Un anarquista en Buenos Aires

El liberalismo de Hayek y el centralismo chino, hoy modelos en boga, “tienen en común el desprecio por la democracia”

Christian Ferrer cree que en la Argentina rige la obsecuencia, porque la espontaneidad y la irreverencia están prohibidas

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Christian Ferrer
(foto del autor)

por Fernando García
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Lo menos que podría esperarse en la casa de un dedicado divulgador del anarquismo es encontrar un escudo de la República Argentina en la escalera que lleva a su espacio, un generoso living abarrotado de libros, en una antigua casa chorizo en el barrio de Almagro. Más aún, en una pausa de esta larga conversación, al recorrer con la vista los estantes se distingue una bandera de plástico del tipo de las que los vendedores ambulantes reparten en las fechas patrias. A Christian Ferrer, la observación lo toma por sorpresa. “Yo soy argentino, uno tiene una patria. Lo que yo no creo es en fronteras. Argentina es un país más fácil de amar que de admirar, pero yo nunca podría irme de acá”, asegura el autor de El cielo fuera de quicio (Random House, 2025). Después de ocuparse de figuras esquivas como el ensayista Ezequiel Martínez Estrada y el maudite Barón Biza, Ferrer (Santiago de Chile, 1960) arremete con un ensayo que juega el juego de los separados al nacer con el economista austríaco Friedrich Hayek y la “dinastía” del Partido Comunista Chino. “Dos modelos que están en boga y que tienen en común el desprecio por la democracia”, advierte el autor que elude la escritura de la sociología y la ciencia política para el “espejeo” que propone.

Usted escribe en un pasado paradojal. La mirada geopolítica y filosófica es de hoy pero mientras se lee este libro parece sumergido en un relato del siglo XIX…
—No me molesta para nada esa impresión.
No lo pensé como algo negativo, sino que es una característica que desafía ciertas convenciones del ensayo…
—Tu sorpresa revela que en este país hace unos 25 años que la espontaneidad y la irreverencia están prohibidas. Lo que rige es la obsecuencia. Un obsecuente lo es cuando dice que sí pero también cuando le dicen que diga que no. Yo soy todo lo contrario en ese sentido. O me obligan a callar o hago esto.
¿Por qué hace 25 años?
—Hasta más o menos 2001, el recuerdo de las dictaduras de todo el Conosur estaba fresco. El punto es que en ese momento algo cambió. Y tuvo que ver con el primer sobresalto de la democracia. No solo en términos económicos como se cree, sino que saltó por los aires, sin llegar a evidenciarse del todo, el hecho de que la democracia era mejor que la dictadura pero que al mismo tiempo era el pacto posible entre las elites económicas de los países y los políticos para repartirse la torta de acuerdo a la proporción accionaria de cada uno. Eso volvió a saltar por los aires hace dos años con la elección de Milei. Después de 2001 nadie había votado a Menem como tampoco habían apoyado a la dictadura. En una primera etapa eso implicó que todo pensamiento crítico fuera dirigido contra los malos. Para 2010, con los festejos del Bicentenario, Argentina parecía un paraíso de los derechos de minorías, de todo tipo de identidades que se vivía como una fiesta, y digo fiesta en el sentido de que cuando se festeja nadie ve lo que pasa realmente. Por ejemplo, la catarata de cancelaciones que vino al poco tiempo. Un fenómeno mundial que tuvo su capítulo rioplatense y que implicó que ciertas formas de sátira, de irreverencia, de pensamiento muy libre, no fueran bien recibidos. Podía haber sarcasmo, sí, pero contra el otro.

¿Usted se sintió cancelado en ese período?
—No, yo siempre escribí como quise. Lo que no quita que uno no observe la conducta de los demás.
¿Y entonces?
—Es que alguien que profesa el anarquismo no era particularmente un problema. Entonces no se metieron conmigo. Por eso este libro tiene mi estilo pero con un énfasis en la irreverencia. Porque no le debo nada a nadie. Ni a la izquierda ni a la derecha. Ni tampoco al centro porque estoy afuera. Entonces es un texto atemporal sobre dos modelos que están en boga. El modelo de superproducción estatal capitalista chino y el modelo del libre cambio de índole autoritaria. Lo que queda ahí en cuestión es la democracia.

