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La otra corrida San Fernando

| Laura Paipó y Jorge Albarracín quedaron ciegos de adultos. Encontraron en el atletismo más que un deporte: integración y la certeza de que "sí, se puede".

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DÉBORAH FRIEDMANN

En la casa de Laura Paipó y Jorge Albarracín, sobre camino Maldonado, ya casi no hay lugar donde poner más trofeos. Están sobre la repisa del living, en varios estantes del escritorio convertido en sala de ejercicio, hasta los usan como maceteros. Son reconocimientos a su buen desempeño como atletas, pero para ellos representan un "premio" a su audacia, a su valentía, a cómo encararon el haberse quedado ciegos. A que se puede -dice Jorge-, a que siempre se puede, repite.

Laura quedó ciega a los 32 años, hace 19. Jorge dejó de ver a los 36 años; hoy tiene 47. Viven solos y hacen todas las tareas del hogar, cuenta ella mientras sirve con naturalidad refresco en un vaso.

A Laura la dejó ciega una atrofia en el nervio óptico. Su hija Melisa tenía entonces seis meses. En el caso de Jorge padecer glaucoma -daño del nervio óptico por aumento de la presión ocular- le causó la pérdida de visión. También tiene una hija, Lorena, hoy de 19 años.

Jorge era deportista desde siempre. Cuando veía practicaba fútbol y paleta. Al quedar ciego se pasó primero al torball, un juego de pelota para personas con baja o nula visión. Después empezó a correr. Conoció la pista de atletismo ya sin ver y en 2007 consiguió participar en un panamericano, una experiencia que lo marcó. "Nunca en mi vida, después de haber quedado ciego, había pensado en poder lograr eso. Son cosas que te da la vida", resume.

Laura, en cambio, no era deportista pero sí buena compañera. Solía ir con Jorge a las carreras. Siempre lo esperaba en la llegada, pero en la corrida San Fernando de 2008 fue a la largada. Sintió una energía que no le es fácil describir, pero que le dio unas ganas "impresionantes" de dejar de vivir la competencia desde afuera.

"El año que viene la corro", le dijo a su pareja. Ni ella misma creyó en sus palabras, pero un año después ahí estaba, pronta para correr los 10 kilómetros que van desde Acuña de Figueroa y Fort Wayne hasta el puerto de Punta del Este, en la rambla y calle 30.

Después vinieron decenas de carreras -Jorge participó de 26 en 2011-, pero la San Fernando, que volvieron a correr este 6 de enero sigue siendo especial. "Es la más acompañada en toda la trayectoria, siempre hay gente al lado, animándose, aplaudiendo", cuenta Laura.

Cada vez hay más deportistas con discapacidad que compiten, señala Fernando Guelmo, de la organización de la corrida San Fernando. En esta edición se mejoraron los premios y otorgaron dinero a los que llegaron en los tres primeros lugares, tanto en silla de ruedas como en categoría no videntes. El aumento de los participantes con discapacidad es lento pero sostenido, según Guelmo. Cada año suele incorporarse un nuevo atleta ciego. En la anterior edición eran tres en silla de ruedas, esta vez fueron cinco. Y por primera vez participó una mujer en esa categoría, Lourdes Porro, de 35 años, quien definió la experiencia como "impresionante" y "con una sorpresa": al llegar tuvo una gratificación que no esperaba, el trofeo.

Jorge llegó segundo en su categoría (44 minutos y 15 segundos). Laura fue la única mujer que participó en la suya. Hizo el trayecto en 59 minutos, una marca que no la conforma - "debería andar mejor a esta altura", considera.

Ellos, como los demás atletas ciegos, participan junto a otros corredores que los asisten. Los llaman guías. En general los une un elástico o una cuerda. Durante el recorrido el participante que ve es los ojos del otro: le brinda instrucciones breves y precisas como "escalón hacia abajo" o "en 20 metros doblamos a la derecha".

Son los propios corredores quienes enseñan a sus guías. Para eso deben entrenar en conjunto, una actividad que no siempre es fácil de concretar, porque los acompañantes son voluntarios y hacen esa tarea en sus ratos libres. Por eso, les cuesta comprender por qué en la mayoría de las carreras no se premia también al guía.

La falta de autonomía hace que el caminador sea clave en la preparación. "A veces la gente no se da cuenta todo lo que nos cuesta a nosotros. Hacemos todo con buen ánimo y tratamos de no decaer, pero a veces no podemos hacer lo que queremos. Nos encantaría levantarnos y salir a correr pero no podemos", ejemplifica Laura.

El agradecimiento que les tienen a sus guías es inmenso. Porque les brindan amistad, tiempo, y sobre todo, porque saben que sin ellos -Amparo Bauter suele acompañar a Laura y Daniel Dibiase a Carlos, aunque en la San Fernando fueron Ricardo Umanti y Carlos Fernández- esta actividad que les da tantas gratificaciones no sería posible.

Laura y Jorge hablan de salud física y mental como muchos atletas. La diferencia es que para ellos correr es también sinónimo de integrarse. Son miembros de la Agrupación de Atletas del Uruguay y de la Confederación Atlética del Uruguay, donde conocieron colegas y se hicieron amigos.

"Mi primer carrera de 21 kilómetros la hice con cinco amigas escoltas de la agrupación. Íbamos cantando por la calle. Esas cosas te llenan la vida, te dan ganas de seguir adelante", dice Laura.

Ambos transmiten ante todo optimismo. "Siempre digo lo mismo a la gente que tiene alguna discapacidad. Que se puede. Que siempre se puede. Y que es impresionante lo bien que hace a la cabeza y también al físico", resume Jorge.

Escolares ciegos se integran

Laura es maestra. Cuando después de ir perdiendo la visión durante una década quedó ciega se reconvirtió en maestra de apoyo itinerante: ayuda a integrar niños con problemas visuales a escuelas que no sean especiales.

Si el niño es ciego la maestra concurre con él casi todos los días, al menos el primer año. Es una labor que incluye, además del alumno, a los restantes compañeros, la maestra y la familia.

-¿Y cómo son recibidos?

-El niño es integracionista nato, es el que tiene menos problema. Los que tenemos más problemas somos los adultos. Admiro a los niños ciegos porque ingresan y al poquito tiempo se ganan una escuela, se ponen la escuela al hombro, son uno más entre todos, los ven caminando y los saludan. Eso es lo que queremos, es para lo que trabajamos diariamente. Tenemos exalumnos ya abogados y dos exalumnos en facultad de Ciencias de la Comunicación.

La labor de estas maestras no es muy conocida, admite Laura. Es, según ella, un trabajo "de hormiguita". Implica, por ejemplo, ayudar a la maestra a crear estrategias para que un niño ciego pueda también comprender una gráfica -la hacen con textura o en relieve- o preparar de antemano en Braille una lectura que van a tratar en clase.

Según la experiencia de Laura, el grupo en el que se integra un niño ciego se convierte en el más solidario de la escuela. Además de aprender solidaridad, Laura y otras colegas desarrollan un plan para que el resto de los niños de la clase también sepan Braille. "Los compañeros de Nicole, de la escuela 10, empezaron tercer año con Braille y ahora terminaron cuarto y ya todos leen Braille. La maestra también. Ella me ayuda", dice orgullosa.

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