Crónica
La periodista Mariela Fernández, integrante de la mañana del canal de cable Crónica TV, hizo un fuerte reclamo al aire, contra la producción del programa de noticias.
El movilero argentino Tomás Munaretto se quejó al aire de su irregularidad laboral, y el video se viralizó en cuestión de horas. Poco después fue despedido y publicó un descargo en sus redes.
Ecos de un desastre nuclear mercedes estramil En el sur o en el norte, Ucrania viene estando en problemas. Pero casi nadie se acuerda ya del 26 de abril de 1986. A lo que ocurrió ese día se lo llamó “accidente”, cuando lo que hubo fue una serie concatenada de errores humanos en el marco de un ejercicio para aumentar —justamente— la seguridad de un reactor nuclear. La explosión en el reactor 4 de la central atómica de Chernóbil tuvo un nivel máximo de peligrosidad y fue asistida pero no comunicada de inmediato. Las autoridades del momento (Ucrania pertenecía a la Unión Soviética) callaron. Tuvo que ser la central sueca de Forsmark, a mil cien kilómetros de distancia, quien diera la voz de alerta al mundo dos días después, al constatar que había partículas radiactivas en el aire y no eran suyas, sino que venían de lejos. Recién dos semanas después el mandatario soviético Mijaíl Gorbachov, adalid de la transparencia, liberó información. La Unión Soviética comenzaba el tramo final de su implosión, y el mundo sufría una alerta comparable a la de Hiroshima y Nagasaki, alerta que sería seguida de la amnesia de siempre. Algunos recordarían, sin embargo. Los afectados que sobrevivieron, y los cientos de miles de militares y voluntarios civiles que participaron en las tareas de limpieza, evacuación y construcción de los llamados “sarcófagos” destinados a tapar y contener el desastre. Un número indeterminado sufriría las consecuencias bajo la forma de cánceres, depresiones, etc. Muchos fueron entrevistados por la escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich para el libro Voces de Chernóbil, publicado en 1997, pero que recién tuvo impacto internacional cuando Aleksiévich ganó el Premio Nobel de Literatura en 2015. No solo los humanos recuerdan. Las impresiones del pasado quedan manifiestas de manera indeleble en la naturaleza. La artista visual francesa Anaïs Tondeur y el investigador de origen ruso Michael Marder se dedicaron a eso y armaron con textos e imágenes Chernóbil Herbarium, un libro atrapante y concientizador. Lo más ominoso fue que, al menos al comienzo, todo seguía igual, y se sabe que no hay nada peor que un enemigo invisible. Michael Marder tenía seis años y viajaba con su padre desde Moscú a Anapa, a orillas del Mar Negro, cuando ocurrió la explosión. Hacía ese viaje por recomendación médica, para escapar de la ciudad contaminante y curarse de alergias estacionales. Una ironía de campeonato estar viajando a playas refrescantes bajo una lluvia radiactiva, y sin saberlo: “en ese momento todos éramos plantas”, dice. Pero Marder se preguntó luego si las plantas no estarán en realidad provistas de mejores mecanismos adaptativos que los humanos para resistir el ataque nuclear: “Arraigadas al suelo, por supuesto, son incapaces de escaparse de los efectos dañinos de la radiactividad, como atestiguan los pinos del llamado ‘bosque rojo’ ubicado cerca de la Zona de exclusión. Pero también se adaptan más fácilmente: semillas de soja cultivadas experimentalmente en el entorno radiactivo de Chernóbil han padecido cambios drásticos en su composición proteínica, lo que les ha permitido mejorar su resistencia a metales pesados y modificar su metabolismo de carbono. Su exposición al mundo es consustancial a su aprendizaje del mundo, por lo que son capaces de devolverle muchas cosas. Sólo nuestra exposición, la humana, implica pura vulnerabilidad, pasividad, impotencia”. A la “Zona