Títeres, metáforas y lenguaje

El gran titiritero Philippe Genty protagoniza la película de Andrés Varela, una obra rara para el cine uruguayo

Filmada en la casa de Bretaña de Genty, exigió una larga convivencia entre protagonistas y equipo de rodaje

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Fotograma de <b>El niño que sueña</b>
(Cinemateca)

por Nicolás Alberte
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Después de un tiempo, que variará según cada persona, ver a un titiritero es ver una metáfora. LA metáfora. Las Moiras, Dios (tenga el nombre que tenga), el Destino, el Inconsciente freudiano, el Amor, El Capital, el gran Jefe oculto que está detrás de los que mandan. Hablar de marionetas es referirse a lo que nos dirige, a lo que está detrás, a lo que no vemos. Es ponerse, ineludiblemente, en el lugar del títere. El niño que sueña, de Andrés Varela, es un documental sobre la vida y la obra de un reconocido creador de espectáculos de teatro contemporáneo basados en marionetas llamado Philippe Genty. Pero, como suele ocurrir con los buenos documentales, la película es más que eso, pues se centra, con sutileza pero también inevitablemente, en la que quizás sea la más profunda de las metáforas de títeres, mucho más en esta época de algoritmos e inteligencia artificial: somos en realidad, los humanos, unas marionetas del lenguaje.

“Die sprache spricht” (el idioma habla), escribió Heidegger, una sentencia en la que, como suele ocurrir con sus “juegos de palabras”, una aparente tautología encierra una verdad ontológica profunda. No es el hombre, zoon logon echon, quien manda y ordena al lenguaje sino que, por el contrario, la lengua es la que abre las coordenadas históricas y existenciales del Ser en el mundo de los humanos. El lenguaje no es, por lo tanto, concebido como una propiedad del ser razonable sino como la circunstancia en la que ocurre, se manifiesta, el Dasein. Contemplada desde esta perspectiva, El niño que sueña es una película tan rara para el cine uruguayo como trascendente e internacional, en la que la peripecia vital de este “genio” (así lo define Varela en varias entrevistas) de las marionetas, y de las artes escénicas en general, bien podría ser considerada como un verdadero mito contemporáneo, Teseo en el laberinto del lenguaje.

 

La imagen desde afuera. César Charlone, Sebastián Bednarik y Andrés Varela, que durante varias temporadas trabajó como actor de la compañía de Philippe Genty, se mudaron a Francia para compartir durante más de un mes la vida de Genty y Mary Underwood, en una casa en medio de un bosque en la Bretaña. Una vida solitaria y silenciosa, rodeada de naturaleza y luz solar. La casa vista desde afuera, con muchas ventanas sin veladuras, parece, por momentos, la verdadera protagonista del documental, el escenario retratado con la capacidad habitual (y extraordinaria) de Charlone en el que una pareja de ancianos “actúan”, realizan, su historia de amor. Como espectadores, comprendemos que algo más se está cociendo ahí.

En los primeros minutos de película, Philippe Genty no habla. Es un anciano trabajando concentrado en un cráneo de marioneta, dibujando u observando imágenes en su computadora. Son otros logos los que se expresan por él. Por un lado: el pasado. Una revisión de su vasta obra teatral y una selección de secuencias de reportajes de otros tiempos, en los que su voz joven comenta los estímulos que lo llevaron a crear. Y, por otro lado, las personas claves en su vida: Mary Underwood, su compañera, Roy Genty, su hijo, y Eric de Sarria, su actor fetiche y escudero. Pero es sobre todo la casa, y la relación entre sus ocupantes, lo que constituye el núcleo de estas secuencias iniciales. “¿Se enamoró de Philippe o de las marionetas?”, le pregunta una periodista a Mary Underwood. “Al principio de Philippe…”, responde ella, con sorna. Y ese enamoramiento, por Philippe y por las marionetas, es lo que atestiguamos.

