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Tras 50 años de guerra civil

Con Juan Gabriel Vásquez: "Colombia no es un país que esté en paz"

"Saber lo que sucedió en estos 50 años de violencia va a ser un proceso largo", afirma, y se muestra partidario de la legalización de las drogas.

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por Rafael Rey
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En su último trabajo, Los desacuerdos de paz. Artículos y conversaciones (2012-2022), el escritor y periodista Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) recopila sus columnas y entrevistas dedicadas al histórico y accidentado proceso de paz entre el gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC. Sus textos, donde confluyen la rigurosidad del análisis con la fluidez y la profundidad narrativa, permiten dimensionar la magnitud del momento histórico tras 50 años de guerra civil en su país.

Nacido en Bogotá en 1973, Vásquez es uno de los escritores más importantes de su país y de América Latina, autor de varias novelas, de volúmenes de cuentos y ensayos. Obtuvo el Premio Alfaguara de Novela 2011 por El ruido de las cosas al caer, y al año siguiente el premio Roger Caillois.

Convocado a esta conversación, el escritor habló sobre el futuro político de los exguerrilleros, de las cuestiones estructurales que impiden que Colombia pueda ser una nación en paz, y de la importancia de la ficción para ayudar a comprender lo que han sido estos últimos años para un país demasiado acostumbrado a la violencia.

Futuro político.
Gustavo Petro asumió hace unos meses como presidente de Colombia. ¿Qué te viene pareciendo su gobierno en términos generales, y específicamente respecto a las negociaciones de paz con las FARC, y con la otra guerrilla, la del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que no se plegó al proceso? ¿Es posible pensar en una idea de “paz total” con todos los grupos armados?
—En términos generales es todavía pronto para juzgar el gobierno de Petro, porque sus proyectos se han dado mucho más en términos abstractos y generales que en términos concretos. En la segunda vuelta, cuando competía contra Rodolfo Hernández, me parecía clarísimo que la mejor opción para Colombia era la victoria de Petro, por varias razones distintas, entre ellas el hecho de que la izquierda llegara por primera vez al poder de forma democrática en mi país; pero aparte de eso, que ya son consideraciones históricas, había una cuestión práctica y era la aplicación completa, comprometida, de los acuerdos de paz (los del 2016 con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC).
A mí me parece que lo más perentorio que está pasando en Colombia, lo más urgente, lo más necesario, es la implementación total y completa de los acuerdos, pero justo por eso me parece que el proyecto de la paz total, como ha sido planteado, es negativo, y necesita correcciones. La primera es la manera cómo el gobierno ha planteado el asunto: hablar de mafias, narcotraficantes y bandas criminales, y mezclarlas con el ELN, con las disidencias de las FARC, que son los que traicionaron el acuerdo de paz y ese gran proyecto de paz total, a mí me parece un error. Porque el gobierno está utilizando el mismo vocabulario para hablar de un acuerdo de paz con una guerrilla como las FARC. Y eso es grave, porque de alguna manera rompe la lógica de un acuerdo de paz con una guerrilla política. Tú no puedes hablar de cese de hostilidades con una banda criminal, eso no existe. No puedes hablar de desmovilización de una banda criminal; una banda criminal se somete a la justicia y se negocia una reducción de penas, pero no se desmoviliza. Un ejército ilegal, subversivo, pero político, sí se desmoviliza.
Las palabras importan. Importa nombrar las cosas con claridad, porque esa es la manera de que la gente se apropie de la narrativa de la paz, y la entienda. Esto está en riesgo por la manera en que el gobierno colombiano ha comunicado y presentado la paz total.

Esta es la última legislatura en la que el partido Comunes, surgido tras la desaparición de las FARC, tendrá garantizado un mínimo de legisladores gracias a los acuerdos de paz. Sin embargo han votado muy mal. ¿Crees que los exguerrilleros tienen futuro político?

