Los compromisos del escritor

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Nelson Díaz, (Desde Buenos Aires)

EN 1957, con apenas 22 años, Abelardo Castillo (San Pedro, 1935) era un perfecto desconocido en los círculos literarios argentinos de la época. Ese mismo año escribió su primera obra de teatro, El otro Judas, y publicó "Volvedor" relato premiado en un concurso organizado por la revista Vea y Lea. El jurado estaba integrado entonces por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Dos años después, cofundaría la revista literaria El Grillo de Papel (1959-1960). Más tarde, vendrían El Escarabajo de Oro (1961-1974) y El Ornitorrinco (1976-1986). Las tres publicaciones se transformarían durante casi tres décadas en referentes ineludibles en la vida literaria de América Latina y, actualmente, en material de culto.

Casi medio siglo después de su debut literario, con una docena y media de libros —que incluyen relatos, novelas, teatro, ensayo y varios premios—, acaba de editarse la tercera edición de Cuentos Completos (Alfaguara, agosto 2003), bajo el subtítulo "Los mundos reales". Hoy es considerado como uno de los grandes escritores argentinos. Algunos de sus cuentos, novelas y obras de teatro han sido traducidos a una docena de idiomas.

Su casa, ubicada en Hipólito Yrigoyen al 2000, en pleno barrio de Balvanera, en Buenos Aires, delata el oficio y las predilecciones del escritor. Altas paredes abarrotadas de libros. Un tablero de ajedrez con sus piezas preside el vasto living. Un gato llamado Mitia, —en alusión a uno de los hermanos Karamazov—, se pasea sigiloso por su escritorio junto a un reloj de arena y un ídolo de las Cícladas. Sobre otra biblioteca, cuelga un retrato del Che Guevara y una reproducción de uno de los autorretratos de Van Gogh.

Castillo enciende su inseparable pipa y bebe un sorbo de café, una especie de rito previo para adentrarse en la entrevista. "Estaba leyendo la novela inédita de un amigo", comenta, sin ahondar en detalles. "¿Y qué está escribiendo actualmente?", le pregunto, dando por comenzado el reportaje. "Estoy terminando un libro de cuentos que se va a llamar El espejo que tiembla, y preparo uno de ensayos: La agonía de la libertad".

LOS MUNDOS REALES.

—¿Qué reflexión le merece haber reunido cuarenta y dos años de escritura (desde la publicación de sus dos primeros libros, El otro Judas y Las otras puertas), en este volumen?

—El otro Judas fue estrenada en junio de 1961. Fue el primer texto que publiqué como libro. A fines de ese año apareció Las otras puertas, que incluía relatos escritos en mi adolescencia. Ver ahora esos cuentos, en este volumen, me produce cierto estupor. Como si fueran míos y, al mismo tiempo, de otro, de un joven escritor que promete.

—Y habla de una coherencia. En Los mundos reales usted dice: "Y cedí finalmente a una idea que me persigue desde la adolescencia: ordenar mis cuentos bajo un título único (...) Hace años vengo sintiendo que, realistas o fantásticos, mis cuentos pertenecen a un solo libro...".

—Sí, hace muchos años lo sentí. (Se ríe). Lo que no sé es si eso habla de coherencia. En otro tiempo, a veces, más bien me sucedía al revés: muchos de mis textos me parecían escritos por autores diversos, incluso antagónicos. Escribía historias realistas, fantásticas, lineales o complejas, políticas o líricas, y me costaba armonizarlas. Un día descubrí, o creí descubrir, porque me convenía, que esa diversidad era quizá una unidad secreta. Por eso llamo a esos relatos "los mundos reales". Mis cuentos, pensé, son momentos de un solo libro. Solemos creer que vivimos en el mundo, en un mundo, cuando la verdad es que todo escritor, todo hombre, va y viene por diversos mundos. Lo fantástico, la locura, el sueño, son tan reales como nuestros actos cotidianos. Anoche mismo, por ejemplo, tuve una pesadilla espléndida donde había una tempestad y enormes montañas como de arena, que crecían y se desplazaban en la noche. Eso fue tan real, y es tan mío, como estar con usted tomando un café.

