EL 30 DE ENERO de 2008 la escritora francesa Delphine de Vigan (n.1966) fue a la casa de su madre, de quien no tenía noticias desde hacía días, y la encontró muerta. Lucile Poirier, que padecía trastorno bipolar y cáncer, se había suicidado. Como tantas historias similares, ésta hubiera quedado guardada en los álbumes secretos de la familia Poirier si su hija no hubiera decidido contarla, con pelos y señales, haciendo que padres, abuelos, tíos, primos y hermanos se sentaran, lo quisieran o no, en el diván de la literatura. Porque Nada se opone a la noche es un demoledor título -extraído de una pegadiza balada de Alain Bashung- para esta biografía familiar donde, según Delphine de Vigan, nada es ficción, todo es "real".
La vida de los Poirier es en sí novelesca. Los abuelos de la autora, Liane y Georges, formaron una numerosa familia de nueve hijos, atravesada por contratiempos que no minaron una fachada de cohesión y fortaleza: la temprana muerte de uno de ellos, ahogado en un pozo a los seis años, la inmediata adopción de otro niño que terminó asfixiándose en un juego erótico solitario a los quince, el nacimiento de un último hijo con síndrome de Down, la autoeliminación de otros dos (uno fue Lucile), y las acusaciones de incesto que con el tiempo fueron cayendo sobre un abuelo entregado al alcohol, todas desoídas o ignoradas. Luego está la vida de Lucile, que tras haber sido niña modelo para agencias publicitarias, no encontró en la vida ningún rol satisfactorio: casada poco tiempo fue madre de dos niñas a las que no atendió demasiado, trató de ser escritora y no pudo, estudió tardíamente para asistente social, tuvo varias crisis psicóticas en las que atentó contra sí misma y contra sus hijas, y numerosas relaciones emocionales que fracasaron, o que vivió como fracasos, y en las que su hija Delphine pudorosamente no indaga.
De Vigan ya había abordado la intimidad familiar en 2001 cuando publicó con seudónimo su primera novela, Días sin hambre, un libro sobre su batalla contra la anorexia, en el que había un mayor maquillaje literario que acá. Novelar la propia vida, sea con un propósito catártico, exhibicionista o doctrinario, siempre supone riesgos. De un lado, la vulnerabilidad a la que se expone a las personas de carne y hueso, incluido el escritor. Es conocido el caso de Kathryn Harrison, de quien su progenitor se escondió luego que ella contara en El beso (1997) la historia incestuosa y más o menos consentida que los unió por cuatro años. Pero no es menor el riesgo que corre la escritura, convertida en subsidiaria minúscula de simples ajustes de cuentas que no pudieron o no quisieron realizarse de otro modo.
Nada se opone a la noche camina sobre esa pendiente, con una Delphine de Vigan siempre correcta, dueña de un lenguaje austero, medido, que evita el morbo y que todo el tiempo se excusa (no quiere dañar a nadie) y se justifica por lo que está contando, a la manera de una Antígona que tiene sí o sí que darle un entierro digno, aunque sea de papel, a esa figura víctima y victimaria que fue su madre. El libro también es -y quizá es eso más que nada- una reflexión en torno a por qué se escribe. De Vigan cree tenerlo claro. En una breve anécdota cuenta que yendo en taxi a un aeropuerto terminó por contarle al taxista que era escritora, y el hombre, mirándola compasivamente le preguntó "¿Y a qué se debe?", como si se tratase de una enfermedad o una maldición, dice ella. Y aunque no se lo dijo al taxista, en este libro responde: escribe porque su madre enloqueció. Una razón tan válida e incompleta como cualquier otra y a la que -igual que a la locura o al suicidio- nada se opone.
NADA SE OPONE A LA NOCHE, de Delphine de Vigan. Anagrama, 2012. Barcelona, 369 págs. Distribuye Gussi.