de exclusión”, dice Marder, debería llamársele “Zona de alienación”, un fin del mundo catastrófico que afecta a todos a quienes este libro, en tres idiomas (ruso, ucraniano y bielorruso) está dedicado: tierra, animales, agua, aire, plantas y gente. Esa zona son 30 km cuadrados y también se le llama “Zona muerta” o “Cuarta Zona”, la más peligrosa. Donde antes vivían más de cien mil personas, ahora es un territorio vacío en el que se puede incursionar por un breve período y que está patrullado por policía especial. El patrullaje no puede, sin embargo, contener las incursiones de saqueo a viviendas abandonadas, la caza furtiva (la huida humana posibilitó el regreso de numerosas especies animales), y la presencia de quienes quisieron retornar a sus hogares, por no tener otro o por nostalgia. A veces a este lugar solo se le llama “La Zona”, y es grande la tentación de considerar premonitorio el film de Andrei Tarkovski (Stalker, también conocido como La Zona, 1979), en el que tres individuos se aventuraban en un lugar así, devastado por algún apocalipsis, sometido a reglas diferentes y peligros invisibles. Solo que en Tarkovski el desenlace preveía un modo de esperanza que la realidad no da. Para ejemplo: en febrero de 2022 la guerra ruso-ucraniana llegó también a Chernóbil aumentando supuestamente los niveles de radiación por la alteración del polvo en el suelo. En la Zona de exclusión se instaló de hecho una reserva natural. En su llamado Bosque Rojo (recinto de 10 km a la redonda del núcleo de la explosión) la biodiversidad va en aumento, y, a despecho de mutaciones probables, por ahí circulan golondrinas, águilas, castores, cigüeñas, jabalíes, ciervos, lobos, linces y, desde luego, plantas. Anaïs Tondeur no fotografió las plantas de Chernóbil, las colocó sobre papel fotosensible expuesto a la luz. El resultado es una colección de fotogramas de horrífica belleza, donde la luminosidad de lo obtenido es traducción de una invasión fulminante y sigilosa a la vez de estroncio-90 y cesio-137. En vez de fotos de seres humanos enfermos o deformes, este libro entrega la rutilante belleza de un tallo y una rama vivos que contienen mutaciones genéticas. Símbolo traumático de una catástrofe a futuro, la palabra Chernóbil tiene una etimología vegetal: “chyornyi byllia” significa “hierba negra”; es la Artemisia vulgaris, una planta de poderes mágicos curativos y fortalecedores dedicada en sus orígenes griegos a la diosa Artemisa, una de los doce olímpicos, diosa de la caza, los animales, la virginidad. ¿Ironía o profecía autocumplida? Chernóbil es, en cierto modo, de nuevo tierra virgen. Marder recuerda la inocencia con que vivió su “cura” en la playa mientras era inoculado de radiación y sostiene que la amenaza nuclear es constante. El miedo humano todavía no es suficiente como para temerle de verdad, por eso se sigue apostando a los beneficios económicos de esa energía. Por eso en 2011 la central de Fukushima, en el Pacífico, no estaba preparada para que un terremoto seguido de un tsunami volviera a poner al mundo en peligro. Mañana puede ser una piedra o un color que caigan del cielo, quién sabe. Si la cita bíblica que menciona Marder se cumple, el abismo seguirá atrayendo abismo. Hasta ahora no falla. CHERNÓBIL HERBARIUM, de Anaïs Tondeur y Michael Marder. Ned, 2021. Madrid, 173 págs. Traducción de Xavier Gaillard Pla.
Crónica uruguaya gera ferreira Soledad Gago (Melo, 1993) es Licenciada en Comunicación (FIC), donde fue colaboradora activa de la cátedra de Semiótica. Desde 2014 trabaja en el diario El País de Uruguay. —En octubre de 2020 Leila Guerriero colgó un posteo en Instagram que decía: “Yo no sé si perdemos la memoria, lo que sí me parece que perdemos, y lo veo mucho en periodistas más jóvenes, es la absoluta falta de lectura”. ¿Lo ves así?
