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Vivir y morir en el río sagrado

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(texto y fotos)

EL RÍO GANGES, el más sagrado de la India, nace a casi ocho mil metros de altitud en las nieves del Himalaya y tras dirigirse hacia el este recorre más de 2.500 kilómetros a través del subcontinente indio hasta desembocar en la Bahía de Bengala, formando el mayor delta del mundo. A su paso da vida a cultivos, hombres y animales, y a cambio se va cargando de muerte. Desechos industriales, fertilizantes agrícolas, aguas servidas urbanas sin tratar y restos humanos y de animales contaminan sus aguas a un nivel intolerable. Los fieles que se bañan en el río buscando ser purificados junto a la ciudad sagrada de Haridwar, cerca de sus fuentes, lo hacen en aguas limpias y frescas, pero quienes se sumergen en él a orillas de la también sagrada Varanasi (Benarés), varios miles de kilómetros después, están, quizás sin saberlo, poniendo en serio riesgo su salud. Diversas fuentes estiman la concentración de colibacilos en sus aguas en algunos puntos de su recorrido como varios miles superior al máximo valor admitido por la Organización Mundial de la Salud... para bañarse.

En 1998 organizaciones ambientalistas indias, con el apoyo de eminentes figuras científicas y religiosas inspirados en los principios filosóficos de Mahatma Gandhi, crearon el movimiento "Salvemos al Ganges" con el objetivo de sensibilizar al gobierno y a la población acerca de la necesidad de tomar medidas para evitar la inminente catástrofe; aproximadamente 500 millones de personas, la mitad de la población de la India, viven en sus márgenes. En su informe de 2012 la organización afirma que la contaminación causa la muerte de un millón de personas al año solamente en las ciudades de Kanpur, Allahabad y Varanasi.

Pero la contaminación no es el único problema que enfrenta el Ganges. El fenómeno del calentamiento global y la descontrolada construcción de represas a lo largo de su recorrido han reducido su caudal al punto de que en algunos puntos éste es prácticamente nulo. Los proyectos para construir otras 350 represas cerca de sus fuentes en el Himalaya ensombrecen aún más el panorama. El Ganges se muere.

RÍO CREMATORIO.

Llego a Varanasi al atardecer, y tras sortear un tránsito caótico sumergido en el smog, evitando por un pelo chocar con diversos vehículos en varias oportunidades, el taxista me deposita a la entrada de una antigua residencia reconvertida en hotel para extranjeros en el Assi Ghat, frente al Ganges. Dejo mi equipaje en la habitación y salgo a dar una vuelta por los "ghats", amplias escalinatas que bajan hacia el río en las cuales siempre se desarrolla algún tipo de actividad. Hay bastante gente, simplemente paseándose como yo bajo la tenue luz de la luna llena o sentados solos o en corrillos, pero en la penumbra no alcanzo a ver bien qué es lo que hacen y al cabo de un rato decido regresar al hotel. Me levanto al amanecer y vuelvo a salir, y esta vez el espectáculo es increíble. El sol sale del lado del río y a causa de la contaminación atmosférica, durante un rato se ve como una bola de fuego cuya luz dorada lo baña todo y uno se siente en medio de un sueño. Camino una buena distancia y paso por dos ghats donde se realizan cremaciones; los hindúes creen que si sus cenizas son arrojadas al Ganges el número de reencarnaciones se reducirá. En una casa sin ventanas y despojada de todo enser doméstico junto a uno de los crematorios, me presentan a una anciana que ha ido a morir junto al río sagrado y me pide unas rupias para ayudarla a comprar la madera necesaria para poder cremarla cuando llegue el momento.

A medida que progresa la mañana la luz cambia y la magia del amanecer se desvanece rápidamente para ser reemplazada por un calor agobiante. Los numerosos ghats a lo largo del río se pueblan de gente llevando a cabo sus "pujas" (rituales), haciendo gimnasia o higienizándose cuidadosamente en sus aguas, lavado de dientes incluido, a veces a escasos metros de los negros restos flotantes e hinchados de algún búfalo. El Ganges todo lo purifica.