EL SECRETO DE LA LITERATURA.

—¿Dónde se siente más cómodo, en el relato corto, la novela, o el ensayo?

—Nunca hice diferencias de género, sin contar que uno escribe más bien lo que puede y no lo que quiere. Hay historias que nacen como cuentos, como novelas o como dramas. Un escritor intuye eso, lo sabe, por decirlo así, desde el momento en que se sienta a escribir. Hay sentimientos que sólo admiten el verso, y hay ideas que exigen la prosa de un ensayo. Todo el secreto de la literatura, sospecho, está en acertar con esa forma, que, para mí, es previa a la escritura. Tal vez, mi forma natural de expresión sea el cuento.

—Se lo pregunto porque Leopoldo Marechal, en referencia a su obra, dijo que usted era un narrador sin dejar de ser poeta. ¿Qué importancia le atribuye a la poesía o, si lo prefiere, al acto poético, dentro de sus ficciones?

—La poesía está en la base de toda escritura literaria: es su fundamento. Marechal solía decir, citando a Aristóteles, que todos los géneros literarios son géneros de la poesía. También lo pensaba Faulkner, quien una vez declaró: "Soy un poeta malogrado". Quizá todo novelista quiere escribir primero poesía, descubre que no puede, y entonces intenta escribir cuentos, que es la forma más exigente después de la poesía. Después sólo queda dedicarse a escribir novelas.

—¿Y qué significa la poesía para usted?

—Me temo que suene un poco espectacular, pero, para mí, es el más alto lenguaje humano, después de la música. En mi adolescencia, lo único que quería era ser poeta. Todavía hoy escribo versos. Por cortesía hacia el lector, no los publico.

—Dos de sus relatos de Cuentos Crueles, incluidos en Cuentos Completos, fueron llevados al celuloide. "Patrón", y el cortometraje "Negro" (basado en su relato "Negro Ortega"). ¿Cómo fue esa experiencia?

—Rara. Me dicen a veces que mis narraciones son muy visuales; yo no me doy cuenta de eso. Pienso, imagino y escribo con palabras.

—También se han filmado "Also sprach el señor Núñez", de Las otras puertas, y, hace muy poco, Jusid dirigió "La cuestión de la dama en el Max Lange", relato que integra Las maquinarias de la noche...

—Sí, pero nunca intervengo en los guiones: los dejo en manos del adaptador o del director. Después los acepto o no, o sugiero algo. Cuando se filma un texto literario, o cuando una obra teatral es puesta en escena, lo que sucede allí ya pertenece a otro, y sobre todo a los actores. Mi experiencia con Patrón fue muy curiosa: nunca leí el guión. Me bastó conversar largamente con Jorge Rocca, noté que nos gustaban las mismas películas, sentí que él tenía muy claro lo que quería hacer. Cuando vi a los actores encarnando mis personajes, me fascinó. Ya no estaba viendo mi historia, sino la de ellos. La fotografía de esa cinta, además, tiene momentos muy hermosos. Yo nunca hubiera podido ni soñar esos claroscuros, esas imágenes.

—Teniendo en cuenta su aspiración de crear un "libro único", donde convivan todos sus relatos, supongo que debe ser muy meticuloso a la hora de corregirlos. ¿Cómo es este proceso y cuándo decide entregárselos al editor?

—La verdad, creo que publico por cansancio. Para mí, todo texto es provisorio; es siempre un borrador penúltimo. Corregir no es un acto literario, gramatical o estilístico: es un trabajo espiritual y quizá moral. Como lo afirmaba Valéry, es un acto secreto de reforma de uno mismo. Suelo corregir hasta mis libros ya publicados. ¿Por qué no? ¿O no son míos? Un amigo psiquiatra decía que esa manía de corregir no era ansia de perfección: la llamaba paranoia.

EL EVANGELIO SEGÚN CASTILLO.

—En la novela El Evangelio según Van Hutten (1999), usted mezcla la intriga policial con la teología. El disparador de la historia es el hallazgo, por parte de dos beduinos, de rollos con manuscritos bíblicos. ¿Cómo fue la investigación para abordar la temática?

