Silvia B. Caloca*
“Está siempre en movimiento”, “no para un segundo”, “no puede concentrarse”. Son frases que resuenan con frecuencia entre padres, docentes y cuidadores. Palabras que intentan describir lo que muchas veces inquieta —literalmente— a los adultos: el movimiento constante de los niños. Un movimiento que, a veces cuesta ser leído como parte vital de su desarrollo, en cambio es percibido como problema, como obstáculo o como síntoma a controlar.
Sin embargo, cuando un niño se mueve de forma intensa y persistente, es posible que no estemos frente a una simple falta de límites, sino ante una forma de expresión. Una forma que, como toda expresión, dice algo. Algo que tal vez no se ha podido decir con palabras, pero que el cuerpo insiste en mostrar.
La psicopedagoga Beatriz Janin lo explica con claridad: muchas veces, el sufrimiento psíquico en los niños no se manifiesta de modo evidente, como un diagnóstico clínico, sino en forma de gestos difusos: distracción, hiperactividad, desinterés, tensión corporal o, justamente, inquietud. Son formas en las que el niño pone en juego su malestar, su desborde, su desconcierto ante un entorno que lo interpela sin cesar, que lo mide, lo mira, que le exige respuestas rápidas a desafíos para los que muchas veces no está preparado.
En lugar de preguntarnos qué le pasa, que significa, que estamos haciendo, cómo nos estamos relacionando con el pequeño, en cambio solemos preguntarnos cómo hacer para que se detenga. Cómo lograr que se adapte, que se enfoque, que encaje. Así, el riesgo no es sólo patologizar la infancia, sino desoír el mensaje que ese niño, ese cuerpo lleva inscripto: que algo de su entorno no lo está sosteniendo suficientemente o le está exigiendo más allá de sus posibilidades a veces psíquicas, otras madurativas.
Y es que no se trata sólo de los niños. Los adultos también vivimos apurados, exigidos, atravesados por preocupaciones constantes. Con agendas saturadas, múltiples obligaciones y una creciente sensación de no llegar nunca. En ese estado de sobrecarga, la disponibilidad emocional se ve reducida. La capacidad de estar con otro —de estar realmente disponibles— se vuelve más difícil. Y cuando ese otro es un niño pequeño, la falta de disponibilidad repercute directamente en su bienestar emocional, buscando distintas formas de expresarlo.
Es importante entonces preguntarnos: ¿qué lugar tienen hoy los niños en nuestra organización social y familiar? ¿Cuánto tiempo de calidad compartimos con ellos? ¿Cuánto juego libre, cuánta escucha sin apuro, cuánta presencia sin condición? ¿Estamos respetando su tiempo de hoy, disfrutando su infancia? o ¿Estamos exigiendo prepararse para el futuro a costo del presente?
La infancia, dice Janin, es una etapa cada vez más demandada. Demandada por rendir, por portarse bien, por aprender de manera constante, por adaptarse a estructuras rígidas. Y es en esa exigencia permanente donde muchos niños empiezan a agitarse. La inquietud corporal aparece entonces como respuesta a un exceso: exceso de estímulos, de consignas, de obligaciones, de miradas correctivas. Aparece como una forma de defenderse frente a una organización del tiempo y del espacio que no se ajusta a sus necesidades y/o posibilidades.
En este contexto, el movimiento del niño puede ser tanto una vía de escape como un grito. Una forma de sostenerse a sí mismo cuando no encuentra sostén afuera. El problema es que ese grito muchas veces es silenciado, corregido o medicado antes de ser comprendido. Como si el objetivo fuera callar el cuerpo antes de escuchar lo que está diciendo.
Frente a esto, es necesario recuperar una dimensión olvidada: el bienestar infantil. Y dentro de ese bienestar, el disfrute, el juego, la pausa, el aburrimiento incluso. Porque un niño que no puede aburrirse nunca, que salta de tarea en tarea, de pantalla en pantalla, es también un niño que no puede registrar su deseo, ni desplegar su mundo interno.
El tiempo familiar muchas veces se reduce a logística: ir, venir, resolver. Pero pocas veces hay espacio para estar sin función. Para simplemente compartir una charla, un paseo, una comida sin interrupciones, sin preocuparnos a donde hay que llegar o hacer después. Cuando los vínculos se construyen sólo desde el deber, se vacían de disfrute. Y el disfrute es parte esencial del desarrollo psíquico.
El pediatra y psicoanalista Donald Winnicott advertía ya hace décadas que para que un niño pueda jugar, crear, explorar, necesita un entorno suficientemente bueno. No perfecto, pero sí estable, predecible y emocionalmente disponible. Cuando ese entorno falla —cuando no hay alguien que sostenga, que reciba, que traduzca el mundo en algo vivible— el niño se defiende como puede. A veces con retraimiento. A veces con movimientos incesantes.
Ese entorno no está formado sólo por personas, sino también por tiempos. Y hoy los tiempos parecen no alcanzarnos. Hay poco tiempo para esperar a que un niño se exprese a su modo. Poco tiempo para reparar un vínculo dañado. Poco tiempo para jugar sin consigna. Y esa urgencia se vuelve hostil para una infancia que necesita lentitud, repetición, ritmo.
El problema no es que los niños se muevan. El problema es que nuestros espacios no permiten, no toleran, no comprenden ese movimiento. Que esperan quietud y obediencia allí donde debería haber exploración y deseo.
Por eso, cuando un niño está inquieto, el primer paso no debería ser controlarlo, sino escucharlo. Preguntarnos qué está necesitando. Si duerme bien. Si está sobrecargado. Si tiene lugar para jugar. Si siente que alguien lo mira más allá de su conducta.
La inquietud, en muchos casos, es el precio que pagan los niños por no poder habitar su tiempo de un modo más genuino. Por no tener espacio para ser sin tener que rendir. Por vivir en un mundo que los mide sin darles tiempo para crecer.
Frente a eso, el desafío adulto es grande. No se trata de eliminar las exigencias, porque la vida también implica límites y responsabilidades. Se trata de poner esas exigencias en diálogo con la singularidad de cada niño, con su ritmo, su historia, sus emociones.
Y sobre todo, se trata de habilitar espacios donde el movimiento no sea sancionado, sino acogido. Donde la palabra no sea impuesta, sino esperada. Donde el adulto no sólo enseñe, sino que también acompañe. Porque en definitiva, no se trata de hacer que los niños se queden quietos. Se trata de ofrecerles un mundo que puedan habitar con sentido, con alegría, con bienestar.
* Mag. Psicología infantil y del adolescente
-
¿Cómo acompañar a las familias con hijos pequeños en la crianza desde la perspectiva de la Psicomotricidad?
Cómo fortalecer la autoestima infantil: el poder del juego y la autonomía desde la crianza
La importancia de enseñar a esperar: cómo la pausa favorece el desarrollo emocional infantil
Jugar a imaginar: por qué el juego simbólico es clave en el desarrollo emocional y social infantil