—No lo sé. Creo que una de las virtudes de los acuerdos de paz han sido las instituciones como la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que día tras día nos están contando a los colombianos los horrores de lo que fue esta guerra. Es una guerra que realmente bajó a unos niveles de crueldad y de sevicia que se han visto pocas veces en América Latina, sobre todo de manera tan sostenida. Y eso pesa en el destino político de estos desmovilizados que decidieron hacer política. Es inevitable que así sea y es bueno que así sea. Que la sanción sea política. A cambio de todos los beneficios que los acuerdos de paz les concedieron, lo justo es que se sometan a ese juicio de la opinión pública, que va a tener en cuenta años y años de atrocidades. Después de esto, digo: “a mí me interesa que sigan participando en política; esto es parte de la democracia, como pasa en Irlanda, en Sudáfrica”. Pero claro, en la democracia las reglas son esas, pues te sometes al dictado de la opinión pública, la opinión pública tiene más o menos memoria, y en este caso creo que mantiene en mente muchas cosas duras de nuestra guerra.

Un país desigual.
En el libro decís que tu generación no sabe lo que es un país en paz, que ni siquiera se lo puede imaginar. En concreto, hoy, ¿es posible hablar de paz en Colombia?
—Colombia no es un país en paz, se hizo la paz con un grupo guerrillero. Los acuerdos le han cambiado la vida a la gente, han pacificado territorios, han salvado vidas, enormemente. En el último año de la guerra murieron tres mil personas de forma directa por el conflicto. Luego se hizo el pacto de cese al fuego y al año siguiente ese número bajó casi a cero. Es decir, los acuerdos han salvado vidas. Lo que pasa es que la paz con el grupo guerrillero más grande de Colombia no implica la desaparición de la violencia. Para que haya paz real tiene que haber dos condiciones: que desaparezca la desigualdad y que desaparezca el narcotráfico. Ninguna de las dos ha desaparecido ni tiene visos de desaparecer. Colombia sigue siendo un país profundamente desigual. Yo, y al igual que mucha gente, tenemos la esperanza de que éste sea un gobierno volcado a la búsqueda de un país más igualitario, y que tenga éxito, pero el narcotráfico sigue ahí como combustible de todas las violencias, incluidas las violencias suaves, como la corrupción.

Además, para mí no hay ninguna manera de que en este país desaparezcan las violencias diversas si no se legaliza la droga, si no desaparece el negocio de la droga. La única manera de que desaparezca es legalizarla. La guerra colombiana ha durado tanto tiempo porque se ha convertido en una lucha por las tierras en las cuales se produce y se exporta la droga. La cantidad de muertos que ha dejado es insondable.

Tal como yo entiendo el asunto, nada de esto tiene ninguna efectividad si no se legaliza en los países consumidores, que son los que pagan. Colombia puede legalizar, pero si la marihuana y la cocaína no se legalizan en EE.UU., no veo mucho cómo eso nos ayuda a nosotros.

—Es muy difícil que suceda.

—Exacto. Es muy difícil que pase. Aparte de todo eso, es evidente que la legalización de la cocaína y de las drogas duras generará una resistencia enorme, porque la gente tendría miedo, con razón, pero es que los que creemos en una sociedad abierta, como es mi caso, tenemos que defender también el derecho de la gente de matarse a sí misma, si quiere. El Estado no puede intervenir en tu vida y decirte: “usted no tiene derecho a matarse con esta sustancia”. Porque si lo hiciera tendría que ser coherente y también prohibir el alcohol, el azúcar, el tabaco. ¿Por qué no lo hacen? Porque en nuestro pasado hay una experiencia clara que nos dice que prohibir esas sustancias solo produce mafias, criminalidad, corrupción, como en la era de la prohibición en EE.UU. De manera que es una cuestión de educación, de prevención, de tratamiento y de responsabilidad personal, y en una sociedad abierta yo no veo cómo podamos aceptar que el Estado impida a la gente matarse si eso no le hace daño a nadie más. Lo que pasa con el estatus ilegal de la droga es que los consumidores, de manera indirecta, están causando un daño a otras personas; no tienen la culpa, pero se financia una cadena de ilegalidad y de violencia que acaba dañando a la gente. La legalización de las drogas hace que el consumidor solo se dañe a sí mismo. Y tiene todo el derecho.