Así, a través de otras instancias discursivas, vamos descubriendo al protagonista del film. Un creador tan impactante y con una riqueza visual tan seductora, que por momentos sentimos la necesidad de abandonar la película para ponernos a buscar registros ampliados de los ejemplos que se nos brindan, en una selección hecha con esmero y evidente conocimiento de causa. Aprendemos que Genty, aunque desconocido para los uruguayos, es un marionetista ampliamente reconocido en Francia, y otros países, como uno de los mejores de todos los tiempos en su rubro, y lo que vemos en pantalla, da testimonio de ello. También sabemos que fue una inmersión profunda en el psicoanálisis, derivada de un conflicto por la muerte de su padre cuando él era niño, lo que hizo estallar las potentes imágenes oníricas que son la piedra de toque de su obra. El teatro, en su concepción, existe para quebrar la realidad, no para replicarla. La lengua habla de otra manera en sus creaciones. “Por el lenguaje muchas veces llegaba a escapar del lenguaje”, comenta Roy Genty. Es como si estuviéramos ingresando en un mundo de sueños en el que el protagonista es el inconsciente del espectador.

Justo al final de primer tercio de película nos enteramos por qué es que él no habla. Hace algunos años, la mañana después de una función en Noruega, Philippe se despertó con una parálisis y la capacidad de emitir sólo dos palabras, que ni siquiera estaban en su idioma, el francés, sino en el de su mujer, el inglés: “yes” y “no”. Descubrimos así cuál es el verdadero viaje: la lucha de un hombre y una mujer para recuperar el habla. O para vivir y crear sin ella. “Tu escritura no es fácil de entender, antes no era fácil, y ahora menos” le dice Eric de Sarria al Philippe afásico. “¿De qué habla el guión, grosso modo? ¿Habla de huidas?”, le pregunta.

 

La imagen desde adentro. “Si no puedo crear me pego un tiro”, dice Mary Underwood que le había confesado Philippe antes de tener el ACV. Lo que sigue, por lo tanto, es visto como la epopeya de un creador que ha coqueteado durante toda su obra con prescindir del lenguaje, y ahora es puesto, por el Verdadero titiritero (sea cual sea el nombre que cada uno le asigne a esa instancia), y con la ironía que lo caracteriza, en el lugar de una de sus marionetas.

“¿Quién es este Philippe que tenemos frente a nosotros?”, se pregunta, Roy, su hijo. Es entonces que los primerísimos primeros planos de su cabeza, de su cara, de sus arrugas, con esa cámara que parece querer meterse adentro del cráneo, alcanzan su verdadera dimensión. Y es entonces que le damos la justa medida al trabajo realizado por Varela, Charlone y Bednarik en esa casa de Bretaña. Un trabajo con un nivel de intrusión que podría resultar exasperante y artificial si no supiéramos que fue un largo tiempo de convivencia lo que posibilitó que esas personas expusieran hasta tal punto, y con tanta naturalidad, su intimidad. Una intimidad que, en el caso de Philippe, es, además, la intimidad de un ser en crisis, disminuido.

Dos ancianos se abrazan cariñosamente. Se tocan. Se acarician. Se dan palmaditas. Se besan en los labios. Hacen yoga en el jardín de su casa. Van al mercado. Sonríen. Cenan solos. Desayunan. Almuerzan con familiares y amigos. Él intenta sacar palabras de un pozo que está seco o muy revuelto. Toman vino. Van en su auto. Hacen su vida. El tema que nos guía a través de este laberinto, el hilo de Ariadna, es la lucha de Philippe por mantenerse activo, por realizar su próxima (¿última?) creación. Un buceo en el mar de su obra anterior del que emergen las escenas pero falta lo esencial: precisamente el hilo conductor. Eso que, aparentemente, sólo somos capaces de expresar con palabras. Las palabras que se le escapan al protagonista.

