por Mercedes Estramil
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En el espacio, a cuatrocientos kilómetros del planeta Tierra, hay vida humana girando. No de cualquier manera ni por cualquier motivo, sino encerrada en un cubículo sin gravedad, viajando a una velocidad de veintiocho mil kilómetros por hora, completando alrededor de la tierra dieciséis órbitas por día y con propósitos de investigación. Para esos humanos que giran, la “casa” es una plataforma espacial de unos cuántos módulos, la “familia” son sus compañeros de travesía, y el objeto observado es el pequeño punto azul pálido del que escribió Carl Sagan. De eso trata Orbital, la última “novela” de Samantha Harvey, escritora inglesa nacida en Kent en 1975. Si fue la rareza del texto (llamarlo novela es tan extraño como decirle ensayo), la suntuosidad de la prosa o la humanidad del contenido lo que le dio el Premio Booker, no importa. Habría que remontarse a 1979, cuando Tom Wolfe publicó Elegidos para la gloria. Lo que hay que tener, para toparse con un híbrido similar. En aquel caso, Wolfe contaba “lo que había que tener” para ser astronauta y demostraba que los pilotos de prueba eran los más preparados para la aventura espacial. No era el juego de niños de la televisión o el cine, sino un tour de force de resistencia física y mental para soportar las innumerables presiones de la lejanía. En Orbital, Harvey coloca a personajes que pasaron esas pruebas y muestra cómo es, de verdad, en la microgravedad, navegar por el espacio. La única parte “cinematográfica” es el despegue desde Cabo Cañaveral, cuando los flashes los muestran como héroes.
Un sarcófago cósmico. O una cuna. La plataforma internacional en la que viven durante nueve meses cuatro astronautas —una inglesa, una japonesa, un estadounidense y un italiano— y dos cosmonautas rusos (la denominación diferente es una rémora de la guerra fría y la “carrera espacial”) es, en todo caso, una casa que hay que limpiar y proteger. Están ahí de inquilinos, pero es suya en ese tiempo. Y Harvey muestra la vida de los seis ahí: Nell, Chie, Shaun, Pietro, Anton y Roman. No son los típicos personajes de una novela espacial en la que hay romances, peleas, alienígenas invasores, roturas inesperadas, meteoritos al acecho. Harvey cuenta otra cosa y provoca que eso que cuenta deslumbre precisamente porque carece de espectacularidad de acción y opta por sintonizar con la contemplación y la reflexión, que en narrativa parecen pagar menos. Aquí no pagó poco porque Orbital ganó el Premio Booker y fue finalista del Úrsula K. Le Guin.
La historia transcurre en un día durante el cual los astronautas hacen gimnasia, trabajan, evocan, observan y fotografían la tierra. Precisan entrenar y someterse a una gravedad simulada porque en el espacio los músculos y los huesos se debilitan, la microbiota se altera, las arterias se endurecen. Trabajan monitoreando ratones, microbios, células propias. Cada uno tiene un anclaje emocional en la tierra, pero la autora no carga las tintas ahí. El relato acompasa el dolor o el amor sin llevar la distancia al melodrama. Chie acaba de perder a su madre y hace listas de todo lo que le molesta y lo que la ilusiona; Anton relaciona un pequeño bulto en su cuello con el desamor en su matrimonio; Pietro recuerda la intimidad con su esposa aunque fantasee en sueños con una tripulante; Nell ha vivido más tiempo lejos de su marido que cerca de él; Roman piensa en su hija y busca radioaficionados por el éter; y Shaun conserva una postal vieja de su esposa en la que ella le resumía un estudio estudiantil sobre Las meninas, de Velázquez, que él había olvidado. Hallar el sentido del cuadro es análogo a hallar el del universo. Dónde el creador ha puesto el foco, quién mira a quién.
La conquista del espacio. Lo más novedoso de Orbital es la prosa que emplea: delicada, sublime, como si flotara al límite del lirismo y la epifanía. Por momentos exalta, en otros adormece esa voluntad de transmitir la belleza y la magnificencia del planeta. Pero nunca olvida que toda misión es un componente más de la conquista del espacio, desde los jalones del primer alunizaje en 1969 de Aldrin, Armstrong y Collins, la tragedia del Challenger en 1986, hasta los siguientes y futuros viajes a la Luna, o a Marte, o a donde sea. Los personajes saben el precio multimillonario que cuesta esa conquista (solo en el despegue de su cohete se quema “el combustible de un millón de coches”) y cómo en cambio esa tierra que fotografían es descuidada y agredida: “Cada remolino rojo o fluorescente de algas en las aguas contaminadas, sobreexploradas y cada vez más cálidas del Atlántico se debe en gran medida a la mano de la política y de las decisiones humanas. Cada glaciar en retirada, […], cada vertido de petróleo que arde, la decoloración de un pantano mexicano que delata la invasión de jacintos de agua que se alimentan de aguas residuales sin tratar, un río distorsionado y desbordado por la lluvia torrencial en Sudán, Pakistán, Bangladés o Dakota del Norte, o el virar al rosa de unos lagos que se evaporan, o los escapes marrones del gran Chaco procedentes de las explotaciones ganaderas…”. La mano de la política, señala Harvey, es visible en ese cambio de colores que los personajes observan desde el espacio con instrumentos especiales. Orbital es, más que nada, el resultado de una minuciosa observación en aras de un mensaje pacifista. Si las sondas que atraviesan el espacio interestelar cargan la esperanza de llevar a otras “civilizaciones” algo de esta (música clásica, cantos de ballena, balidos de ovejas, voces humanas, etc.), este raro espécimen de Harvey busca generar en el lector humano —en vías de poshumanidad— una comprensión más amplia de lo que es este mundo a través de su descripción objetiva, desde muy afuera de lo mirado.
Allá arriba (o abajo) la paz no es un mandato sino una necesidad vital: el agua que los astronautas consumen es el reciclado de la orina y el sudor de todos, un detalle humildísimo. Humilde es también Orbital, aunque su narrativa contenga la vanidad obvia de una escritura que apunta a ser “original” y a abrir los ojos a la “familia flotante” de aquí abajo.
ORBITAL, de Samantha Harvey. Anagrama, 2025. Barcelona, 191 págs. Trad. de Albert Fuentes.