Por la tarde me pongo a conversar con dos simpáticos ingenieros químicos indios que están en Varanasi por un encuentro empresarial y que dicen que aprovecharon su estancia para bañarse en el río y limpiarse de pecados. Les digo que eso explica por qué sus aguas se tiñeron de negro de golpe. Riendo, me sugieren que me bañe yo también. Un rato después me acerco a un grupo de curiosos reunidos en otro ghat alrededor de un cuerpo recién extraído de las aguas cubierto con un pedazo de tela. Un hombre joven, sentado en un escalón, gimotea teatralmente a unos pocos pasos de allí. Es un pariente que cumple con su deber de manifestar públicamente su pena. Alguien cuenta que el difunto se ahogó dos o tres días atrás, durante la celebración del diwali (año nuevo). Salieron por el río a festejar ocho personas, quizá ebrios, en un bote para cuatro, la embarcación se dio vuelta y dos de ellos se ahogaron. Al "responsable al timón" seguramente no le va a pasar nada, pues en la India -comenta con resentimiento- quien tiene dinero puede incluso matar, tal es la corrupción de la policía.

Prosigo mi camino y un poco más adelante me cruzo con un extranjero, visiblemente un residente de la ciudad, pues ha llevado algunas macetas con plantas hasta el borde del río para regarlas. Gesticula y despotrica contra los indios que toman sol indolentes junto al Ganges. "Tramposos-les grita- habría que traer gente realmente buena al río sagrado". Y mientras asciende los escalones del ghat en dirección de los edificios cercanos, va entonando lo que parece ser un himno religioso en sánscrito.

RITUALES MORTUORIOS.

En una visita posterior, años después, entrevisto al propietario de uno de los crematorios, un hombre de mediana edad, bajo y corpulento, de tez oscura, con un pequeño bigote y que viste con cierto arreglo: camisa amarilla, pantalón oscuro, collares de cuentas de colores, anillos de oro. Exhibe una sonrisa de dientes sanos pero intensamente manchados de rojo por la continua masticación del "paan", una suerte de nuez de betel india, y mientras junto a nosotros pasan los familiares de un difunto cargando la leña para su pira, accede amablemente a responder a mis preguntas.

En un inglés muy correcto me cuenta que su familia es la propietaria del crematorio desde hace 45 siglos (sic) y que aunque por consiguiente pertenece a la casta de los intocables (llamados actualmente "dalit"), debido a lo indispensable de su oficio, puesto que los hindúes son cremados, posee un rango ceremonial elevado. En su establecimiento, a diferencia del otro que hay en la ciudad, que es mayor, se creman tanto hindúes como "europeos", pues hay extranjeros que eligen ser incinerados allí y que sus cenizas sean arrojadas al Ganges sagrado. Con el ghat ocupado día y noche, se queman en promedio unos 50 cuerpos diarios, cifra que durante las épocas de mayor calor puede alcanzar los trescientos, casi todos de ancianos.

En cada cremación se utilizan unos 360 kilos de leña, que cuestan unos 200 dólares si se emplea madera común, y cientos de veces más cuando se opta por la más aromática de sándalo. Los cuerpos se consumen en unas tres horas, aunque de forma incompleta: la pelvis, en las mujeres, y el tórax en los hombres, suelen quedar bastante enteros y son arrojados al río junto con las cenizas. La carne restante -explica con naturalidad- es devorada por los pececillos que, en el caso de que el karma del difunto sea bueno, podrán reencarnarse en un ser humano la próxima vez.

