De las películas nominadas al Oscar que pude ver, la que menos me interesó fue la que terminó ganándolo: esa tonta aventura de artes marciales que se titula “Todos en todas partes al mismo tiempo”. Es interesante observar cómo la industria de Hollywood se encarga de catapultar productos de entretenimiento que usan como excusa trascendente determinadas modas, ya sea la infaltable corrección política o el nuevo tópico del multiverso y los saltos cuánticos.
Me gustaría escribir sobre la que considero la gran película de este año, sobre todo habida cuenta de las malas críticas que leí acerca de ella.
Se trata de “El triángulo de la tristeza”, de Ruben Ostlund, una propuesta inclasificable, a medio camino entre la farsa y la alegoría, que todavía puede verse en cine y también en algún servicio de streaming.
Quienes la critican, señalan que la película pretende parodiar el comportamiento de los multimillonarios, y la verdad es que tiene muy poco que ver con eso. Al contrario, lo que el realizador quiere mostrarnos es cuán relativas pueden ser las relaciones de poder. Con perdón por el spoiler, lo más atractivo de la trama es justamente apreciar cómo los poderosos que viajan en ese crucero, a quienes los empleados sirven casi hasta el nivel de la humillación personal, terminan invirtiendo roles cuando son sobrevivientes del naufragio, en una isla desierta. Aquellos que menospreciaban a sus sirvientes acaban dependiendo de una ignota doméstica (la misma que en el crucero se dedicaba silenciosamente a armar las mesas y limpiar los pisos) que es la única que sabe pescar y hacer fuego para alimentarlos. Su nueva autoridad en ese ámbito es tal, que se da el lujo de reservarse para sí no solo un compartimiento cerrado con las mejores comodidades, sino incluso al muchachito más sexy del grupo de sobrevivientes.
Las relaciones de dominación, parece decirnos el ingenioso guionista, no dependen del poder político o económico, sino lisa y llanamente del contexto en que se producen.
Por eso la nueva líder saca a relucir su veta criminal cuando descubre que el retorno a la normalidad está más cerca de lo que parece.
La película se estructura en tres capítulos; seguramente a eso alude metafóricamente el triángulo del título. El primero relata la conflictiva relación de una pareja de modelos: el varón, que debe participar en castings bastante humillantes, y la mujer, que está en su apogeo profesional. Aquí también se relativiza uno de los lugares comunes en el que todos incursionamos cuando hablamos de equidad de género. Porque a diferencia de la mayoría de las actividades laborales, en que los varones reciben retribuciones más altas que las mujeres, en el mundo del modelaje es a la inversa: otra vez aparece el relativismo en las relaciones de poder.
El segundo capítulo es el viaje en un crucero capitaneado por un borrachín, donde la cena de bienvenida deviene en un caos, acentuado por la irrupción de una banda de piratas. Aquí está a mi juicio el momento más interesante de la película: el de la disputa tan agresiva como delirante entre un multimillonario ruso que defiende el capitalismo, y el capitán estadounidense que se proclama marxista. Esa discusión, en medio de inundaciones, vómitos y hasta explosiones escatológicas de las cloacas, es una metáfora dolorosamente perfecta de la decadencia occidental: un barco que se hunde mientras seguimos polemizando sobre perimidas ideologías.