Vietnam y Camboya Es una de los grandes crónicas de guerra que se han escrito. Jon Swain es británico, estuvo en la guerra de Vietnam entre 1970 y 1975, y luego en la caída de Nom Pen a manos de los temibles jemeres rojos, donde lo salva Dith Pran, el intérprete cuya historia se narra en la película The Killing Fields. J.G. Ballard lo ponderó, considerando al libro como “un examen brillante y turbador de los vínculos ancestrales que existen entre la muerte, la belleza, la violencia y la imaginación”. Son crónicas de guerra cuyo contexto hizo maridar la literatura con el horror, y que tuvo a Michael Herr con sus Despachos de guerra como máximo exponente, y a una legión de seguidores como Swain que dejan a muchos otros cronistas de guerra como meros impostores. (Gatopardo Ediciones)
Crónica latinoamericana mercedes estramil Esta es una historia sobre anomalías normalizadas, sobre lo que que no debe ser pero es, y de tanto verlo ya no se ve. Es sobre El Salvador, pero extensivo a Honduras y Guatemala (en sentido estricto, el triángulo delincuencial de Centroamérica); ampliamente considerada es una historia sobre el ser humano, es decir, sobre cualquier lugar. Óscar Martínez, periodista salvadoreño nacido en 1983, autor y coautor de numerosos libros centrados en el asunto de la violencia (Los migrantes que no importan, El niño de Hollywood, entre otros) pasó trece años metido en el ojo de una tormenta donde danzaban el crimen organizado, las pandillas, la policía corrupta, el Estado depredado y depredador, y los eslóganes fáciles de quienes viven y miran y no entienden. Los muertos y el periodista (2021) es el resultado de esos años. Una mirada profunda a los sótanos de su país, narrada con ira. Escrito en tiempos del Coronavirus, alerta sobre otras pandemias, sobre verdades que se esconden o se revelan a medias, y masacres que se titulan como “enfrentamientos”. “Sanitizaron el caso”, dice Martínez. En el plano anecdótico, Los muertos y el periodista es la crónica de la muerte anunciada (el símil quizá no le gustaría a Martínez, que no coincide mucho con García Márquez) de tres hermanos: Rudi, Wito y Herber. Ocurrió el 13 de diciembre de 2017 y días y semanas después se fueron hallando los cadáveres. El centro de esa anécdota —una masacre más— es Rudi, un expandillero. Ronda los quince años y perteneció a una de las “maras”, llamada Barrio 18. Su historia es el pretexto para que Martínez exponga una clase magistral de ética periodística y hable de El Salvador (sus políticos, su policía, sus criminales) con un batido sentimental de impotencia, desencanto y asco, muy parecido a aquel que selló su compatriota Castellanos Moya en su novela más bizarra (El asco. Thomas Bernhard en San Salvador, 1997), la que le valió el exilio. Contar la historia de Rudi no es sencillo, el personaje es áspero, esquivo. Pero Óscar Martínez tiene oficio. Es editor jefe del periódico digital El Faro.net —el primero en América Latina sin edición impresa— y tiene vasta experiencia en entrevistar a delincuentes de todo tipo. Identifica por ósmosis, antes de racionalizarlo, dónde hay una historia: “¿Qué quise saber de Rudi? Me costó descubrirlo, pero lo hice. Quise saber cómo era la vida y posibilidades de alguien como él, maldito en este país, basura, desecho, lo último de la pirámide del poder, el fondo del país, un imperdonable: iletrado, adolescente, expandillero, perseguido, pobre, alcohólico, drogadicto. 14, 15 o 16. Me pareció que había encontrado un potente perfil para explicar cómo se ve la vida de alguien sin ninguna oportunidad, cuyo camino solo era hacia más abajo. Bajar, bajar, bajar y descubrir que hay más peldaños y bajar, bajar, bajar”. No se equivoca cuando lo ve por primera vez y presiente que ya es un adolescente muerto. Lo entrevista varias veces, buscándole respuestas que Rudi no tiene porque ni siquiera se ha hecho las preguntas. Algunas frases de Martínez se podrían numerar en un perfecto manual de periodismo: 1. “Este oficio, al igual que todos los oficios, no es lo que pensaste ni lo que dudaste ni lo que te atormentó ni lo que te alegró. Este oficio es lo que hiciste”. 2. “Nuestro trabajo no es estar en el lugar indicado a la hora indicada. Ese es el trabajo de los repartidores de pizza o de los trenes. Nuestro trabajo no es decir cosas. Nuestro trabajo son otros verbos: entender, dudar, contar, explicar, desvelar, revelar, afirmar, cuestionar.” 