—Volviendo al conflicto armado, en una de las columnas escribís: “no puede haber reconciliación genuina sin un esfuerzo común por saber hasta donde pueda saberse qué nos ha pasado en estos últimos cincuenta años”. ¿Está preparada la sociedad colombiana para saber lo que ocurrió en ese pasado reciente?

—No creo que haya un momento en que una sociedad pase de no estar preparada a estarlo. Creo que es un proceso muy largo. Pero para que un proceso se dé, es necesario que haya espacios. Los espacios no existían en Colombia. Los acuerdos de paz los han creado. La JEP y la Comisión de la Verdad, unidas a la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), son instituciones que hacen muchas cosas, pero una de ellas es contar lo que nos pasó. Y lo están haciendo y los colombianos hemos asistido a esas escenas de los guerrilleros reconociendo y pidiendo perdón por crímenes horribles de los que hace seis, siete años, se reían. También soldados del ejército colombiano, reconociendo y pidiendo perdón por los crímenes cometidos contra gente inocente en el marco de políticas enloquecidas y desviadas, en lo que llamamos los “falsos positivos”, y también paramilitares que han pasado por la JEP y por la Comisión de la Verdad a contar sus crímenes, a reconocer su culpabilidad y a pedir perdón. Todo esto a mucha gente le parece meramente simbólico, le parece insustancial. No lo es. He hablado con muchas víctimas del conflicto y he sacado una conclusión entre muchas, porque me lo han dicho muchas personas de diversas proveniencias. Y es la importancia que tiene para las víctimas, dos cosas: primero, que les pidan perdón. Eso es enormemente importante. Nos puede parecer a algunos de nosotros que eso no tiene sustancia, que ya el daño está hecho. Pero hay que ver la cantidad de personas para las cuales sí es terriblemente importante que les pidan perdón. Y segundo, que una institución con visos de oficialidad escuche su historia y la reconozca. Esto es tremendamente importante para las víctimas. Que les abran las puertas en un lugar oficial, en un lugar que representa al país, que representa a la sociedad, al gobierno, y que oigan su relato y les digan, “sí, usted ha sufrido, usted es víctima de esto, reconocemos esto, la sociedad reconoce esto”. Lo que nos lleva de un lugar de oscuridad, donde no existían, a un lugar donde todo el sufrimiento por el que han pasado se acompaña de ese otro sentimiento, que es el reconocimiento de lo que han sufrido. Eso es importantísimo.

La ficción.
En uno de tus textos afirmás que sin la ficción, sin la novela, “queda incompleta” la posible comprensión de lo que le ha pasado a Colombia. ¿Cómo puede la novela ayudar a entender los últimos 50 años de la historia de Colombia?
—Lo que estamos tratando de hacer ahora, entre muchas otras cosas, es una negociación también narrativa. Se trata de aceptar que contamos historias distintas según de dónde venimos. Un rasgo triste de la historia colombiana es que tú puedes dividir los relatos de la gente según su victimario. Entonces la víctima de la guerrilla cuenta un relato distinto de la víctima del paramilitarismo, que también es distinto de la víctima de los crímenes de Estado. Hay una dimensión de estos relatos que es pública, que es visible, que es reconocida por las instituciones de los acuerdos de paz, que será recogida por los sociólogos, los historiadores del conflicto y los periodistas, que están haciendo un trabajo invaluable en Colombia. Pero hay unos rincones de nuestra experiencia que quedan al margen de todo eso, que no se ven. Que ocurren en lugares invisibles, digamos, sin los cuales nuestra comprensión de la realidad queda incompleta. Creo que es de eso de lo que se ocupa la novela. La ficción cuenta todo lo que la historia no puede contar. Va al interior de las personas, y habla de realidades que no ocurren en el mundo físico, sino en lo emocional, o psicológico, o poético, si quieres, y que son otra manera de conocimiento igualmente necesaria para saber lo que ha pasado en la guerra.

Si la historia colombiana de los últimos 50 años es un rompecabezas, y las novelas van poniendo algunas fichas que nadie más tiene. Van rellenando espacios de oscuridad o ignorancia, para permitirnos saber cómo se vivieron ciertas cosas, cómo se viven ciertas cuestiones que ni la Historia ni el periodismo pueden contar.

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