimo piso. Se podía vivir con todo abierto, circulaban el aire fresco y los mosquitos, pero me impresionaba tanto que algunos apartamentos tuvieran la vista enrejada. La clase alta había instalado cercas eléctricas y alarmas alrededor de sus predios. Cerraron sus calles con alcabalas y vigilantes de turno que monitoreaban los alrededores con cámaras de seguridad. Blindaron sus carros, cromaron sus vidrios y empezaron a utilizar escoltas, puerta a puerta. Los que no podían pagar esos servicios —la mayoría— ponían cerraduras adicionales, candados y cadenas gruesas, y reforzaban las tapias con picos de botellas o alambres de púas. Cada casa, cada apartamento, era un no pase, no entre. Y adentro, muy adentro, la alerta interior, personal y cotidiana, sin importar la condición social, era un no salga. Todos, en teoría, corríamos peligro. Si salíamos a trotar, aunque fuera en grupo; si quedábamos atrapados en una cola en la autopista o en una luz roja; si tomábamos un taxi o una camioneta por puesto; si salíamos a comer a un restaurante o hacíamos fila a las afueras del automercado; incluso, si salíamos a trabajar a las seis de la mañana. En cualquier momento, y casi que en cualquier lugar, podíamos ser víctimas del crimen; de las bandas de los pranes que, aunque estuvieran tras las rejas, seguían delinquiendo a través de otros, más libres que las guacamayas. Ningún plan de la Policía o de cualquier otra fuerza de seguridad podía evitar que el hampa tocara a la puerta, llegara hasta esa última reja protectora y se metiera a violentarnos dentro de la jaula”.

Los constantes enfrentamientos de los jóvenes con las fuerzas de seguridad en Caracas van dejando su saldo en heridos, que son llevados esposados y amenazados por la Guardia Nacional Bolivariana a la sala de emergencia de los hospitales. “Eran casi las dos de la mañana y la doctora descansaba, junto con otros médicos de turno, cuando les avisaron que habían llegado unos chamos heridos. Eran cinco y venían esposados en una camioneta de la Guardia Nacional. Ninguno hablaba. El sargento a cargo pedía que les hicieran unos chequeos médicos: ‘¡Rápido!’ Los doctores preguntaron si sus padres sabían lo que les había pasado y el sargento dijo que no. Invocaron el derecho que tiene todo paciente que llega a un centro de salud: que su familia se entere de que está allí y en qué condiciones. Pero los militares dijeron que no podían hacerlo, que eso era “alterar el orden público”, y que si los médicos avisaban a los familiares, también se los llevarían presos. (...) También quería evitar que registraran los nombres de los chamos en la hoja de morbilidad del hospital. Y se burlaba de ellos, delante de los médicos: ‘Chico, ¿qué te pasó? Cuéntame, ¿te golpearon? Eso fue que te caíste. Te caíste… ¡qué tristeza me da!… Me partes el alma. Mira que estoy triste por ti’. La doctora estaba indignada. A escondidas, sin que los guardias se dieran cuenta, se fue acercando a cada uno de los jóvenes, como si fuera a hacerles una curación, y les decía, bajito: ‘Dame un teléfono ya’. Salía de la emergencia y llamaba o enviaba un mensaje de texto a sus padres (...) Su celular había sido más útil que su estetoscopio esa madrugada”.

Lobo-Guerrero también cuenta de las dificultades para ejercer el periodismo. Fue cada vez más difícil realizar denuncias de abusos o actos de corrupción. Entre 2010 y 2014, veinticinco medios de comunicación cambiarían de dueño, y, tras la venta, de línea editorial. Uno de los temas que más angustió a sus colegas era no saber quiénes habían asesinado a decenas de jóvenes en las manifestaciones del 12 de febrero de 2014 en Caracas. “La verdad, como el diablo, se escondía en los detalles y en los hechos, no en las palabras. Y Juan Carlos Solórzano tenía el ojo bien entrenado para encontrarlos. (...) Antes de ingresar al departamento de videos del diario Últimas Noticias, había trabajado once largos años como fotógrafo del presidente Chávez. (...) Años y años de afinar la mirada le decían que la versión oficial ese 12 de febrero estaba dejando por fuera unos elementos muy extraños que las imágenes, tal vez, sí habían logrado captar. Por las redes empezaban a circular videos y fotos que mostraban los disparos y los muertos. En algunas se apreciaba que la Policía y la Guardia Nacional, en vez de proteger a quienes estaban en la calle, habían permitido que un grupo de hombres, vestidos de civil, disparara contra los manifestantes. ¿Quiénes eran los gatilleros? Esa noche, Solórzano empezó a armar un rompecabezas con cada uno de los videos y fotografías que encontró en YouTube, Facebook y Twitter, y les pidió todo el material a los reporteros gráficos del diario, de otros medios y de las agencias. Cada ángulo, cada instante congelado era una pieza que mostraba un detalle que podía ser clave: los zapatos de un hombre, un casco negro, unos lentes oscuros, la placa de un vehículo. Las motos fueron el primer indicio de que había algo raro y, a medida que encontraba otras piezas relacionadas, fue armando un cuadro más completo de la situación. Cuando la jefa de la Unidad de Investigación del diario, Tamoa Calzadilla, se enteró de lo que hacía Solórzano, decidió apoyarlo”. El video final se subió a YouTube, y tras otra larga tarea, los periodistas lograron identificar a los asesinos.

Un día Lobo-Guerrero decidió irse, pues “ya no quería vivir en un país que no termina de enterrar a sus muertos. Les temo a los fantasmas y sobre todo a los vivos que se obsesionan con revivir el pasado. La historia tiende una trampa a quienes intentan manipularla, los va envolviendo en sus hilos y tramas hasta alienarlos de su propia realidad. Y esa distancia entre lo factual y lo imaginado va rompiendo lo más sensible del tejido social. Lo noté una tarde en que se cerraron las puertas del vagón del metro en el que viajaba. Me agarré muy fuerte del tubo metálico y me dejé llevar por el vaivén del tren que avanzaba hacia lo más profundo de la grieta: las madres adolescentes que no lograban calmar a niños en llanto; los viejos que tenían que pedir que les cedieran el asiento, porque nadie se los ofrecía; la gente cargando bolsas de lo que habían encontrado tras horas de cola en un mercado desabastecido; los vendedores de dulces, los cantantes destemplados y los magos con trucos de cartas que luego del acto pasaban un sombrero vacío; los que no tenían talento alguno, pero suplicaban por ayuda con la mano extendida. Viajaba en un vagón de sobrevivientes”.

LOS RESTOS DE LA REVOLUCIÓN, Crónica desde las entrañas de una Venezuela herida, de Catalina Lobo-Guerrero. Aguilar, 2021. Bogotá, 468 págs. Sólo disponible en ebook.

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