Redacción El País
Creer que el propio éxito se debe a la suerte o al azar y temer que los demás descubran una supuesta falta de mérito, es una experiencia más común de lo que parece. Ese sentimiento tiene nombre: síndrome del impostor, un fenómeno psicológico que lleva a personas competentes a dudar de su capacidad y minimizar sus logros, incluso cuando la evidencia los respalda.
El término fue propuesto en 1978 por las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes, quienes identificaron este patrón especialmente en mujeres con altos niveles de exigencia. Sin embargo, estudios posteriores confirmaron que afecta por igual a hombres y mujeres, y que sus manifestaciones incluyen miedo a ser descubierto, perfeccionismo extremo, dificultad para aceptar elogios y una autocrítica constante.
En el fondo, el síndrome del impostor refleja una desconexión entre la percepción personal y la realidad. El individuo no logra integrar sus logros como parte de su identidad, vive en estado de alerta y teme “no estar a la altura”. Pero en el otro extremo del mismo eje psicológico existe un fenómeno igualmente problemático: el exceso de confianza.
Falta de autocrítica y efecto Dunning-Kruger
En 1999, los psicólogos David Dunning y Justin Kruger, de la Universidad de Cornell, demostraron que algunas personas sobreestiman sus habilidades precisamente porque no poseen las herramientas necesarias para evaluar sus propios errores. A este fenómeno se lo conoce como efecto Dunning-Kruger, y explica por qué quienes menos saben suelen ser los más seguros de sí mismos.
En la práctica cotidiana, esta distorsión se manifiesta en comportamientos como subestimar la complejidad de una tarea, rechazar la crítica o culpar a otros por los errores propios. Aunque la confianza suele valorarse como una virtud, cuando se vuelve desmesurada puede generar decisiones impulsivas, errores persistentes y falta de autocrítica.
Tanto el síndrome del impostor como el efecto Dunning-Kruger son dos caras de una misma moneda: uno paraliza por miedo a fallar; el otro impide aprender porque no reconoce los límites. En contextos laborales o académicos, ambos extremos dificultan la colaboración, la empatía y el crecimiento personal.
El equilibrio posible: realismo y humildad
La doctora Valerie Young, especialista en síndrome del impostor, propone una alternativa intermedia: convertirse en un “realista humilde”. Esto implica reconocer los logros sin magnificarlos, aceptar las debilidades sin culpa y sostener la confianza sobre bases reales. No se trata de eliminar la inseguridad, sino de convertirla en una herramienta de autoconocimiento.
Practicar el realismo emocional incluye aceptar los elogios con gratitud, pedir ayuda cuando es necesario, dejar de compararse constantemente y valorar el esfuerzo tanto como el resultado. La clave está en desarrollar una autoestima sólida y flexible, capaz de reconocer los avances sin perder de vista lo que aún se puede mejorar.
La psicología coincide en que una autoconfianza saludable impulsa el aprendizaje, pero su exceso lo bloquea. La inseguridad puede frenar los pasos y la arrogancia impedir ver el camino. En ese punto medio —donde la humildad convive con la certeza— se construye la verdadera madurez emocional.
En base a El Tiempo/GDA