—No la llamaría "intriga policial"; no me gusta la palabra policial. En esa novela, el lector sabe desde el primer párrafo que Van Hutten está vivo y no hay misterio policial alguno. Hay una deliberada y hasta meticulosa intriga. Es una novela de ideas, disfrazada de otra cosa. En cuanto a la documentación, fue muy anterior incluso a la idea de la historia. Conocía el problema de los rollos del Mar Muerto desde los veinte años. Leí, durante años, docenas de libros sobre los rollos, sin pensar en escribir nada. Un día, en un viaje a la Cumbrecita, en Córdoba, todo eso empezó a articularse como una historia larval, una especie de embrión de novela. Otro día, en San Pedro, tomó de golpe su forma completa. La imaginé del principio al fin en una noche de insomnio y a la mañana siguiente se la conté a mi mujer Sylvia (Iparraguirre). Ella me dijo: "Pero ya está, sólo tenés que escribirla". Me lo hizo ver tan fácil que me senté a escribir. Los problemas empezaron después: tardé cinco años en terminarla.

—Van Hutten afirma que Jesús era hijo de Dios pero que, pese a esta condición, fracasó en su misión en la Tierra. ¿Cómo surge la historia de ese evangelio apócrifo?

—Para mí, Judas no traicionó a Jesús: cumplió con un mandato. Hubo, digamos, un pacto entre los dos: Jesús necesitaba ser traicionado, y en circunstancias muy precisas, para desatar una rebelión contra el Imperio romano. Ése es uno de los secretos que descubre Van Hutten en aquel evangelio arameo. Ni Jesús fue un personaje tan mansito como nos ha hecho creer la Iglesia, ni los evangelios que hoy leemos son contemporáneos de Jesús. Nuestros evangelios son textos muy tardíos, y forman un canon que se estableció, para conveniencia de Roma, en el siglo del emperador Constantino. Lo que Van Hutten dice haber hallado es un texto original, una epístola escrita en arameo que, como él mismo lo define, resultó algo así como el manifiesto comunista de Dios.

—Y Jesús, según el protagonista, viene a proponer la revolución social. Ahí despunta en usted el intelectual de izquierda...

—Exactamente. Sólo que, para hablar con propiedad, el intelectual de izquierda fue el propio Jesús. "Bienaventurados vosotros los pobres..." Esas palabras no las inventé yo. Están en los evangelios, y no cito otras peores, a ver si nos llevan presos. (Se ríe).

—Usted tuvo formación salesiana y hasta pensó, en su adolescencia, en convertirse en sacerdote.

—Eso fue más bien en la preadolescencia. Estudié en un colegio salesiano. Quería ser misionero en África. También, por un abominable pecado de orgullo, quería ser santo. Lo que hubiera sido un imperdonable error, porque tengo un carácter pésimo. Cuando terminó ese año lectivo, los sacerdotes nos prohibieron ver la película Dillinger (la historia de un gangster al que llamaban "el enemigo público número uno"). A partir de ese verano, ya tenía menos propensión a salvar almas que a ser el enemigo público número uno. Después, viviendo en San Pedro, me asaltaron otras vocaciones seglares. Aprendí a boxear, a jugar al ajedrez y me enamoré de la chica más linda del secundario. Ahí empecé a hacer versos.

—En una entrevista usted dijo que lo importante no era si creía o no en Dios. Lo importante era, en caso de que Dios exista, que éste creyera en usted. La asocié con una frase que dice: "Yo todavía creo en Dios, pero él ya no cree en mí".

—Antes de contestar le voy a hacer una pregunta yo: ¿Usted cómo escribe Dios, con mayúscula o con minúscula?

—Con minúscula.

