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Crónica de una América africana

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Leticia Feippe

UN ÓMNIBUS rojo, decorado con espejos, pompones e imágenes de la Virgen María parte del mercado de Bazurto, en Cartagena de Indias. Al ritmo de la cumbia y el vallenato, atraviesa zonas suburbanas donde abundan las casas de bloques, la gente en la vereda, los puestos de fruta y los de llamadas a celular, tan frecuentes en Colombia. Cuando se detiene en un baldío conocido como el Terminal, algunos pasajeros bajan para subir a otro ómnibus con destino Mahates. También suben vendedores de pan, frutas, agua y películas en dvd. El conductor ata con un nudo lo que resta del cinturón de seguridad y arranca. Cuando llega al pueblo de Malagana, algunos pasajeros dejan el ómnibus y suben a las motos-taxi que aguardan en la parada. Van a San Basilio de Palenque, conocido como el Primer pueblo libre de América.

Es un día especial, el primero del Festival de Tambores y Expresiones Culturales de Palenque. Pero Palenque también es especial por otro motivo: en el 2005, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) declaró a este pueblo de afrodescendientes Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.

En la plaza principal, la estatua de Benkos Biohó es más que elocuente: un grito en su cara, la mano hacia el cielo y las cadenas rotas. Biohó, líder histórico del pueblo, nació en Guinea Bissau y fue vendido como esclavo en Cartagena en 1596. Según la tradición oral, había sido un monarca en África. A fines del siglo XVI huyó, dirigió un levantamiento de poco más de 30 personas y fundó un pueblo que resistió los intentos de destrucción ordenados desde Cartagena, gracias a la destreza con que sus habitantes se desenvolvían en la ciénaga de la Matuna. Luego de años de lucha, logró una tregua en 1612 o 1613. Pese a esto, seis años después, Biohó fue detenido en Cartagena tras una riña y el gobernador mandó ahorcarlo. Murió en 1621.

ÁFRICA EN AMÉRICA. En Palenque viven tres mil quinientas personas pero debido al festival hay más. Algunos llegaron en el ómnibus que entra a las diez de la mañana, otros lo hicieron en las motos y luego, a las cinco de la tarde vendrán más en el segundo y último ómnibus que llega hasta el Centro. Los que no son de allí saludan a sus conocidos y buscan dónde quedarse. A las dos de la tarde, cerdos y mulas transitan mansamente calles de tierra cercanas al Centro.

Ana y Sofanor están de visita en casa de Socorro y conversan junto a la puerta. Socorro vive en una casa de adobe cerca del arroyo. Tiene dos habitaciones, dos camas grandes en las que duermen ella y tres niños, un fondo, una letrina. De las paredes del estar, que es también comedor y cocina, cuelgan cacharros y palanganas, cuidadosamente ordenados. Apoyada contra la puerta que da al fondo descansa una escoba casera. Hay portarretratos con fotos de las hijas de Socorro y Michi. Ésta trabaja en un parque cerca de Santa Marta y visita Palenque cada par de meses. También se ve un diploma escolar de María del Mar, una de las niñas. Sobre un cartón, al lado del ventilador, duerme la siesta un niño pequeño. Es hijo de Michi con otra mujer pero se queda con Socorro porque su madre está de viaje, trabajando. Cuando el niño despierta, Socorro lo abraza, le da un plato de arroz y dice que él tiene dos mamás. Socorro es amable. A quienes considera amigos o amigos del padre de sus hijas les ofrece comida, un lugar en su casa, agua. El agua corriente es un bien preciado en Palenque ya que no siempre está disponible. Depende del día y de la zona. No abunda en las casas, no existe en muchos baños.

Sofanor improvisa un recorrido por los principales sitios de Palenque: el arroyo donde muchas palenqueras lavan su ropa, el cementerio, la iglesia, la policlínica y el Centro.

En la calle principal se encuentra con Manuel Pérez, integrante de la Asociación de Productores Agropecuarios, Dulces Tradicionales y Servicios Etnoturísticos (ASOPRADUSE). Manuel saluda a un músico argentino que acaba de llegar. El músico grita emocionado: "¡Bienvenidos a África!".

