Lo afro en el Río de la Plata

El candombe nació en Buenos Aires y en Montevideo, pero en Argentina fue reprimido por los blancos porteños

En Uruguay no tuvo represión estatal en el siglo XIX, y por eso pudo florecer y consolidarse hasta hoy

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Carnaval porteño a principios del siglo XX
(Siglo XXI Editores)

por Daniel Morena
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La fiesta de los negros es un libro con ritmo propio, con un pulso narrativo fluido y que da placer leer. ¿Te resultó intrincado conjugar una escritura coloquial con el rigor académico de la investigación?
—Te agradezco lo que decís, y me gusta que se note esa fluidez. Hace tiempo que yo decidí escribir para un público más amplio, más abarcativo que el círculo de la academia, y le presto mucha atención a la estructura de mis trabajos.

Es revelador lo que pasa en Buenos Aires con los afroporteños, que en la primera mitad del siglo XIX llegan a componer la tercera parte de la población. Para la segunda mitad del siglo aparecen las comparsas, tanto de blancos tiznados, de negros, y aún mixtas, un fenómeno que sucede en espejo con Montevideo. ¿Creés que pudo haber contacto estrecho entre los descendientes de africanos de las dos bandas del Plata? 
—De hecho, sí. Es lo que consta en la prensa afroporteña de la época. Cultural, e incluso políticamente, Montevideo y Buenos Aires eran entonces como dos barrios de una misma ciudad. Lo que pasaba en un lado, repercutía en el otro, las lealtades políticas estaban a la orden del día, y lo mismo acontecía en el ámbito cultural. Las obras de teatro que se montaban en una capital, o las compañías que venían desde el exterior representaban en las dos orillas, y buena parte de la cultura popular distintiva del Río de la Plata es una co-creación, tanto el candombe, como el propio tango, que se construyen entre las dos comunidades, sin poder delimitar claramente una pertenencia. Por ejemplo, la prensa afroporteña comentaba el carnaval de Montevideo, y muchas de las comparsas que actuaban en una ciudad se las ve al carnaval siguiente en la ciudad de enfrente. También hubo afromontevideanos exiliados en Buenos Aires. La comunicación era verdaderamente estrecha.

Hay un ejemplo que ilustra ese intercambio, cuando un grupo de estudiantes de medicina argentinos blancos replica en Montevideo lo que hacía una comparsa tradicional de afrouruguayos.
—Sí. Además, el hecho demuestra que se tomaban muy en serio la representación del rito, yendo hasta la fuente de la cultura afro, y sin ninguna intención paródica.

Es notoria la diferencia entre los blancos tiznados que integran comparsas en el Río de la Plata y la “moral del blackface” de los blancos de los Estados Unidos. ¿Cómo se explica este comportamiento?
—Yo empecé esta investigación sabiendo que había una convivencia entre negros y blancos en las comparsas. Sin saber muy bien en dónde desembocaría, fui entrando en los archivos y comprobando que no tenía nada que ver con el espectáculo del “blackface” de los Estados Unidos, una puesta en escena con un nivel de agresividad y desprecio a los negros tremendo, que son estereotipados como feos, idiotas, peligrosos. Por otro lado, el “blackface” es un espectáculo de blancos actuando para blancos, todo muy en sintonía con lo que pasaba fuera del teatro con la segregación racial, los motines y los linchamientos en la primera mitad del siglo XIX en Estados Unidos. El clima y el momento del carnaval nuestro, según las fuentes afrorioplatenses —en general, la prensa—, ameritaba más bien una suspensión momentánea del racismo. La interpretación del tiznado en el Uruguay, lubolo, que doy en el libro, tiene más que ver con una aproximación afectiva entre blancos de clases populares y negros. Un mundo en el que además se comparten sociabilidades, romances, casamientos interraciales y por lo tanto parentesco.  