Seis categorías de personas no necesitan ser cremadas por ser consideradas puras: los saddhus (hombres sabios), las mujeres embarazadas, los niños menores de nueve años, las personas mordidas por serpientes, los leprosos sin manos ni piernas y las víctimas de enfermedades infecciosas como la viruela. Todos ellos, así como los indigentes que no pueden pagar la leña de la pira, son arrojados directamente al río con pesos amarrados para que se hundan. Las mujeres de la familia del difunto no pueden asistir al ritual, en parte porque con sus llantos perturbarían la liberación del espíritu del cuerpo, pero además para evitar la práctica del "satí", tradición actualmente prohibida en la que la viuda se arrojaba (o era arrojada) a la pira funeraria para que ardiese junto con su marido. Dice haber visto de niño a viudas arrojarse a las llamas, pero que la costumbre se extinguió hace apenas una veintena de años.

Sin poder quitar por un momento los ojos de una pira cercana, casi extinguida, de la que asoman, enteras, las piernas desnudas y dobladas hacia abajo de un difunto, le pregunto cómo es posible que a escasos cincuenta metros del ghat estén lavando ropa en las aguas del río y poniéndola a secar adonde el humo de las piras las alcanza de lleno. Enfáticamente y con el tono de quien explica algo obvio a un niño, me responde que el sagrado Ganges todo lo purifica, "esa es su virtud única". A continuación, y ya concluyendo la entrevista, acaba pidiéndome algo de dinero. "Para la familia del difunto", asegura, ofreciéndome una vez más su roja sonrisa.

FESTIVAL JUNTO AL RÍO.

En Varanasi se celebran importantes festivales religiosos y en mi segunda visita a la ciudad tuve la oportunidad de presenciar uno de ellos. Se trataba del Nagnatahia, una celebración en honor del dios Krishna que se llevó a cabo a media tarde en un ghat cercano al hotel en el que me estaba alojando. Fui un buen rato antes para conseguir una buena ubicación y ya había miles de personas, pero no tuve demasiada dificultad en abrirme paso hasta el lugar adonde se llevaban a cabo los rituales, en los cuales los indios comparten generosamente su cultura con los extranjeros. En medio de la multitud, ocupando lugares de privilegio, había varios turistas, algunos de ellos vestidos con ropas tradicionales indias, lo que los hacía destacarse aún más. Había bastante seguridad. Grupos de policías armados con viejos fusiles Enfield de la época de la Segunda Guerra Mundial estaban apostados en varios lugares (nunca se sabe con los terroristas, aunque no parecían muy inquietos).

El ritual era complejo: incluía la lectura de textos sagrados, cánticos y una representación durante la cual un niño, ataviado y con su cuerpo pintado como Krishna, se trepó a un árbol que habían instalado poco antes en el borde del río, y desde allí se arrojó a sus aguas turbias, para luego de nadar algunos metros perseguido por una suerte de dragón o serpiente acuática, regresar a la orilla, adonde fue recibido en medio del general alborozo. El festival se prolongó hasta el fin del día siguiente y miles de personas acudieron a dejar sus ofrendas a orillas del río sagrado en medio de un ambiente de alegría.

Por la mañana del segundo día, cuando llegaba al ghat, pasé junto a un saddhu completamente equipado con sus prendas color azafrán y su tridentito, que acababa de perder la paciencia con una de las cabras que deambulaba por el barro alimentándose de las ofrendas y la zamarreaba vigorosamente.