Que no está en ninguna de esas dos visiones…
—No. Los pensadores liberales que están en boga hoy eran enemigos de la democracia. Porque la democracia son las masas y ellos defienden la libertad personal como pilar de la sociedad. Y en el caso de los chinos la idea de libertad no existe. En el fondo los dos modelos quieren lo mismo y por eso se espejean en mi libro. Por otra parte, la idea del libro es que las ideas, la inteligencia, la conciencia, los sistemas teóricos no son más que epifenómenos de pasiones e intereses que anidan profundamente en el cuerpo y el deseo de cada persona y de ahí vienen todas las luchas por el poder. En el fondo, lo que me gusta es contar historias cuyos protagonistas son seres humanos con pasiones tales que no les impidieron mandar a asesinar a millones de personas o apoyar dictaduras.

¿Y qué es lo que produjo esa fascinación pop por Mao en los 60 y ahora una idealización del modelo chino?
—Es la idea de tener un amo o un ama buena. Hay cierta cosa ingenua y representa esa mentalidad de que hay una vanguardia en el poder que sabe lo que el pueblo necesita sin fisuras. Los votantes se vuelven adictos y eligen su droga y la misión del poder es como narcotizarlos. Ahora, tanto Hayek como la forma china descreen de la democracia porque es dominio de la multitud y el desorden. Milei afirma a Hayek porque el tampoco cree que liberalismo y democracia sean del todo compatibles. El desarrolló una especie de filosofía moral de la libertad con Camino a la Servidumbre que es su libro más leído. Yo mismo lo leí a los 18 años cuando también estaba leyendo El hombre rebelde de Camus, los textos de Orwell o Walden de Thoreau. Por eso me considero más formado en la contracultura que en la izquierda. El tema fue cuando le dieron el Premio Nobel que le dio notoriedad y se vino a hacer turismo académico e ideológico por las dictaduras sudamericanas. Su visita fue cubierta por los diarios y algunas revistas. El turismo ideológico de derecha que hizo es igual de criticable que el de aquellos que peregrinaban a La Habana o a Hanoi, como Susan Sontag y Sartre, que también celebraba a Stalin. Al fin, los únicos cancelados de la historia fueron los nazis.
¿Y Hayek no lo era?
—Hayek no era antisemita aunque su familia sí y eso es fácil de comprobar aunque los seguidores prefieren eludir el tema. Se formó en el imperio austrohúngaro, un mundo germanófilo, donde la ley se cumple y se respeta la mano fuerte del emperador siempre y cuando sea benéfico. Por eso se fascina con Pinochet, porque sostiene el liberalismo económico con mano fuerte. Más delirante todavía es su admiración por Oliveira Salazar, un dictador que se pasó cuarenta años en el poder. El nazismo no le gustaba porque lo asociaba al dirigismo estatal pero sí que un dictador liberal pusiera coto a los excesos de la democracia. Pero a la vez me hice la pregunta: ¿por qué todos mis amigos progresistas hablan mal de Hayek y nunca lo leyeron? A mí me molesta mucho la opinología, esa especialidad argentina exacerbada por las redes sociales. Pero siempre hubo una necesidad de intelectuales, figura muy discutible por cierto… La gente cree que un intelectual debe buscar el bien social o la justicia y en realidad la mayoría de las veces son los consejeros de personajes más bien dudosos.