—Bueno, yo soy ateo, pero escribo Dios con mayúscula. Si escribimos Zeus, Alá o Júpiter, con mayúscula, me resisto a escribir Dios con minúscula. Si escribo Pinochet o Videla con mayúscula, por qué voy a minimizar esa abismal palabra poética. No creo en Dios, en efecto. Pero estoy convencido de que incluso para ser cristiano no hace ninguna falta creer en Dios. Esa hermosa y amarga frase que usted cita, ignoro de quién es, pero seguramente no la escribió un ateo sino un espíritu muy religioso, aunque desdichado. No me parece que si Dios existe esté muy molesto con los que no creemos; debe tener un problema mucho más serio con los tipos como Bush, que, según dicen, creen en él.

AQUELLAS REVISTAS.

En 1959, tras alejarse de la revista Gaceta Literaria —dirigida por Pedro Orgambide—, Castillo fundaría, junto a Humberto Costantini y Arnoldo Liberman, El Grillo de Papel, publicación que tendría una vida tan intensa como efímera. En el segundo número se sumaría al staff una joven, por ese entonces aspirante a poeta, Liliana Heker.

La postura nada ortodoxa, fermental y de debate en los círculos de izquierda, fue la excusa perfecta para que, seis números después, un decreto policial del gobierno constitucional de Arturo Frondizi, fechado en 1960, echara por tierra a El Grillo de Papel y otras publicaciones como Che, Fichero y la revista humorística Cuatro patas. Unos meses después, con el material que quedó pendiente de El Grillo..., Castillo y Heker, deciden dar a luz otro insecto literario. Esta vez, de un material más noble y perecedero que el papel: El Escarabajo de Oro, título que remite al cuento homónimo de Poe, y que fue sugerido por Ernesto Sábato.

El primer número de El Escarabajo... salió a la calle el 28 de abril de 1961. De frecuencia bimestral y catalogada "de izquierda" por sus responsables, en su interior se advertía que se trataba de una revista sospechosa. La publicación, trascendental para la vida cultural argentina, pronto alcanzó proyección latinoamericana, transformándose en un referente ineludible de este tipo de publicaciones. Por su consejo de colaboradores pasaron escritores como Cortázar, Sábato, Dalmiro Sáenz, Beatriz Guido, Augusto Roa Bastos, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Miguel Ángel Asturias, Fernández Retamar y el poeta español Félix Grande, entre otros. Los textos publicados proponían encendidos debates sobre cultura y política. Sus personajes eran los grandes íconos de la época: Sartre, Simone de Beauvoir, Juan Rulfo, Camilo Torres, pasando por Marlon Brando o el Che, hasta los poetas beatniks como Lawrence Ferlinghetti y Allen Ginsberg.

Unos años antes del cierre de la publicación, se sumaría a la redacción una joven estudiante de Letras, Sylvia Iparraguirre, a quien el autor conoció durante una charla en la Facultad de Buenos Aires. El último número de El Escarabajo... correspondió a septiembre del 1974.

—¿Cuáles eran las diferencias entre El Escarabajo de Oro y otras revistas literarias de la época, inclusive con El Grillo de Papel?

—Vista por nosotros era una revista más de las tantas que se publicaban en los años sesenta. La diferencia es que era la nuestra. Puedo explicar mejor en qué se diferenciaba de El grillo... El Escarabajo de Oro fue más frontal, más combativa, un poco menos juvenil y mucho más polémica. La divisa de El Grillo de Papel, la eligió Liberman y era: "Gris es toda teoría, verde el árbol de oro de la Vida", del Fausto de Goethe. La de El escarabajo... la tomé de Nietzsche: "Di tu palabra y rómpete". La distancia entre esas dos frases creo que explica mejor la diferencia entre nuestras dos revistas.

—Editar hoy una revista literaria de las características de El Escarabajo... sería impensable por un tema de independencia, costos, distribución y publicidad. ¿Cómo era el trabajo de redacción y de distribución entonces?

—La redacción de la revista, aparte de ser un alegre caos, era algo así como una improvisación perpetua. Nos reuníamos en la casa de mi tía o en el Café Tortoni. Empezábamos a discutir o a leer a las ocho y media de la noche y terminábamos a las seis de la mañana. Nuestra única regla de oro era publicar aquello que nos gustaría leer. La distribución, por decirlo de algún modo, era manual. Una vez leí que Sartre distribuía Les temps modernes en bicicleta. Si nada menos que Sartre podía hacer eso en París, nosotros podíamos hacerlo a pie en Buenos Aires. Para el resto de la Argentina y para el exterior, mandábamos por correo grandes paquetes a librerías o a gente amiga. No era una revista multitudinaria: editábamos cinco mil ejemplares y se vendían todos. Con cada edición, pagábamos la siguiente.