3. “El periodismo, como la gente que sufre la violencia en los barrios más bravos, también se acostumbra, normaliza, nombra. Pero, a diferencia de esas gentes, a quienes les va la vida en ello, el periodista muchas veces lo hace por pereza de investigar, por presión de publicar, por incomprensión del oficio”. Claro que la historia de Rudi y sus hermanos no la cambian unas letras, así como los gobiernos corruptos no se voltean por un dossier revelador, por más que el caso Watergate haya sembrado la idea de que sí. Martínez lo denomina un “gorila albino”. Tiene conciencia de que no va a cambiar el estado de las cosas y al mismo tiempo, de que tiene que ir a fondo, hacer su parte. Menciona en varias ocasiones a periodistas que hacen o hicieron lo mismo: Oriana Fallaci, Ryszard Kapuscinski, Martín Caparrós. Geográficamente, las maras nacieron en Estados Unidos. En los años ochenta las guerras civiles de varios países centroamericanos provocaron éxodos masivos hacia la tierra de las oportunidades, donde ya había pandillas formadas, por ejemplo en Los Ángeles, de mexicanos. Para encontrar su lugar (de dominio, de violencia), los jóvenes salvadoreños, provenientes en gran parte de familias disfuncionales con historial de abusos, drogas, delincuencia, etc., fundaron sus propias maras. Martínez cuenta la historia de Chepe Furia, “un ex guardia nacional durante la guerra civil salvadoreña, (que) migró al sur de California en los ochenta, para huir de tanta muerte, pero allá, en el extrarradio empobrecido del Valle de San Fernando, supo que para ser joven y no ser presa había que pelear a diario. Fundó una de las primeras clicas de la Mara Salvatrucha-13, la Fulton Locos”. “Clica” es el conjunto de pandilleros de determinada zona. Cuando Estados Unidos deportó hacia sus países a miles de centroamericanos, las maras venían con una tecnología de primer mundo a socavar de raíz al tercero. Solo en El Salvador se calculan unos 64.000 habitantes que pertenecen a las maras, o a la Calle 18 o a la Mara Salvatrucha (MS-13). Más que el ejército y la policía juntos. “Por más romanticismo con que a veces se las rodee, las organizaciones criminales suelen comportarse como las multinacionales: más arriba, más dinero; más abajo, más trabajo”, dice Martínez. En el supuesto de que alguien las considere románticas, conviene decir que bajo sus expresivos tatuajes de pertenencia hay hombres y mujeres que viven de la extorsión, el sicariato, el narcotráfico, dispuestos a torturar y matar sin piedad. Querer salirse de las maras es firmar la sentencia de muerte. Permanecer en ellas es estar a tiro de la policía, de otras pandillas, o de escuadrones de la muerte. Todos torturan y matan y Martínez explicita los modos: “El ojo por ojo se queda corto. Es solo el inicio en composiciones humanas donde matar es un verbo que dice poco y que requiere especificaciones: descuartizar, incinerar, decapitar, estrangular, machetear. Ojo por dos ojos, dos ojos por cabeza, cabeza por…”. Hay metáforas para todo: “cuando a alguien le retiran brazos, piernas y cabeza, lo han asesinado haciéndole un ‘corte de chaleco’; cuando a alguno le impactó un disparo de escopeta en la cabeza, deshaciéndosela, le ‘destaparon el coco’; si lo lanzaron a un pozo, lo pusieron ‘a tomar agua’; y si quedó boca arriba en algún monte, quedó ‘contando estrellas’”. Un periodista puede ser cínico (contra lo que decía Kapuscinski), lo que no puede es ser ingenuo, como dice Caparrós. Martínez es cínico en muchas ocasiones, como cuando habla de los lectores: “No me quiero condenar a escribir para idiotas. Sé que es un público grande pero no me resigno a eso”, y no es para nada ingenuo ni autocomplaciente; no promete cuidar a nadie ni volverse mártir, solo contar una historia. No puede siquiera proteger sus fuentes, que además cuestiona: “He despreciado a muchas de mis fuentes. He sentido asco por sus valores, repugnancia por sus lógicas e indignación ante sus motivos”. Y no puede fingir un interés que en el fondo no tiene. Frente al relato de una mujer que fue violada “tumultuariamente” (una manera de decir: violación múltiple) reconoce: “Su historia no me importó. Mantuve las formas para no ser grosero con la mujer que acababa de ser brutalizada. Su historia me pareció similar a otras tantas que ya había contado. Nunca creí que su historia pudiera ser una que yo escribiera. Y el partido de fútbol ya había empezado”. Hay que tener —entre otras cosas— oficio para reconocer eso. El 21 de noviembre de 2014 Miguel Ángel Tobar fue asesinado por sicarios. Tenía 30 años y también