¿Por qué nos cuesta tanto poner límites, incluso cuando algo nos hace mal? Algunos tips para empezar a cambiar

Lo más importante es esto: si te cuesta poner límites, no es porque seas débil. Es porque tu historia, tus vínculos y tu biología te enseñaron que era más seguro callar que decir.

Poner límites
Poner límites
Foto: Freepik

Hay una pregunta que aparece con frecuencia en la consulta clínica, en talleres, e incluso en conversaciones informales: “¿Por qué me cuesta tanto decir que no?” O también: “¿Por qué sigo en este vínculo que sé que no me hace bien?” O “¿por qué no logro ponerle un freno a esto que me angustia?”

Las respuestas, como en todo en psicología, no son simples ni universales. Pero sí podemos decir que, detrás de esa dificultad para poner límites, hay mucho más que falta de carácter, debilidad emocional o baja autoestima. Hay aprendizaje, hay miedo, hay historia. Y, sobre todo, hay un cerebro humano programado para vincularse y evitar el dolor.

Desde una mirada psicológica y neurocientífica, entender por qué nos cuesta poner límites es también entender cómo aprendemos a sobrevivir emocionalmente.

El vínculo como necesidad

Desde que nacemos, dependemos del otro para vivir. No solo para alimentarnos y estar a salvo, sino para desarrollar nuestra identidad. Los seres humanos estamos diseñados para formar lazos. Biológicamente, la necesidad de conexión está tan arraigada como la de comer o dormir. Es por eso que el miedo al rechazo, a la desaprobación o a “quedarnos solos” puede volverse tan intenso, al punto de que muchas veces preferimos callar, ceder o adaptarnos, antes que arriesgar esa pérdida.

Cuando un niño crece en un entorno donde poner límites genera castigo, indiferencia o retiro afectivo, aprende muy temprano que decir que no es peligroso. Y aunque ya no estemos en ese entorno, el cuerpo y la mente guardan esa huella. A veces, seguimos relacionándonos desde esa memoria emocional, incluso sin darnos cuenta.

Un niño mira un libro junto a su madre
Un niño mira un libro junto a su madre
Foto: Freepik

El mito del “límite duro” y el temor a la culpa

Hay una imagen muy extendida en nuestra cultura que asocia el acto de poner límites con dureza, frialdad o confrontación. “Tenés que ser fuerte”, “no te dejes pisotear”, “cerrá esa puerta para siempre”, son frases que escuchamos con frecuencia, como si el límite fuera una forma de cortar vínculos con violencia o de dejar de sentir. Pero poner un límite no es rechazar al otro. Es protegernos a nosotros mismos. Es cuidar nuestra salud mental. Es elegirnos.

El problema es que, muchas veces, al poner un límite, aparece la culpa. Una culpa aprendida, que nos susurra que estamos siendo egoístas, desconsiderados o “malos”. Esa culpa no es real: es una respuesta emocional condicionada por años de priorizar el bienestar ajeno por encima del propio.

La evitación del conflicto

Desde la neurociencia sabemos que el cerebro busca eficiencia: tiende a evitar lo que percibe como una amenaza. Si anticipamos que poner un límite va a generar un conflicto, una discusión, una reacción hostil o una pérdida, es probable que optemos por la vía más segura: adaptarnos. Aunque ese costo lo paguemos nosotros mismos.

En términos neurobiológicos, el sistema de alerta (amígdala cerebral) puede activarse intensamente frente a una situación interpersonal tensa, especialmente si hemos tenido experiencias pasadas donde expresar necesidades fue peligroso. Por eso muchas personas sienten ansiedad, palpitaciones, sequedad en la boca o incluso ataques de pánico ante la sola idea de decir “no quiero esto”.

El “yo cuidador” y el deseo de agradar

Hay también un fenómeno muy presente en muchas personas, especialmente en quienes han aprendido a sobrevivir emocionalmente cuidando a otros: el deseo constante de agradar. Este “yo cuidador” suele anteponer las necesidades ajenas, muchas veces por miedo a perder el afecto o a sentirse inútil si no está resolviendo problemas. Así, poner un límite se percibe como una traición al rol aprendido: si dejo de cuidar, ¿quién soy? ¿valgo menos?

Este patrón es frecuente en adultos que fueron niños hipermaduros, que se encargaron emocionalmente de sus padres, hermanos o entornos desde muy pequeños. Hoy, siguen cuidando, incluso cuando les duele, incluso cuando los destruye.

Frustración.jfif
Foto: Canva.

No es falta de fuerza: es memoria emocional

Lo más importante que quiero transmitir en esta columna es esto: si te cuesta poner límites, no es porque seas débil. Es porque tu historia, tus vínculos y tu biología te enseñaron que era más seguro callar que decir. Que era más seguro sostener que soltar. Que era más seguro complacer que incomodar.

Pero que hayas aprendido eso no significa que no puedas aprender otra cosa.

Algunas recomendaciones para empezar a cambiar

  1. Reconocer el patrón: El primer paso para cambiar es darnos cuenta. ¿En qué situaciones te cuesta más poner límites? ¿Qué sentís cuando lo intentás? ¿Qué historias de tu infancia o adolescencia pueden estar influyendo?
  2. Separar el límite del conflicto: Poner un límite no es un acto agresivo. Es un acto de autocuidado. Podemos hacerlo con firmeza, pero también con amabilidad. “Esto no me hace bien”, “así no puedo seguir”, “necesito otra cosa” son formas válidas de decir lo que sentimos.
  3. Hablar del miedo y la culpa: Si aparece la culpa, no la rechaces. Preguntate: ¿de dónde viene? ¿A quién le temo decepcionar? ¿Qué versión de mí estoy protegiendo? Nombrar el miedo lo vuelve menos amenazante.
  4. Practicar con lo pequeño: No hace falta empezar por el límite más difícil. Empezá por algo cotidiano: elegir un plan distinto, decir que no a una invitación, pedir lo que necesitás. Con cada pequeño límite, tu cerebro aprende que no pasa nada malo. Y eso construye confianza interna.
  5. Buscar espacios seguros para ensayar: Terapia, grupos de apoyo, amistades empáticas o incluso escribir lo que queremos decir antes de hacerlo en voz alta puede ser un gran recurso. Nadie pone buenos límites solo. Necesitamos espejos que nos devuelvan que está bien cuidarnos.

Cuidarnos también es un acto de amor

Poner un límite no es rechazar al otro: es protegernos. No es cerrar puertas: es elegir cuáles queremos abrir. No es ser egoístas: es empezar a tratarnos con la misma comprensión que tenemos hacia quienes amamos.

Como psicóloga y como mujer, lo veo todo el tiempo: personas agotadas de sostener lo insostenible, cuerpos que gritan lo que la boca calla, mentes atrapadas entre el deseo de ser fiel a uno mismo y el temor a ser juzgadas.

Mi deseo es que empecemos a ver al límite como lo que realmente es: una forma madura, saludable y necesaria de vincularnos. Con los demás. Pero, sobre todo, con nosotros mismos.

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

psicología

Te puede interesar