Si bien hace tiempo se habla del "LAT" (living apart together o vivir separados juntos), es decir, parejas consolidadas que rechazan la convivencia, el fenómeno está creciendo y haciéndose cada vez más visible. Es el caso de Maggie, profesora de 47 años, y Pablo, traductor de 43, que se conocieron en una aplicación de citas y hoy, seis años después, siguen juntos y tienen las cosas claras: cada uno desea seguir viviendo en su casa.
El informe Rising share of U. S. Adults are living without a spouse or partner revela que, en Estados Unidos, el 38 % de las personas de entre 25 y 54 años optan por no vivir en compañía. Además, sostiene que en 2021 (cuando fue hecho el informe) había al menos 3,9 millones de norteamericanos viviendo lejos de sus parejas. Asimismo, en Canadá, el informe Family matters: couples who live apart arrojó que aproximadamente 1 de cada 10 canadienses tiene una relación íntima pero elige no vivir con su pareja. En España, según la última Encuesta sobre Relaciones Sociales y Afectivas, el 6,9% de los españoles mayores de 35 años en pareja no conviven, mientras que un 3,22 % declara que convive “por temporadas, de manera intermitente o los fines de semana”.
Aunque en general la tendencia LAT está asociada con personas mayores de 40 con separaciones previas y, en muchos casos, con hijos, el formato incluye a todos aquellos que, más allá de su edad, eligen una forma híbrida de convivencia que “ofrece lo mejor de los dos mundos”: no renunciar a la independencia y el espacio personal, pero también lograr un vínculo romántico sólido. Asimismo, la convivencia LAT es diferente a una relación a distancia ya que suele ser un acuerdo continuo y elegido y no algo coyuntural, atado a circunstancias externas.

“Los dos disfrutamos de estar solos y salir con amigos. Respetamos mucho los tiempos del otro. Creo que esto también tiene que ver con la decisión”, comenta Maggie.
El punto principal para entender los arreglos LAT quizás sea observar que, así como en algún momento el casamiento dejó de ser la condición sine qua non para una pareja, ahora le toca a la convivencia. Así, en lugar de que vivir juntos sea el eje principal de una relación, las parejas que viven separadas priorizan sus necesidades individuales y estilo de vida a fin de convertirse en mejores compañeros a largo plazo, preservando la química y el romance. Más aún si hay hijos de por medio.
Hay quienes ven esto como una oportunidad para repensar los pactos implícitos, con más libertad y variedad de opciones. “El matrimonio o la pareja estable han sido desde siempre construcciones sobre las que han recaído fuertes cargas de ‘idealidad’. Se ha dado por sentado que los deberes y derechos de esta institución excedían la posibilidad de decisión de sus protagonistas", reflexiona la licenciada María Fernanda Rivas, especialista en parejas y coordinadora del Departamento de Pareja y Familia de la Asociación Psicoanalítica Argentina.
Y agrega: “Actualmente, se abre paso una concepción que tiene cada vez más en cuenta la voluntad de los miembros de la pareja. Hasta hace unos años, el paradigma del amor romántico y de la ‘fusión’ atravesaba el armado de la pareja. Se pensaba que las economías separadas o la no convivencia atentaban contra estos mandatos sociales. Hoy, en cambio, existe más permiso de pensar y hablar acerca de los grados de libertad y poder que les da a los integrantes de la pareja el manejo individual del dinero, las viviendas separadas, el tiempo personal y los espacios propios”.

Entre las desventajas que las parejas observan sobre este estilo de vida figuran sufrir la distancia en ciertos momentos particulares o que se complique la logística en cuestiones familiares; también, el hecho de duplicar los gastos de alquiler o servicios.
“Para que una pareja funcione también es necesaria la creación de un ‘espacio vincular’. Eso implica ocuparse de construir y mantener sostenidamente un lugar (no necesariamente físico, pero sí emocional) que aloje a la pareja. Más allá de compartir una vivienda o el dinero, lo importante es poder generar intimidad con el otro en el plano afectivo”, finaliza Rivas.
Laura Marajofsky, La Nación/GDA