era asesino —declaraba 56 muertes— y había pertenecido a la clica Hollywood de la mara Salvatrucha, hasta que decidió colaborar con la policía y los fiscales y delatar a algunos pandilleros. A cambio, tenían que protegerlo y mantenerlo. Óscar Martínez y sus hermanos Juan José y Carlos llevaron a crónica la vida de Tobar, llamado “El niño de Hollywood” porque después de arrancarle el corazón (literalmente) a otro pandillero declaró que tuvo una epifanía, que fue como ver nacer un niño. El caso de Rudi va iba por el mismo sendero, solo que acorta tiempos: “Hay que decir que la vida tiene que haber sido la suma de muchas miserias si el resultado es que en tu adolescencia te quieren asesinar la mafia y la Policía. Si cumplís 14 o 15 o 16 años y con vos ni Dios ni el Diablo ni buenos ni malos ni pandilleros ni familiares ni presos ni curas ni recuerdos felices de tu niñez, podés decir que has tocado fondo”. En el relato “Historia de Rosendo Juárez” (que es a su vez continuidad del anterior “Hombre de la esquina rosada”) Borges narra el proceso de cómo un muchacho se fue haciendo matón, por obra del contexto y las circunstancias, y cómo —cuando dejó de importarle la mirada de los otros— abandonó la criminalidad y se puso a trabajar. En esa grilla están los personajes reales que Martínez enfoca, dominados por una pertenencia y la mirada ajena: “La gracia de ser pandillero es ser tumulto. Cuando 30 hombres, la mayoría de ellos jovencitos, controlan comunidades de miles de salvadoreños, incluidos algunos que combatieron en la guerra civil, no lo logran porque sean más fuertes uno a uno. Lo logran porque son unos pocos, pero locos, como dicen. Unos pocos, pero dispuestos a todo. Y los otros son unos muchos que no están dispuestos a tanto. Un pandillero solo es solo un hombre con tatuajes que puede estar dispuesto a todo, pero al fin y al cabo solo un hombre de tristes circunstancias”. El título del libro contrapone un colectivo abstracto (los muertos) con una individualidad abstracta (el periodista); Martínez cuenta sobre los primeros y reflexiona sobre esa segunda entidad a la que representa. Son muchos los cuestionamientos que hace y se hace, muchas las preguntas que plantea. Advierte en el capítulo uno: “Lea o abandone”, como si fuera la entrada al infierno dantesco o uno de esos carteles de las películas de Gaspar Noé, y presenta este libro como lo más honesto que hizo. “Ser honesto es, sobre todo, ser brutal. Ser honesto es algo que se gana […] A mí —y recalco ese “A MÍ”— no me importa mucho si un periodista lo hizo porque es un buscador de la justicia o porque quiere ser famoso. A mí me importa mucho si lo hizo bien. ¿Fuiste? ¿Volviste? ¿Fuiste lo suficiente? ¿Viste, oliste, escuchaste, sentiste? ¿Anotaste, grabaste? ¿Podés demostrar? ¿Puedo seguir el rastro de tu investigación? ¿Encontraste? ¿Con cuántos hablaste? ¿Te faltaron fuentes? ¿Insististe al asesino? ¿Cuestionaste a la viuda? ¿Dudaste del padre? Nunca preguntaría: ¿lo salvaste? ¿Lo hiciste sentir bien? ¿Incomodará a los lectores?” La entidad “lector”, por supuesto, es impredecible y a la vez maleable, y Martínez sabe que en esa relación momentánea hay puentes de entendimiento que no se van a cruzar y no importa. Igual que los hay con los entrevistados, con las fuentes que son la carne de este ensayo: “Me pregunto cómo nos verá el campesino que toda su vida lo fue, que no lee ni tiene internet, que lo que considera noticia viene en el más amarillista de los noticieros televisivos, aquel que escurre sangre sin significado en cada emisión. No, no hablo de fuentes exóticas. Las señoras pueblerinas y los campesinos iletrados son fuente todos los días en noticieros, periódicos, radios. Los que casi nunca son fuente son los otros, los poderosos. Rara vez los cuestionamos, rara vez se dejan cuestionar, rara vez las cámaras entran a sus residencias con un propósito distinto a elogiar sus jardines y sus muebles. De alguna manera, el periodismo cuenta la historia desde las fuentes oficiales y los pobres”. En ese lugar se para con orgullo Óscar Martínez d'Aubuisson (un segundo apellido que no usa: es sobrino del político Roberto d'Aubuisson, sindicado como el autor intelectual del asesinato del arzobispo Romero en 1980 y como líder de los escuadrones de la muerte de su país), y con orgullo dice: “Yo nunca hablé con los que jalan los hilos. Hablé mil veces con los que sufren el tirón”. LOS MUERTOS Y EL PERIODISTA, de Óscar Martínez. Anagrama, 2021. Barcelona, 232 págs.