—También se priorizaba a los nuevos narradores. ¿Recuerda quiénes participaron en la experiencia?

—De un modo u otro, casi todos los jóvenes que luego escribieron en la Argentina. Rozenmacher, Piglia, Briante, Costantini, Blastein, Juan Martini, Orgambide, Bernardo Jobson. También uruguayos, como Mario Benedetti y Ángel Rama. Y, naturalmente, Liliana Heker y Vicente Battista, ya que ellos hacían conmigo la revista. Más tarde apareció Sylvia. Entre los poetas, estaba Alejandra Pizarnik, aunque como colaboradora distante. Y los que entonces eran los monstruos sagrados: Marechal, Cortázar desde París, Beatriz Guido, Juan José Manauta, Bernardo Kordon. Además de cineastas como Torre Nilsson o pintores como Carlos Alonso. También Sábato y Roa Bastos, que incluso solían venir al Tortoni. Hasta Miguel Ángel Asturias, Ciro Alegría y Manuel del Cabral, pasaron algunas vez por esas reuniones.

—En la obra teatral Israfel (1964), usted transformó a Poe en uno de los personajes centrales. ¿Cómo surgió la idea?

—La obra se publicó en 1964, pero su primera versión es de 1959.Tenía veintiún años y acababa de leer un libro abominable sobre la vida de Poe. Le dije a mi novia de adolescencia: "Algún día voy a ser famoso para refutar a este imbécil". Una tarde, antes de sacar El Grillo de Papel, había una reunión en casa donde venían Costantini, Liberman y otros escritores. No tenía nada nuevo para leerles y, en una o dos horas, escribí de un tirón lo que hoy es el primer acto de la pieza. Lo hice irresponsablemente, sin documentarme, como una especie de juego. Costantini me preguntó: ¿Y cómo sigue? No sé, le dije. Tenés que terminar de escribir eso, me dijo él. Ahí empecé con las biografías y los apuntes. Y me di cuenta de que sabía muy poco de Poe, y casi nada de teatro. La corrección final es de 1966, cuando fue estrenada.

EL ANIMAL QUE RESISTE.

En 1976, Castillo, Heker e Iparraguirre crearían El Ornitorrinco, publicación que, junto a las ya mencionadas, se convertirá en una de las revistas literarias más emblemáticas de América Latina. Por su consejo de redacción desfilaron nombres como Augusto Roa Bastos, Cortázar, Sábato, Haroldo Conti y Nicanor Parra, entre otros. Durante una década, este extraño animal se transformó en un medio de resistencia, un espacio de luz, en medio de la oscuridad reinante.

—¿Cómo era la "cocina" interna de la redacción? ¿De qué forma elegían los artículos y se las ingeniaban para sortear la censura imperante?

—No difería mucho de las otras dos. Caos, improvisaciones y, sobre todo, ganas. Sólo éramos más clandestinos y, quizá, corríamos más riesgo. Elegíamos los textos y escribíamos con más cuidado. Debíamos hacer que el lector argentino leyera entre líneas. Eso no nos impidió hablar de la guerra del Beagle, de la locura militar, publicar autores más o menos prohibidos o dedicarle un editorial a Pérez Esquivel, acusado de comunista por la dictadura. También dimos a conocer el primer manifiesto de las Madres de Plaza de Mayo por los desaparecidos, que los diarios se habían negado a publicar. Pero mentiría si dijera que éramos del todo conscientes. Para mí, lo esencial siempre fue la literatura, entendiendo por literatura la dignidad de ser escritor. Hay ciertos momentos históricos en que la ética y la estética son más o menos la misma cosa.

