Toda su actuación en Montevideo, todas sus actitudes de desafío a la pequeña burguesía de la ciudad, ¿qué eran sino maneras de trascender aquel miedo a la opinión pública que tantas veces le congelaba la médula espinal? ¿Qué otra cosa que desafío, lucha, síntoma de superación de su miedo era lo que Montevideo consideraba un disfraz -sus ropas de dandy- y aquella rectitud monolítica con la que pasaba entre los corros de una vereda sin mirar ni a derecha ni a izquierda?... Lo mejor que pensaba la gente de él es que tanto el atuendo físico como el intelectual que les presentaba todo el tiempo respondían a una postura, eran cosas impostadas, `factices`. Nadie habría podido prever la leyenda que el tiempo tejería en torno a un personaje tan poco representativo de las esencias locales. Poca vista de la gente. Aquel tipo espiritado, consumido, irónico, ardido y ardiente por dentro podía ser muy bien un error geográfico de primer orden, pero la hostilidad, la controversia, son buenos cimientos sobre los cuales levantar los lentos mármoles del mito….
A los 18 años este conflicto se había desvanecido para dar lugar al del atuendo. El disfraz de Guy -bando de independencia y rebeldía que casi cuatro décadas después, con caricaturescas variantes, había de hacer suyo en el mundo una juventud millonaria en número- era la manera más peligrosa que podía haber encontrado para afirmar su divorcio de un medio provinciano, crudamente provinciano, aunque en sus capas más altas se soñara parisino y `ala page`. Aun fijándose mucho, la gente apenas si ve la superficie de las cosas. ¿Qué decía la superficie de aquel muchacho -su bombín, sus bastones, sus polainas de dandy- contrastados con la modestia de su casa y la de sus empleos? Sin fortuna y sin derecho al ocio, tampoco había derecho ¡a menos que uno viviera en París! a una elegancia `á outrance` como la que, con su porte rígido y aparentemente orgulloso, les metía él por la nariz a las gentes en los hoteles, cines y confiterías de moda. En realidad, la vestimenta del curioso personaje no era más que una réplica pasable de la de ciertos actores de cine, especialmente los hermanos Tom y Owen Moore y, mucho más adelante, Fred Astaire… En Guy el dandismo apareció compulsiva, ineluctablemente, como la enfermedad heredada de su abuelo materno, que en realidad era, y también como la disculpa más plausible a lo que él consideraba su irremediable fealdad; pero sobre todo como coraza y desafío a la vida, que lo había dejado tan solo, tan sin interlocutor esencial, al morir su madre cuando él iba a cumplir apenas quince años.
De niño, en forma de sesudos profesores e insensatos compañeros, ese mundillo montevideano se había reído de la timidez y los tartamudeos de Guy; de adolescente, se había reído de su fantasía, de su rara voluntad de crear en la conversación, por industrias retóricas e imaginativas, un ambiente de magia, de `esprit`, de ácido ingenio, que les sacudiera a sus interlocutores del alma el polvo de la última derrota de Peñarol o los arrancara de su ensimismamiento frente al destino de la lista 14 en las elecciones. Sólo un loco procedía así; sólo un loco. Pero para los que se reían de él -y no de él- era un `loco lindo`, en el decir de las gentes del Plata. En este momento de partir los había olvidado a casi todos: sólo recordaba lo más ciego, lo más feroz, lo más hiriente de cuanto se le había dicho o hecho. El mar lavaría todo aquello; aquel eczema juvenil de su rencor, aquella manera de llevar a Montevideo en su sangre como una enfermedad venérea… Con toda la sensibilidad de cultura que temblaba en la sala de un teatro metropolitano al presentarse una Pavlova o un Rubinstein; con toda la admiración del público por el personaje de otras tierras, no había habido en las calles de Montevideo nadie capaz de decirle a Guy una cosa fundamental: cuando uno era culpable del crimen de ser distinto, como él, bastaba trasladarse a una gran ciudad, a una verdadera ciudad, para que la culpa se disolviera en el benéfico aire del anonimato.
Aquel pequeño país tenía poco más de cien años de existencia autónoma. ¿Quién podía exigirle cultura vital, sabiduría, en vez de mera información libresca? De buena fe, nadie, y Guy menos que nadie. Estaba todavía en la antigua fortaleza española donde al enemigo se le echaba aceite hirviendo desde los balcones. El extranjero de aire, el hombre `factice`, era un enemigo del mal gusto popular, de la suficiencia magisterial, del esfuerzo `honesto`, de las `estimables condiciones` de tanta gente que se creía con derecho a manosear a las musas; pero fuera de aquel ruedo estricto del arte, su corazón había estado abierto siempre a todo el mundo.
El autor
ARTURO DESPOUEY (Montevideo, 1909- España, 1982) es considerado el fundador de la crítica cinematográfica en el Uruguay, actividad que ejerció en Cine Radio Actualidad y en Marcha. Fue también narrador y dramaturgo. El texto de esta página, fuertemente autobiográfico, pertenece a la novela inédita Quijote 44: Primera salida. (Ver la nota de tapa de este mismo número).