Turismo místico

SITUADA EN LA CONFLUENCIA de los ríos Ganges (Ganga) y Varaunas, el último de los cuales, según algunos, le habría dado el nombre oficial de la ciudad, Varanasi, también conocida como Banaras o Benares, es una de las urbes continuamente pobladas más antiguas del mundo. De ella el escritor estadounidense Mark Twain dijo que "es más antigua que la historia, más antigua que la tradición, incluso más antigua que la leyenda y luce el doble de antigua que todas ellas juntas". Lo del escritor puede ser apenas una expresión de excesivo entusiasmo, ya que era un conocido indiófilo, pero los hallazgos arqueológicos de sus asentamientos más tempranos, de los siglos XI y XII A.C., la tornan lo suficientemente antigua como para satisfacer a cualquiera, aunque sus templos y palacios más viejos que quedan en pie daten del siglo XVIII. La tradición hinduista la considera fundada por el dios Shiva y referencias a ella aparecen en el libro clásico indio Mahabharata. Con esos antecedentes Varanasi no podría ser menos de lo que es: la ciudad más sagrada de la India y uno de sus centros culturales más importantes. Borges le dedicó un poema en Fervor de Buenos Aires donde la define como "la ciudad de los muchos dioses", tras haberla llamado "la imaginada urbe/ que no han visto nunca mis ojos". De hecho, y a pesar de los vaivenes de la historia, que la hicieron pasar por las manos de sucesivos conquistadores que adherían a diferentes credos -como el musulmán Qutb-ud-din Albak, quien tras capturarla procedió, con islámico celo iconoclasta, a destruir más de mil templos hindúes-, el 84 % de los habitantes de la ciudad practican el hinduismo, contra el 16 % de musulmanes. Un porcentaje ínfimo agrupa a las demás religiones, incluyendo al budismo, aunque Buda dio su primer sermón en la vecina Sarnath en el año 567 A.C. Hoy en día, cientos de miles de peregrinos, muchos de ellos extranjeros, acuden a sus ghats a bañarse en las aguas sagradas del Ganges, limpiarse de pecados, interrumpir el ciclo de reencarnaciones y alcanzar así la salvación. Para asistirlos en su búsqueda espiritual, alrededor de 50.000 brahmines (individuos pertenecientes a la casta sacerdotal) están siempre disponibles, entre los que abundan, inevitablemente, seudo-gurúes continuamente al acecho de extranjeros incautos con sus bolsillos más o menos provistos de las más que bienvenidas divisas foráneas. En 2002 recorría el borde del Ganges en compañía de un amigo español que había residido en la India durante varios años y que, tras cruzarnos con un par de jóvenes de aspecto europeo y evidentes, aunque fallidos, deseos de vestirse como los locales, pasó a describirme la rutina de tales gurúes. Tras captar a sus futuros seguidores, los iluminados los atontan con dosis masivas de teorías místicas, sexo a voluntad y drogas a destajo -decía mi amigo- hasta dominarlos por completo, cuidando de mantenerlos siempre en total aislamiento. Cuando por fin se les acaba el dinero, los alumnos terminan apelando a sus familiares, que comienzan a enviarles giros de ayuda que inevitablemente terminan en manos de sus nuevos guías espirituales, ya que los discípulos han sido cuidadosamente adoctrinado acerca de las virtudes del despojamiento y sobre la necesidad de compartirlo todo con sus maestros. Buscando la liberación, terminan cautivos. Poco rato más tarde, desandando el camino, me cruzo nuevamente con los dos extranjeros, que regresan acompañados por un indio muy joven, vestido con prendas blancas y luciendo una tupida barba, que va escupiendo un torrente de palabras que ambos parecen escuchar extáticos.

Tanto es el acoso de los falsos guías que una página en Internet de turismo de la ciudad aconseja cuidarse de los falsos gurúes y de los carteristas en los templos y de los abusos por parte de los conductores de rickshaws y advierte, por si acaso, que "por razones de seguridad, armas y municiones no son admitidas en los templos".

Pero no solo de misticismo y turismo vive Varanasi. Con 1:200.000 habitantes, una población relativamente reducida considerando los mil millones de indios que habitan el país, la ciudad es conocida desde hace muchos siglos por sus fábricas de seda, de muselina, de perfumes, y en especial por sus actividades artísticas y culturales. Contrastando con su bajo índice de alfabetización, de 80 % (85% los hombres y 75% las mujeres), Varanasi tiene una actividad intelectual muy activa y alberga la mayor universidad de Asia, la Benares Hindu University. Músicos y poetas abundan (el recientemente fallecido músico clásico indio Ravi Shankar nació allí) y Aparajito (1957), la segunda película de la trilogía del director Satyajit Ray, se desarrolla en la ciudad, adonde el padre de Apu, el protagonista, tras emigrar del campo con su familia, ha conseguido un puesto de guardián en un templo junto a uno de los ghats.

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