El mapa de ruta coincide en el trazo de las dos orillas. Las mismas naciones africanas, angolas, banguelas, muyolos, que usan los mismos instrumentos, la primera comparsa de negros que aparece en Montevideo y Buenos Aires hacia 1867, los primeros carnavales en el mismo estado de pureza salvaje, con bromas pesadas que han hecho llegar la sangre al río, hasta que los corsos “civilizan” la fiesta en la década del 60. ¿Qué pasa en el año 1894, que los caminos de las dos ciudades comienzan a divergir?
—Las elites protestan, y el Estado argentino reprime las expresiones más visibles de la cultura afro, es decir, el candombe. Pero lo que se reprime sobre todo es el hecho de que la cultura de los negros se esté derramando sobre los blancos, que peligrosamente podrían imitarlos. Así se consigue quitar de escena el candombe en Buenos Aires, pero no en las afueras y en el resto del país. Sin embargo, el aporte afro sigue filtrándose en otras expresiones de la cultura popular porteña. Se lo ve en un montón de registros. En el libro hago un seguimiento del tango, por supuesto, del renacimiento del candombe comercial que surge hacia 1930, de algunas expresiones políticas como el uso del bombo en el peronismo y en una memoria fonética de los movimientos del cuerpo que sigue existiendo aún en las murgas actuales, todas narrativas que se consideran depositarias blancas de esa cultura afro que heredaron de las comparsas candomberas del siglo XIX. Incluso en la danza del tango hay una puja larvada por la forma del movimiento, por ejemplo en el tango canyengue como hijo de la milonga del 900. El canyengue hereda cierto cadereo, un baile más a lo negro y juguetón que otras vertientes estilizadas, más europeizadas. El Estado uruguayo, en cambio, al no reprimir, permitió una continuidad de expresiones de la cultura afro que florecen hasta el día hoy.

Una nueva etnicidad.
Hay conceptos que acuñaste específicamente para este trabajo, por ejemplo “transpropiación cultural”.
—La transpropiación cultural es un término que funciona en oposición al de apropiación cultural, que proviene de los Estados Unidos y propone que cada grupo étnico posee un derecho de propiedad sobre los bienes de circulación cultural. No es lícito que un grupo tome expresiones de otro, por lo menos no sin permiso. En determinados contextos la noción de apropiación cultural puede tener sentido, por ejemplo cuando un grupo tiene poder para expropiar un bien y beneficiarse económicamente, como ha pasado en comunidades indígenas que son despojadas de un diseño textil por empresas de ropa que se enriquecen a cambio de nada. O sea, apropiación cultural es una categoría que sirve para algunos casos, pero pensar la creación cultural desde ahí tiene sus limitaciones. La creación cultural involucra la circulación de signos étnicos, de clase, nacionales, y la idea de transpropiación cultural piensa las identidades étnicas nuevas a partir de una heterogeneidad previa como la que nos dejó la colonia, gente de procedencia distinta que aporta elementos que forjan un nuevo sentido de pertenencia.

Otro concepto innovador es el de “máscara sinecdóquica”.
—Sí, y tiene que ver con una pregunta que se formula desde la mezcla étnica: ¿cómo hace un conjunto heterogéneo de personas para construirse a sí mismo como pueblo, cuando tiene una heterogeneidad de base muy grande? Es decir, cuando la heterogeneidad es tanta que no hay un rostro de ese pueblo que pueda ser representativo de todos. En este caso, cuando las comunidades son así de diversas y mezcladas como en América Latina, la idea de máscara sinecdóquica implica que se pueda tomar una de las caras de ese pueblo múltiple que conforma el mundo popular. Luego, uno de esos rostros puede ser una sinécdoque y estar allí en representación de los demás, o sea del todo. En el carnaval, el rostro negro a través del tiznado funcionaba como un juego en este sentido, y era una forma lúdica de encarnar al pueblo en general.