—Teniendo en cuenta los debates y polémicas que se daban entre los intelectuales en la década del 60 y 70 (incluso en El Ornitorrinco usted polemizó con Cortázar sobre cuál debía ser el papel que debía asumir el escritor comprometido con su época). ¿Recuerda cómo surgió esa polémica?

—La polémica que publicamos la escribió Heker, no yo. De lo que hubiera sido mi respuesta quedan por ahí algunos borradores. Heker, por supuesto, contestaba por todos, y ésa era tanto su posición como la mía y la de la revista. Cortázar llegó a sostener desde París que todos los que tenían algo que decir, en la Argentina, debían irse y luchar contra la dictadura desde afuera. Pensaba, y pienso, que eso era un disparate, que equivalía a desconocer lo que ha sido siempre la resistencia interna en cualquier país del mundo. En plena invasión nazi en Francia estaban y escribían Camus, Sartre, Simone de Beauvoir y toda la llamada generación de entre guerras. No juzgaba ni juzgo a los escritores argentinos que debieron irse, lo que por otra parte no era el caso de Cortázar, quien estaba fuera de la Argentina desde los años cincuenta. Digo simplemente que, pudiendo uno quedarse, no veía ninguna razón ética o política para elegir el exilio. ¿O no estaban acá las Madres de Plaza de Mayo? ¿O no se dio, en esos años, un fenómeno cultural como Teatro Abierto, que congregó a cientos de artistas y fue un movimiento contestatario masivo como no se ha visto otro en la Argentina? ¿O no salían otras publicaciones literarias como la nuestra? ¿O no vivían acá intelectuales de la revista Punto de Vista o de Contexto? ¿O no estaba, sobre todo, la clase obrera, con sus dirigentes y sus paros y sus protestas? Y los muertos, por supuesto. Pero esos muertos que hoy todos honran, fueron muertos y son honrados porque se quedaron. Cortázar era un gran escritor, era mi amigo y sé que me quería. Nosotros lo admirábamos y no hay quien no le deba algo, pero, con todo respeto, vivía en París y no tenía la menor idea de lo que sucedía dentro de la Argentina. Esto no es un juicio contra los que debieron irse, jugándose quizá la vida, ni siquiera contra Cortázar ni contra los intelectuales y artistas que lucharon desde afuera. Lo que digo es que hay muchas maneras de oponerse a una dictadura, no sólo irse. Por otra parte, en 1993 el propio Cortázar habló conmigo y reconoció, públicamente, que había juzgado superficialmente lo que pasaba en nuestro país.

EXISTENCIALISMO FILOSÓFICO.

—Hay escritores que afirman que la noción de compromiso y la ilusión de una literatura que incida en la realidad murieron con Sartre...

—Sí, lo he oído. Pero cuando se tiene mi edad se han oído tantas pavadas. Lo que no parece entender cierta gente es que el concepto de compromiso es un poco anterior a Sartre. La Divina Comedia, por ejemplo, no precisó de las teorías de Sartre para existir. Ni nacieron ni murieron con él. Es más o menos como pensar que antes de la Ley de la Gravitación Universal las manzanas no se caían de las plantas, o que dejaron de hacerlo cuando murió Newton.

—Se lo pregunto porque El Escarabajo de Oro se caracterizaba por su adhesión al existencialismo, al compromiso "sartreano" del escritor.

—Siempre hubo un pequeño malentendido. Adhiero al existencialismo filosófico, pero nunca estuve muy de acuerdo con Sartre en su teoría política del compromiso literario. Creo en el intelectual comprometido, sea escritor, periodista, o filósofo. Pero nunca postulé una literatura de ficción comprometida. Lo que un escritor compromete, como hombre, es su persona, su cuerpo, sus ideas explícitas. No sus novelas, ni sus cuentos, ni sus versos. Puede hacerlo o no. Uno llega a la literatura con una idea previa del mundo, de la libertad, de los conflictos sociales y del amor. Si debo hablar sobre los desaparecidos o sobre los chicos que se mueren de hambre en la Argentina, redacto un ensayo o un panfleto, no espero a que se me ocurra una novela sobre el tema. Y si tengo ganas de escribir una historia de fantasmas, lo hago. El primer compromiso de un poeta o de un escritor de ficciones, de un artista, es con su arte.

