"No puedo más, pero tampoco puedo soltar”, “Estoy agotada, pero ¿cómo voy a quejarme si es mi mamá?”, “No tengo tiempo para mí, pero eso ahora no importa.” Frases como estas no se dicen en voz alta muy seguido. A veces aparecen en una sesión de terapia, con culpa y lágrimas contenidas.
Otras veces flotan en la mente de quienes pasan los días cuidando a un padre o una madre mayor, enferma, dependiente. Personas que no se definen como “cuidadoras”, pero que ejercen ese rol con una intensidad que muchas veces supera los límites del cuerpo y del alma.
Porque cuidar, cuando se trata de nuestros seres queridos, es un acto de amor profundo. Pero también puede ser un acto que nos arrastra a un lugar de soledad, sobrecarga, desgaste emocional y autoabandono. Especialmente cuando el rol de cuidador no es profesional ni elegido, sino asumido por compromiso, mandato familiar o porque no hay nadie más que lo haga. Y así, sin darnos cuenta, el amor empieza a doler.
Peso invisible
La mayoría de quienes cuidan a sus padres no se nombran como tales. No se identifican como “cuidadores”, sino como hijas, hijos, esposas, esposos, nietas. Pero en la práctica, se trata de personas que asumen una carga emocional, física y logística enorme, sin formación específica, sin descanso suficiente, y muchas veces sin red de apoyo.
La ciencia ya lo nombró: se llama carga del cuidador informal. Los niveles de estrés crónico en quienes cuidan de forma prolongada a una persona mayor dependiente son similares o incluso superiores a los que se observan en contextos laborales de alta presión. Desde la neurociencia sabemos que la exposición constante al sufrimiento ajeno y a la responsabilidad continua genera un estado de hiperactivación del sistema nervioso que puede terminar en ansiedad, depresión, trastornos del sueño y agotamiento cognitivo.
Lo más complejo es que este deterioro no se nota de inmediato. Primero es el cansancio que no se va, la irritabilidad constante, el sentimiento de culpa si se hace algo “para uno”. Después llegan la soledad, el aislamiento, la sensación de estar perdiendo el rumbo propio. Todo esto puede aparecer incluso cuando la persona cuidada es profundamente amada. Porque el amor no neutraliza el desgaste. Nadie puede dar lo que no tiene.
Mito del “buen hijo”
Muchas personas, sobre todo mujeres, cargan con una idea instalada desde la infancia: cuidar a los padres es una obligación moral, un deber sagrado. Y sí, acompañar a quienes nos dieron la vida puede ser una experiencia profunda. Pero también puede ser un lugar donde el sacrificio se vuelve excesivo, silencioso y peligrosamente normalizado.
El problema aparece cuando se confunde el cuidado con la anulación. Cuando la entrega se vuelve total. Cuando ya no hay espacio para la propia vida, porque todo gira en torno a la rutina médica, la medicación, la vigilancia. Y en ese torbellino de responsabilidades, aparece una culpa silenciosa: la de desear un rato sola, una salida, una pausa. Como si descansar fuese un acto de traición.
Desde la terapia cognitivo-conductual trabajamos con creencias rígidas como: “Si no hago todo yo, soy una mala hija”, “Si no estoy pendiente, algo grave va a pasar”, “No tengo derecho a priorizarme ahora”. Estas ideas generan una autoexigencia permanente que, con el tiempo, se convierte en resentimiento silencioso. Y el resentimiento, cuando no se reconoce, termina en síntomas.
Pedir ayuda
Uno de los aprendizajes más importantes es entender que no se puede cuidar bien a otro si una está emocionalmente quebrada. No es egoísmo poner límites. No es abandono delegar. No es desamor buscar momentos propios. Cuidar también es cuidarse.
Esto puede significar pedir apoyo a otros familiares, acudir a servicios de asistencia, buscar contención psicológica, o decir en voz alta: “Estoy cansada”. Lo que no puede pasar es que se naturalice la idea de que quien cuida debe hacerlo sola, sin red, sin derecho a decir basta.
Desde la salud mental, sabemos que prevenir el agotamiento del cuidador no es un lujo: es una necesidad. Una mente sobrecargada no puede pensar con claridad. Un cuerpo sin descanso no puede sostener rutinas exigentes. Quienes cuidan necesitan ser cuidados.
Tu vida importa
Muchas personas que cuidan a sus padres sienten que su vida quedó en pausa. Postergan proyectos, vínculos, salud, sueños. Se prometen que “cuando todo esto pase”, van a retomar. Pero la vida no espera. Y cuando por fin “pasa”, muchas veces lo que aparece es el vacío. La pregunta: “¿Y ahora qué?”
No tiene que ser así. Podés acompañar sin desaparecer. Podés cuidar sin agotarte. Podés amar sin anularte. Cuidar a quienes te cuidaron puede ser un acto de amor inmenso, pero ese amor también merece incluirte a vos.
Si vos te quebrás en el intento ¿quién quedará para sostener(te)? Visibilizar al cuidador informal es una necesidad humana. Es reconocer un rol lleno de contradicciones: amor y cansancio, compromiso y hartazgo, ternura y pérdida de libertad.
Habilitar ese discurso no te hace menos. Te hace más real. Y lo real es el primer paso para empezar a sostener desde otro lugar.
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Valeria Francia
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