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Cómo Internet nos robó la privacidad

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Proclamar la libertad pero vigilar desde las sombras. Esta es una de las tantas paradojas de la era digital que analiza el prestigioso sociólogo belga.

Dos metáforas aparecen en el título del libro, De Orwell al Cibercontrol de Armand Mattelart y André Vitalis. La primera refiere al “Gran Hermano” de la novela de Orwell, aquella ficción que alertaba sobre el estalinismo y su intrusión en la vida íntima de la persona. La segunda tiene que ver con la enorme cantidad de datos personales que cada usuario entrega a la red de “amables hermanitas” –entiéndase: PC, laptops, tabletas, celulares inteligentes, etc., conectadas a Internet– acto que se lleva a cabo de forma más o menos voluntaria y más o menos libre, siendo consciente que esos datos, hace unas décadas, se hubieran considerado estrictamente privados.

Es la sociedad globalizada en la que el comunismo ha sido sustituido como esperanza por el consumismo, y la amenaza principal es el terrorismo fundamentalista. Centrándose en el caso francés, pero usándolo como ejemplo de un proceso general, Mattelart y Vitalis muestran las raíces profundas de este estado de cosas. Si bien al hombre del siglo XX que sobrevive en el XXI lo pasma el vértigo tecnológico, no es menos cierto que la ambición estatal de fichar, si no a todos los ciudadanos, por lo menos a las “clases peligrosas”, para prever sus desbordes y violencias, está en las raíces del sistema liberal. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), junto con las libertades que hoy consideramos derechos básicos, se consagra el derecho a la seguridad. Que puede y debe entenderse como la obligación estatal de velar para que los ciudadanos no sean despojados de sus libertades. Pero que también puede interpretarse, de acuerdo a lo que sugería Dupont de Nemours a Luis XVI en 1787, que “Nada es más útil al Estado que una libertad proclamada y una vigilancia oculta.”

Fue así que, empezando por los criminales reincidentes, pero tendiendo a abarcar amplios grupos poblacionales “de riesgo”, fueron creciendo a lo largo del siglo XIX los ficheros policiales, con cada vez más datos biométricos sobre cada vez más ciudadanos, incluyendo las huellas digitales y, más hacia estos días, muestras de ADN, restringido esto último por ahora a delincuentes violentos reincidentes. Pero el cambio de las últimas décadas, a la vez cualitativo y cuantitativo, vino de la mano de la informática y las redes sociales. Por un lado la informática permite procesar, clasificar y rescatar –en muy breve tiempo– una enorme cantidad de datos, y no solo a nivel estadístico sino también individual. En segundo lugar, el acceso a la informática no sólo del Estado sino de la empresas, le abre al tema un costado comercial: no se trata sólo de prevenir la bomba que fulano o mengano quieran poner en tal o cual cadena o centro comercial, sino también de hacerles llegar -de paso- las ofertas a los clientes del modo más personalizado posible. En tercer lugar, y con la instalación de “cookies” en las computadoras personales, se crea la posibilidad de violar la correspondencia electrónica de cualquiera, incluso con su consentimiento, más o menos informado. Antaño, en el tiempo de las cartas y postales, para intervenir la correspondencia de alguien era necesario interceptar el sobre, abrirlo, leer o copiar el texto. Hoy en día los usuarios de Internet dejan tras de sí un rastro virtual y vitalicio de datos personales.

El cambio más preocupante, en términos de derechos, es que para prevenir delitos violentos la condición de sospechoso es previa al crimen. Tal vez no se castigue, tras cribar todos sus emails, posts y tweets, a quien no sea culpable pero lo parezca. No es menos seguro, sin embargo, que mucho de su vida privada deje de serlo en el proceso.

DE ORWELL AL CIBERCONTROL, de Armand Mattelart y André Vitalis. Gedisa, 2015. Barcelona, 232 págs. Distribuye Océano.

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