Hay que leer Porque Los muertos y el periodista es un impresionante documento sobre la violencia en El Salvador, que más allá de hablar de los vértices conocidos —“narcos”, sicarios, pandilleros, policía, gobierno— pone el dedo acusador en un estamento que por omisión o inoperancia no hace lo que debería: la prensa. Óscar Martínez (n.1983) no se erige como Mesías ni mucho menos, reconoce sus carencias pero trata de no ser parte del problema, de investigar, indagar, remover y llamar a las cosas por su nombre. Esta crónica parte de tres asesinatos puntuales, casi una crónica de una muerte anunciada (tres hermanos, Rudi, Wito y Herber, ocurridos el 13 de diciembre de 2017) y está, además, muy bien escrita. (Anagrama)
Crónica latinoamericana lászló erdélyi El fotógrafo y periodista guatemalteco Esteban Biba (1988, Ciudad de Guatemala) acaba de publicar un libro de crónica. Se titula Dispara y después sonríe y trata de su profesión y de los problemas reales de la gente, de la pobreza, el hambre, la delincuencia, las bandas juveniles (maras), del Estado ausente. Lo hace con un relato que se desmarca de las telenovelas ideológicas que pululan por el continente. Biba empezó muy joven en periodismo como periodista y fotógrafo, en la más pura y dura crónica roja de Ciudad de Guatemala, para llegar a ser hoy un reconocido profesional de la agencia EFE española. Sus fotos se publican en The New York Times, The Washington Post, Reforma o La Jornada de México, entre otros. El relato se inicia con la catarata de muertos con que tropezaba cada mañana cuando empezó, hasta llegar a los efectos de la pandemia en las caravanas de migrantes hondureños que atraviesan su país hacia Estados Unidos. Es una crónica sobre el dolor, sobre las miradas con dolor. Dispara y después sonríe es, por sobre todo, un relato de iniciación. Cuando empezó en esa doble función de periodista-fotógrafo, con esa mirada voraz y curiosa, fantaseaba con grandes reportajes y conocer lugares lejanos, pero en realidad “no conocía mi propio país, desconocía la política, la historia reciente de la guerra civil (que dejó 45.000 desaparecidos, N. de R.), la desnutrición, la violencia, el racismo, todos esos eran términos que escuchaba pero no entendía, no lograba conectarlos a algo real”. Pero sobre todo debía enfrentar algo invisible, “la idiosincrasia guatemalteca, y el asco al conocimiento y la eficiencia, al orden y las explicaciones cesadas, a la mediocridad que es casi un estandarte nacional, a burlarse de quien sabe, no estudiar, alardear de lo poco que se estudia y que te vaya medianamente bien es un éxito mayor y más digno de seguidores que estudiar de manera correcta y obtener notas decentes”. En los años de crónica roja “me acostumbré al lenguaje policial que los periodistas adoptan en la nota roja, a los códigos y lenguaje fonético, era como un juego de niños jugado por adultos. Me acostumbré a los rituales de la muerte, entre estos que no importa quién eras o quién fuiste, un marero, un extorsionista, un trabajador bancario, un piloto de autobús, un estudiante dedicado o el hijo de puta más grande del planeta, porque siempre a la par del cadáver, una mujer usualmente o un hombre, llegarán con una veladora, la colocarán lo más cerca de la cabeza que se pueda, me imagino porque nunca pregunté, que es una forma de guiar el alma hacia al cielo, o un recordatorio de oración. No conocí a policía alguno en Guatemala que se opusiera a ese ritual si aparecía el hombre o la mujer con la veladora”. Así, “a los 23 años ya llevaba cuatro años tomando fotografías de nota roja, mi percepción del mundo estaba distorsionada, la muerte violenta me parecía algo natural (...) y cada mañana había a donde ir a tomar fotografías de una persona tendida en el suelo, en un charco de sangre, usualmente sin un zapato”. Pero no solo eran crímenes, también la naturaleza azotaba, sean volcanes activos estallando como el que mató a su colega Aníbal y casi lo mata a él, o las depresiones tropicales como el huracán Agatha, con tres días de lluvia y deslizamientos de tierra que sepultaban poblados enteros. Llegar a esos lugares donde el suelo hervía y derretía las suelas de los zapatos, o el barro