—Hablando de compromiso, ¿cómo ve la situación de las revistas culturales actuales?

—Difícil, mucho más difícil y penosa que en los sesenta. Hay algo que puede llegar a ser peor que la censura política: la censura económica. Todo el mundo tiene el derecho teórico a publicar lo que piensa. Sólo que cuando se tiene dinero ese derecho es un poco más practicable. Las chicas y muchachos escritores que sacan revistas literarias no se caracterizan por sus cuentas bancarias.

—¿Y cuál cree que debe ser el rol del escritor en estos tiempos?

—El mismo de siempre: intentar ser un buen escritor. Si además es lúcido y tiene un mínimo sentido moral, mejor. Nunca entendí a esos artistas estratosféricos que se conmueven muchísimo por un crepúsculo o por la belleza de una mujer pero miran para otro lado cuando se les habla de la miseria.

—En muchos de sus relatos (como "El cruce de Aqueronte") aparecen personajes alcohólicos que son presentados por el narrador con comprensión y hasta con cierta empatía. Hubo grandes escritores que también fueron grandes bebedores: Poe, Hemingway, Faulkner, Dylan Thomas, Bukowski, Kosinski, Onetti... ¿Cuál fue o es su relación con el alcohol?

—"El cruce..." se publicó como relato a fines de los años setenta, y después pasó a ser el segundo capítulo de El que tiene sed. Yo bebí mucho, durante demasiado tiempo. Espósito (Se refiere a Esteban Espósito, el protagonista del relato y la novela), es algo así como mi alter ego, cambiando, naturalmente lo que hay que cambiar. Mi relación con la bebida, que es como decir mi relación con la locura, está, de algún modo, testimoniada en ese libro.

—Lo de Espósito es digno del Guinness: bebe sin parar durante veinte horas. Si Dylan Thomas hubiera leído ese relato sentiría una sana envidia...

—(Se ríe) Bebe bastante, en efecto. . . Y es una lástima, porque creo que nunca llegó a comprender lo que yo comprendí hace muchos años: para escribir, para amar, para pensar, lo mejor es estar sobrio.

—Otro tema presente en su obra es la traición. Pienso en El otro judas, por ejemplo...

—La traición parece ser, más bien, una constante de la literatura argentina, para no hablar de la realidad, ¿no? La traición está presente en Arlt, en Borges, o en el tango. Lo raro es que en El otro Judas no hablo de la traición. Mi Judas nunca traicionó a Jesús: pactó con él, le obedeció. Llevado a su último extremo, podría decirse que es Judas quien se siente traicionado por Jesús. Pero, es cierto, en otros textos míos la traición es un tema recurrente. Ignoro por qué sucede eso. Tal vez, porque soy rioplatense. Uno siente que nos vienen traicionando más o menos desde la Revolución de Mayo.

—¿Qué hubiera sido de no ser escritor?

—No sé. Tal vez un delincuente común, tal vez aquel enemigo público número uno de mi niñez. Si es que escritor y enemigo público no son más o menos la misma cosa.

—¿Cómo es el proceso a la hora de escribir? ¿Cómo nace un relato, a partir de una imagen, una frase o una situación?

—Nunca de una imagen, ni siquiera estoy seguro de saber qué es una imagen cuando se habla de literatura. Tampoco de una frase, salvo que esa frase signifique una idea, y que esa idea, de alguna manera, cifre el sentido del relato. En los cuentos escribo a partir de una situación que, generalmente, es la escena última que es al mismo tiempo el significado total, y el momento en que se cierra esa historia. Un compatriota suyo ya lo dijo mejor que nadie. Horacio Quiroga, siguiendo a Edgar Poe, explicó para siempre cómo se escribe un cuento.

—El personaje de Las mil y una noches tiene que contar un cuento cada noche como forma de sobrevivir. ¿En su caso por qué escribe?

—Todos los escritores mienten cuando explican por qué escriben. No sé por qué escribo. Nietzsche decía que hay que llegar a ser lo que se es: tal vez ahí está la respuesta.

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