El guaraní tiene una expresión hermosa para decir amigo. Usa el vocablo anguirú, una combinación de anga (alma) e irú (compañero).
Hay amigos que protagonizaron juntos circunstancias vitales que les cambiaron la vida o, al menos, la forma de verla. Así les sucedió a Álvaro “Api” Pineyrúa y Pablo Marqués. “Mi amigo me salvó la vida”, dice Api y recuerda que no tiene como agradecerle porque lo que su compañero del alma hizo por él no tiene precio.
Amigos de larga data, “desde los 20”, ambos veraneaban juntos en clan. Sus familias se ampliaban con parejas e hijos que ya eran amigos y también con amigos de amigos. La barra era enorme e incluso a veces alquilaban casas cercanas para compartir días de playa en Punta del Este o decidían cortar el invierno y marchaban rumbo a Florianópolis.
Api y Pablo, tenían amigos y gustos en común. Jugaban al tenis, al fútbol, planificaban asados o viajes. El conocimiento mutuo y los años de complicidad, lograron que el ingeniero y el empresario, compartieran visiones de negocios, desafíos de crianza de sus hijos, pensaran en sus valores y propósitos.
“Siempre estuvimos cerca y nos acompañamos”, dicen casi al unísono. Lo que hacen todos los amigos, sin embargo a ellos la vida los puso a prueba y en 2014, el veraneo que transcurría con total normalidad, se interrumpió bruscamente.
“El 15 de enero era nuestro último día de la playa. Planificamos todo para sacarle el jugo hasta el último minuto de nuestra estadía en Punta del Este. Habíamos combinado dejar todo listo, encontrarnos en la playa el Emir, comer algo y emprender el regreso a Montevideo”, rememora Marqués.
“Me acuerdo que estaba divino, había un sol precioso, daba pena culminar el veraneo ese día”, dice Api. Para terminar por todo lo alto, los amigos se fueron —tal cual niños— a barrenar olas, así “sin tabla”. La gracia era nadar, alejarse y volver con el impulso de la ola al punto más cercano de la orilla.
Playa llena, amigos por cerca y un centenar de personas en la vuelta. Se tiran por una ola, regresan, entran al mar, el ganador le toma el pelo al que llegó rezagado y vuelta a empezar.
“En un momento salgo del agua y veo que Api se tira en una ola grande, pero no aparece de vuelta. Pensé, ahora viene y me toma el pelo porque salió antes y no lo vi”, recuerda Pablo.
Su semblante deja el tono jocoso que hace un minuto relataba ese chiveo de niños y por un instante vuelve al momento en que se sintió tan, pero tan inquieto, que decidió regresar al agua.
“No lo veía, pero había tanta gente que Api podría haber salido o estar mirándome desde otro lado. Yo estaba inquieto y la situación me parecía confusa, así que decidí volver a entrar al mar. Cada tanto paraba, volvía a mirar y nada. De pronto veo su espalda, parte de su lomo, le grité pensando que estaba bromeando, pero no me contestó. Me acerqué más y lo toqué sin respuesta, lo di vuelta, tomó una bocanada de aire e hizo un ruido que no pude olvidar”, apunta Pablo, que los días siguientes tuvo pesadillas con ese brutal estertor.
“Hice una maniobra que me habían enseñado un par de días antes y me lo puse encima para que su cabeza no fuera colgando. Le hablé, traté de calmarlo a él y también a mi porque estábamos alejados de la orilla y no dábamos pie. Volvimos despacio, nadando hacia atrás, con Api que no podía patalear y tenía la cara ensangrentada”, detalla Marqués. “Una vez que sentí que hacía pie, me paré y empecé a pedir ayuda. Llegaron otros amigos, vinieron los salvavidas, se sucedió todo muy rápido”, agregó y remarcó: "Api se salvó y recuperó porque es un gran tipo, siempre lo fue".
“Ahora te cuento lo que viví yo”, corta Api. “Sé que me tiré y que cuando abrí los ojos tenía la arena frente la cara. Me dije estoy en el fondo, intenté moverme y mi cuerpo no me respondía. Pensé voy a morirme, en uno, dos o tres minutos, pero voy a morirme, acá ahogado en la playa donde están mi familia y mis amigos. Estaba lúcido y tranquilo, pero convencido de que me moría ahí, me despedía de mi mujer, de mis hijos”, cuenta. “En un momento, veo un resplandor y que alguien se acercaba”, dice. “Sé que nací de nuevo, recuerdo que sentí un pinchazo en el cuello y ahí me di cuenta que me había dado un golpe”, agrega.
Una vez en la orilla, llegó la ayuda. Api fue inmovilizado, lo llevaron al sanatorio y empezó el camino de una larga recuperación. Ahora además del 20 de julio, el Día de los amigos, cada 15 de enero es día de festejo.
Una sucesión de sincronías inexplicables
Pocos días antes del accidente, Pablo escuchó que Fernando Machado, su cuñado médico, enseñaba que ante cualquier golpe, lo primero que había que hacer era inmovilizar a la persona, para evitar maniobras que empeoraran la situación y que la cabeza no podía dejarse colgando. De eso se acordó cuando tuvo que rescatar a Api. Y su amigo agrega: “Nunca entendí por qué volviste al agua, yo ya podría haber estado afuera, tampoco me explico cómo en ese mar de gente conocida, no paraste a conversar ni a saludar a nadie, bastaba que te cruzaras con un cliente, pararas y el resultado habría sido fatal”.
“Volví porque soy tu amigo, no estaba tranquilo al no verte, aunque lo primero que pensé es que me hacías una broma”, le contesta Pablo y repite: "Se salvó porque es un buen tipo, siempre fue un gran tipo".
Ambos repasan todas las sincronías de ese 15 de enero. Desde la información de cómo tratar a alguien que se golpeó, el regreso del amigo al agua, la presencia de una médica en la arena que guió el accionar de los salvavidas. Amigos que aparecieron y se sumaron a la ayuda.
“Si repaso, todo parece increíble, hasta la ambulancia cerca, la misma que después me trajo a Montevideo. Yo soy católico. Cada uno cree en lo que cree, puede pensar que es suerte, mala suerte, Buda, Tarzán, Superman, no sé, lo que quiera... Yo soy creyente e insisto que no estaría acá si no fuera por Pablo y también creo que mi ángel de la guarda actuó de alguna manera y estuvo ahí” concluye Api.