Podría pensar que un intelectual es alguien que piensa su tiempo. ¿Está mal que a usted se lo llame intelectual?
—Todo intelectual que forme parte de un sistema de ideas cerrado para mi es un totalitario. No se puede saber nada. Cuando se cree haber llegado a un oasis conceptual resulta que es un espejismo. La realidad es móvil. Cuando un intelectual propone ideas sobre el futuro está haciendo lo mismo que un sacerdote o un político. Cada diez años baja una orden de Yale o de Harvard y se cambia toda la bibliografía. El pensamiento irreverente no tiene lugar ahí. Pensadores irreverentes, prefiero decirlo así, he conocido muy pocos en Argentina.
--¿Quienes?
--Bueno, Néstor Perlongher, Fogwill, que era caprichoso e irreverente a la vez, Tomás Abraham sin dudas. Es un estilo de pensamiento que no perdona a nadie. Cuando tomás posición por un líder o un partido te transformás en un (Ernesto) Laclau y haces turismo revolucionario por universidades. Quizás yo no sirva para eso. A lo mejor es solo un problema de histrionismo. Las ideas se encarnan en pasiones que no siempre son confesables.

¿Fue cooptada la palabra libertario?
—No, fue abandonada por el progresismo y por la izquierda. En los 60 ser un libertario era ante todo defender la consigna de la época: liberación. De las mujeres, de la familia, del tercer mundo. Luego se pasó a considerar la justicia social, la inclusión, el péndulo se fue hacia la idea de igualdad que es lo que empezó a predominar en las izquierdas. Esta gente no es libertaria, es estatista, populista, porque de otro modo no funcionaría. Personajes outsiders que no venían del criadero tradicional.
Eso de outsider se ha dicho de Trump también. ¿Usted cree que alguien como él puede ser antisistema?
—No, ninguno de ellos es antisistema para nada. Es más pertenecen a un sistema que busca destruir una idea cristiana clásica que es la compasión. A las elites económicas les conviene esto. El plan es romper los lazos que sostienen la compasión y esperar que el líder cumpla su promesa. Y eso no pasa nunca. Y la capacidad autodestructiva argentina es asombrosa. A ningún uruguayo se le ocurriría hacer eso con su país, por ejemplo. ¿Podemos volver al libro?
Sí, hablemos de ese lugar ficcional que le atribuye usted a Austria en el siglo XX…
—Es que con la desaparición del Imperio Austro Húngaro, que era gigante, se convirtió en eso, un país ficcional. Pero el nazismo nunca se fue desde la anexión. Hasta Kurt Waldheim, que llego a ser secretario de la ONU, tuvo un pasado nazi al punto que nunca pudo salir de los límites de Austria.

Bueno, el primer emergente de la actual ola europea de ultraderecha fue Jorg Heider, también austríaco.
—Si, curiosamente era gay. Señal de que la diferencia sexual dejo de ser contracultural hace tiempo atrás. Néstor Perlongher alguna vez me dijo que no quería ser gay, que él era marica. Porque la marica es escandalosa. En cambio, el gay solo quiere que lo dejen vivir tranquilo y se pueda sentar a comer con Mirtha Legrand.
¿Usted vota?
—No tengo la costumbre, quiero decir la adicción. Si siento que es necesario lo hago. Hay momentos.

Usted es uno de los primeros que se dedicó a pensar la tecnología en Argentina. En los 90, los primeros años de Internet producían textos celebratorios mientras que la ensayística de hoy es apocalíptica. A la vez no aporta soluciones. ¿Por qué cree que sucede esto?
—No creo que los pensadores deban proponer un mundo mejor. Foucault no lo hizo, por ejemplo. A fines de los 90 estaba el pensamiento revolucionario de izquierda que creía que la ciencia y la técnica iban a tener un lugar fundamental en el futuro. Yo sentía que era cuestión de tiempo hasta que el dinero y los servicios de inteligencia se ocuparan y así sucedió. La idea de torcer el desarrollo tecnológico a favor de aspiraciones más humanas o de una mejor hibridación me parece otra ilusión vendida por las mismas corporaciones. Hoy que sabemos que Internet es un lugar hiper vigilado. La pregunta que habría que hacerse es por qué la gente se autodelata a sí misma sabiendo que todo eso puede ser usado en su contra.
¿Por qué?
—Porque los beneficios de apuntalar el propio narcisismo son mayores que el miedo al control.
¿No hay reseteo posible?
—No. No se podrán cantar otras melodías que no sean estas.

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