había enterrado a cientos a la hora de la cena, los dejaba al borde de la desesperación. “El país siempre ha sido vulnerable a los desastres naturales, pero la mayoría de las personas son más afectadas por el abandono del Estado que por la naturaleza en sí”. Recuerda un viaje a Taiwán, y la fascinación de los chinos por las imágenes de su país. Por los paisajes. “‘¡Qué bonito es su país!’, nos decían los diplomáticos y taiwaneses, sonreímos y asentimos, qué ganas de contarles la verdad, qué ganas de decirles que Guatemala no es un país, que Guatemala sólo es paisaje, que ojalá no tuviéramos lagos, volcanes y cosas bonitas, pero que la gente fuera feliz, que no nos mataran a balazos, de hambre, de corrupción, pero no lo dijimos, no lo entenderían, pensarían que tan solo era un amargado”. Luego están los niños. “La primera vez que vi a una niña con desnutrición se me desnutrió el corazón, de tres años pero con la estatura y peso de una bebé de un año, el pelo delgado, cayendo de la cabeza y la mirada perdida, ‘no llora mucho’, dice la mamá de unos 17 años, no llora porque no tiene energía, la mamá también es pequeña, también fue una niña desnutrida, así como su mamá y la mamá de su mamá. La única herencia en algunos lugares de Guatemala es la desnutrición, es una enfermedad incurable, después de sufrir desnutrición el cerebro no se recupera más en la etapa de formación de los 0 a los 5 años”. Hay cruzadas políticas contra este flagelo, anunciadas con bombos y platillos. Pero no. “Todo guatemalteco, después de cierto tiempo de sobrevivir en este territorio, acepta la corrupción y la cleptomanía política como algo natural, como la lluvia de mayo”. La falta de cambios, insiste Biba, los volvió cínicos, comodones, aunque a veces aparezcan destellos de esperanza, donde “Guatemala podría ser otra, menos corrupta, menos machista, menos racista, menos Guatemala”.
Tres libros DESAFÍOS DE LA SOCIEDAD DIGITAL EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO, de Jorge Rasner (compilador). Udelar, 2021. Montevideo, 148 págs.
Luego de Calle Este-Oeste lászló erdélyi Ruta de escape, de Philippe Sands, cuenta una historia de amor nazi entre Otto Wächter y su esposa Charlotte. Otto fue un alto mando de las SS durante el Tercer Reich, gobernador de Cracovia con un rol destacado en la masiva deportación y asesinato de judíos en Polonia, hombre de confianza de Himmler y del gobernador general Hans Frank. Un personaje que en la posguerra fue cazado como criminal y que logró escapar con el decisivo apoyo de Charlotte. Tuvo cierta notoriedad pública; luego quedó en el olvido. Décadas más tarde el abogado y profesor británico Philippe Sands inició una investigación sobre la suerte de la familia de su abuelo, asesinada en Polonia, que derivaría en un libro complejo y brillante, Calle Este-Oeste, muy celebrado. Es una crónica, una indagación y también una novela sobre esos crímenes, como también sobre los juicios de Núremberg. Durante la indagación reapareció el olvidado Otto Wächter. Era el responsable directo del asesinato de la familia de su abuelo. La historia ahora llega con el título Ruta de escape, apoyándose en la misma mezcla de técnicas narrativas, sea novela, crónica o indagación. El resultado es una escritura que renueva, de forma radical, todos los discursos en torno a los crímenes de lesa humanidad. Tanto Otto como Charlotte crecen y se instalan junto al lector; resultan demasiado humanos para ser nazis. Es un libro sobre lealtades de hierro, de gente que no dudaba. De conspiraciones que provocaron millones de muertos. De la ciudad de Roma luego de la guerra, llena de criminales, espías y refugiados, muy bien recreada. Pero lo que sorprende es el fanatismo de Charlotte. El autor tuvo acceso a todas las cartas entre Charlotte y Otto, como también a un hijo que todavía idealiza a su padre. Todos están allí, aportando insumos para entender lo que era pertenecer a esa casta nazi de gente tenaz, fanática, ambiciosa, asesina y de una rapacidad poco común. Tras ver de cerca el horror, y constatar la indiferencia que hoy provoca entre las nuevas generaciones, surge la pregunta: ¿los lectores de Sands serán los últimos que guardarán la memoria?