El concepto de máscara sinecdóquica también funcionaría más allá del carnaval, por ejemplo en el fenómeno que denominás “negritud popular”.
—Sí, hacia el 900 se extendió la costumbre de llamar negros o negrada a las clases bajas, sin importar el color de la piel. Hacia comienzos de siglo quedó planteada en Buenos Aires la siguiente ambivalencia histórica: se afirmaba que la Argentina era un país blanco en el que ya casi no había “negros”, es decir, afrodescendientes de tez muy oscura; para entonces bastante absorbidos en el aluvión inmigracional, y al mismo tiempo, que la blanquitud de las clases bajas era defectuosa. Tan era así que cabía designarlos como “los negros”, lo que era otro modo de decir que incluso los que allí eran blancos estaban “manchados”, sea por tener algún grado de mestizaje o simplemente por vivir en contigüidad con los afrodescendientes. A partir de esa dinámica surgió una peculiar inflexión de las identidades populares en la Argentina: la que invita a las personas de la clase baja a apropiarse de lo negro, a convertirlo en un emblema de identidad políticamente desafiante, sin renunciar a la pretensión de ser tenidas por blancas. O sea, a sostener una subjetividad asociada a lo blanco y a lo negro al mismo tiempo. Años después, en el peronismo, algunos intelectuales transformaron lo que era un estigma —la acusación de ser “negros”— en un emblema de orgullo. Ser considerados “negros” constituyó entonces una prueba de raigambre popular.

La página final del libro usted relata que el permiso mutuo de agresión que se revela en el carnaval construye vínculo social. ¿Podrías leerla? Del capítulo “Eros y Tánatos”.
—“Imaginemos una calle porteña en 1840. En la esquina está agazapado un negro que carga, como todos los días, con su humanidad despreciada; con un cuerpo tan desvalorizado por los blancos que pudo ser raptado de África y vendido en el puerto como si fuese ganado. Un cuerpo sin valor. Pero no es un día como cualquier otro: estamos en Carnaval. Veamos ahora cómo arroja un balde de agua a un transeúnte blanco al que no conoce. La suerte está echada: ese cuerpo no podrá evitar ser sacudido por el frío; se sentirá agredido. Por instinto, atinará a protegerse con los brazos y a ponerse en guardia. Luego de ese instante, podrán suceder dos cosas. Quizás el blanco sostenga su indignación y deteste visceralmente a quien lo acaba de agredir. Acaso el episodio reafirme su odio por los negros. Pero quizás pase algo diferente: quizás lo capture la risa carnavalesca. Quizás ría al verse empapado y, mientras lo hace, se vea reflejado en el rostro de ese negro que ríe al verlo reír. Quizás ambos crucen esa mirada risueña y allí, por un segundo, estaremos en el reinado de Eros. Durante un instante, sin que medie palabra, esos cuerpos estarán afectivamente conectados. Y claro que su influjo efímero no va a cambiar por sí solo la realidad: cuando la fiesta termine, ese negro seguirá padeciendo desprecios. Pero, visto el asunto en el mediano y largo plazo, la sumatoria de conexiones eróticas entre blancos y negros de la que esa ha sido tan solo una, no pasará sin dejar huella. Buenos Aires no sería lo que es sin esos baldazos de agua bien puestos que los negros, muertos de risa, propinaban a los blancos, suspendiendo por un momento el recuerdo de las humillaciones que les causaban. Ni sin esos blancos, que de a poco, fueron aprendiendo a reír junto a él”.

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Máscara suelta, carnaval porteño
(Siglo XXI)

Lo afro en América Latina
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Ezequiel Adamovsky es el autor de La fiesta de los negros (Siglo XXI, Buenos Aires, 2024). Es Doctor en historia por el University College London, licenciado en Historia por la Universidad de Buenos Aires (UBA), e investigador principal del CONICET. Autor de Euro-Orientalism. Liberal Ideology  and the Image  of  Russia in France, Historia de la clase media argentina, El gaucho indómito, e Historia de la Argentina. Biografía de un país. Su trabajo ha recibido numerosos premios. Ahora profundiza en el tema afro centrado en América Latina.

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