A diferencia de otros documentales en los que participó como director, guionista o productor (La Matinée, Mundialito, Maracaná, Benedetti, 60 años con luz…), Varela opta en este caso por dejar que las imágenes sean más expresivas que los diálogos. Confía en el silencio (uno diría que se ve obligado a hacerlo). El titiritero quiere que no haya hilos.

En determinado momento vemos a Philippe Genty manipulando el interior de la cabeza de una marioneta: ahí están los hilos que la mueven. Detrás suyo, su hijo Roy lo observa. Nosotros, atrás de la cuarta pared, sabemos que Philippe engendró a ese hijo, el de carne y hueso, mientras viajaba alrededor del mundo con ese otro hijo al que le abre la cabeza, Alexander, la marioneta. Y también se nos ha informado que dejó al bebé al cuidado de una mujer en Francia para poder seguir su viaje. Y hemos aprendido que el padre del creador murió cuando éste era niño, y que las pesadillas derivadas de la culpa de pensar que había sido él quien lo había matado, son el origen de la obra que justifica este documental. Ahí está el laberinto en toda su dimensión. La escena, el lugar en el que ocurre todo, podría muy bien ser el inconsciente. Nuestro inconsciente.

“El teatro visual me permite abrir al espectador puertas sobre sí mismo, quizás para explorar sus propios universos interiores” escuchamos a su voz en off decir en un reportaje, mientras vemos imágenes de su obra La fin des terres, de 2006

Cortar los hilos. Hacia el final de la película, mientras vemos una secuencia de 1976 en la que Philippe está manejando a la marioneta de Pierrot, escuchamos su voz en off: “El tipo de relación que existe entre Pierrot y el manipulador es muy extraña, no es un doble, no es un dios y su creación… Hay algo más… Y hay un momento en el que Pierrot se da cuenta de que está siendo manipulado por hilos, y llega al punto en que es realmente humano, más humano incluso que el titiritero que lo maneja.” Entonces, nos informa una locución, “Pierrot decide cortar los hilos que lo unen a su marionetista, cometiendo, de hecho, un suicidio”.

Al igual que ese personaje, que decide tomar las riendas de su vida para, en realidad, perder el control, Philippe, en la película de Varela, mientras sonríe solo como un niño que sueña, podría muy bien representar el papel de una de sus creaciones. Habiendo perdido los hilos que controlan el lenguaje, se escinde del artista que vive en su pasado, y se convierte en el ser que exprime sus últimos años con dignidad y un amor profundo por su compañera y su vida. El creador que antes escenificaba el mundo de los sueños, ahora es el protagonista de en una historia de amor en la vigilia. Privado de la guía del lenguaje, no consigue regresar a aquello lo había hecho escapar en una primera instancia, el hilo de Ariadna se rompió y sólo queda el laberinto.

El niño que sueña se convierte, de facto, en la verdadera última obra que el titiritero está buscando crear. Sólo que, en esa obra, él ya no es el que mueve los hilos. En una entrevista reciente, Varela declaró que Genty, al ver la película, elaboró con mucho esfuerzo (y algo de ayuda, uno sospecha) una lista con una veintena de cosas que debería sacar para hacerla mejor. Desde la distancia, es inevitable que surja el deseo de conocer esa lista, pero también se agradece que Varela no le haya permitido al gran titiritero seguir moviendo los hilos de sus marionetas. Está bien así como está.
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EL NIÑO QUE SUEÑA, Dirección, guión y producción: Andrés Varela. Fotografía: César Charlone. Sonido: Sebastián Bednarik. Música: René Aubry. Montaje: Santiago Otheguy. 68 minutos. Año 2025. Se estrenó en Cinemateca Uruguaya.

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Philippe Genty en El niño que sueña
(Cinemateca)
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Genty en el Lago Salado, Utah, fotograma de El niño que sueña
(Cinemateca)
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Genty en Sydney. Fotograma de El niño que sueña
(Cinemateca)
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Fotograma de El niño que sueña
(Cinemateca)

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