"Mientras ellos estén bien, estoy también bien”, “Yo daría todo por mis hijos”, “Primero mis pequeños, después yo”. Escucho todos los días frases de este tipo en el consultorio, en redes, en talleres, en conversaciones con madres, padres, abuelos y hasta docentes. Sin duda, todas reflejan un amor incondicional.
Y sí, en parte lo hacen. Pero también reflejan otra cosa: una forma de amor que muchas veces se ejerce a costa del propio bienestar, de la salud mental e incluso de la identidad de quienes cuidan.
Porque hay algo que no solemos decir en voz alta, pero que conviene pensar: el amor sin cuidado hacia uno mismo no es tan inofensivo como creemos. Cuando nos convencemos de que la vida de nuestros hijos es más importante que la propia, corremos un riesgo silencioso: el de desaparecer de nuestra propia vida mientras intentamos garantizar la de ellos.
¿Y si el amor no alcanza? Como psicóloga especializada en neurociencia y terapia cognitivo-conductual, me toca acompañar a muchas personas que llegan exhaustas, frustradas o desconectadas de sí mismas, no porque no amen a sus hijos, sino justamente porque los aman con una intensidad que las consume.
Madres que se levantan cansadas, se acuestan agotadas, y en el medio solo se permiten existir en función de otros. Padres que se desdibujan en horarios laborales eternos con el único propósito de “darles lo mejor”.
Adultos que hacen malabares emocionales para que sus hijos no sufran… mientras sufren en silencio.
Ese amor sacrificial tiene un costo elevado. Un costo que, irónicamente, no solo lo paga quien lo ejerce, sino también quien lo recibe.
Porque un hijo no solo necesita amor. Necesita modelos emocionales disponibles. Necesita adultos que estén ahí, sí, pero que estén bien. Presentes de verdad. No zombis funcionales que se desviven pero no saben disfrutar, que cuidan pero no se cuidan, que acompañan a otros, pero no se registran a sí mismos.
Mito del sacrificio.
Hay una narrativa cultural —y especialmente en América Latina— que asocia la maternidad y la paternidad con el sacrificio absoluto.
Como si el amor se midiera en renuncias. Como si cuanto más te descuidás, más demostrás cuánto te importa el otro.
Desde la neurociencia sabemos que esto no solo es poco sostenible, sino además poco saludable. Un adulto emocionalmente disponible es alguien que también tiene espacios propios, que regula sus emociones, que puede reconocer su cansancio y también pedir ayuda.
Cuando nos negamos eso en nombre del amor, lo que transmitimos no es entrega, sino agotamiento. Y el agotamiento crónico —ese que se siente más en el alma que en el cuerpo— termina afectando las relaciones que más queremos proteger.
Empezar por uno mismo.
Tener hijos no debería equivaler a dejar de ser persona. Es cierto que hay momentos de mucha demanda —la infancia, ciertas etapas de la adolescencia, situaciones particulares de salud—, pero eso no debería convertirse en un mandato eterno. Cuidarte también es una forma de cuidar. Priorizar tu bienestar mental, emocional y físico es una inversión directa en el vínculo con tus hijos.
Esto no significa volverte egoísta o abandonar responsabilidades. Significa reconocer que vos también necesitas descanso, placer, vínculos que te nutran, espacios de silencio, terapia si lo necesitas, tiempo de calidad contigo misma o con tu pareja, o simplemente un rato en el que no tengas que estar disponible para nadie.
Estar bien. Si vos no estás bien, el vínculo se resiente. Los estudios en neuropsicología del apego lo dicen claramente: el estado emocional del adulto que cuida impacta directamente en el desarrollo emocional del niño.
No se trata solo de cuánto amas a tus hijos, sino de cómo estás vos en ese amor. Si ese amor viene con culpa, con ansiedad, con sensación de vacío o con exigencias imposibles, es muy probable que eso, aunque no se diga, se sienta. Porque el cuidado emocional no se enseña solo con palabras, sino sobre todo con ejemplos.
Un adulto que se respeta, que pone límites, que se da permiso para descansar y que no vive en modo supervivencia constante, le está enseñando eso mismo a sus hijos: que la vida vale. Que su vida también importa.
Incluirte.
No se trata de elegir entre vos y ellos. Se trata de dejar de excluirte cada vez que hablás de lo importante. Porque si no te cuidas, no solo no hay “hijo feliz” posible, tampoco hay vínculo sólido, ni disfrute genuino, ni futuro emocional sustentable. Una madre o un padre que se anula no es mejor, solo está más lejos de sí, más desconectado de su vitalidad, y más cerca del agotamiento que termina rompiendo todo lo que quiso proteger.
Así que la próxima vez que digas: “Primero mis hijos”, ojalá te preguntes: ¿Dónde quedo yo? Porque también mereces estar bien. Porque también importas. Y porque una vida que se entrega toda, pero no se habita, se vacía.
Cuidarte no es traicionar a nadie. Es empezar a tratarte con la misma ternura que le das a quienes amas. Es asumir que también tenés derecho a estar cansada, a equivocarte, a tener dudas, a desear una vida más liviana, incluso cuando tus hijos son lo mejor que te pasó.
Porque ser madre o padre no debería borrarte, sino ampliarte. No sos menos responsable por poner límites. No sos menos amorosa por pedir ayuda. No sos menos buena madre/padre por querer dormir una siesta, tener una cita o volver a hacer algo solo por el placer de hacerlo.
La crianza no necesita mártires, necesita adultos vivos. Y la única forma de sostener vínculos saludables es desde un lugar que también te incluya a vos.
Muchas veces, en nombre de nuestros hijos, postergamos decisiones clave: empezar terapia, salir de una relación que duele, frenar la autoexigencia, volver a mirar hacia adentro. Como si cuidar de ellos fuese incompatible con cuidarnos a nosotras mismas. Pero eso no solo es falso: es peligroso.
Hoy, más que nunca, hablar de salud mental es hablar también de maternidad y paternidad. Es hablar de cómo sostenemos los vínculos más importantes desde un lugar más real y más humano, lejos de la exigencia imposible del ideal perfecto.
Ojalá que esta columna no te deje con culpa. Ojalá te deje con preguntas. De esas que incomodan pero abren. De esas que hacen lugar para algo nuevo. Porque si te perdés en el camino mientras los criás… ¿quién queda después?