En el pueblo hay muchos niños corriendo, jugando, bailando. "Propendemos a mantener la especie humana", bromea Manuel. Hay quienes tienen doce hijos o más y no es raro que los palenqueros pregunten al extranjero "¿cuántos hermanos tiene usted?" y luego, "¿y cuántos viven?".

Según Claudia Perilla, doctora de la policlínica, en Palenque hay muchas madres adolescentes. Hoy se procura que controlen sus embarazos y que vayan al ginecólogo en Cartagena si son primerizas. El centro de salud tiene dos camas y tres veces por semana va un dentista. La ambulancia se comparte con el pueblo de Malagana.

Sofanor saluda a la doctora y camina hasta su casa, donde su madre cocina con leña una sopa de carne, papa y topocho, un tipo pequeño de plátano. Mientras la sopa se calienta, la madre de Sofanor explica cómo se preparan el arroz con coco y el jarabe de totumo. En el living, Ángela Hernández, tía de Sofanor, mira una película cuya imagen no se ve del todo bien. Ángela dejó de trabajar debido a su edad. Hasta hace poco tiempo, vendía fruta en Cartagena. "Las viejas de antes llevaban 200 o 300 guineos en la cabeza", cuenta su sobrino. Ángela se coloca en la cabeza el latón que solía usar. Lo sostiene en perfecto equilibrio. Luego sirven la sopa. Simple, deliciosa.

PATRIMONIO LINGUÍSTICO. Además del español, los palenqueros hablan la lengua que surgió hace unos 400 años entre los esclavos que venían de diversos sitios y que huían hacia los palenques. "Antes, la gente del color suyo se burlaba y hasta el papá suyo se molestaba si hablaba esa lengua que era un espectáculo", dice Sofanor. Ahora la situación no es la misma y la lengua también se enseña en la escuela. De camino hacia el Centro, Sofanor saluda a un hombre de 80 años y le pide que hable en lengua. El hombre dice que no al principio pero luego accede entre risas.

Armin Schwegler, lingüista de la Universidad de California, sostiene que en la última década, la lengua se ha convertido en un símbolo de orgullo local y está resucitando palabras de origen africano. Según Schwegler, si bien la mayoría de las palabras es de origen latino, es posible ver la influencia de la lengua bantú llamada kikongo en las prenasalizaciones. "Dos", se dice "ndo", "bala" se dice "mbala". La segunda persona del singular "bó" parece uruguaya.

Manuel cuenta que en Palenque se educa para transmitir elementos culturales de los antepasados. "Se enseña la lengua, cómo sembrar, cuándo cortar un árbol para hacer madera", dice. Luego se despide con la frase: "Pá uto begá loke bó ke miní pandi Palenge, suto lo ke tá ki a senda kombilesa sí; asina ke bó polé miní kuando bó kele". "Para la próxima vez que vengas a Palenque", traduce, "todos nosotros, los que aquí estamos, somos tus amigos; así que puedes venir cuando quieras".

PATRIMONIO RITUAL. Murió un familiar de Sofanor, un hombre joven al que han vestido de amarillo. En la casa, las mujeres saludan a quienes llegan a dar sus condolencias. En la vereda de enfrente, los hombres conversan en una ronda. En el patio, un amplificador espera la noche. Es para poner la música que le gustaba al fallecido.

En Palenque, los velorios se extienden más allá del día del sepelio. Duran nueve noches. El ritual que los caracteriza y que también es un ritmo musical se llama lumbalú y significa "dolor colectivo". Del ritual participan familiares, amigos e integrantes del grupo social al que pertenecía el fallecido. Este grupo, llamado kuagro se forma en la infancia de acuerdo a la edad y zona de residencia de la persona, se mantiene durante toda la vida y tiene una participación activa en la preparación del velorio.

El lumbalú incluye música, baile, comida, bebidas, anécdotas, bromas, lágrimas y juegos. Algunas mujeres cocinan para todos, otras lloran, cantan y se comunican con los espíritus para que den la bienvenida al fallecido. Los tambores operan como nexo.

Según la antropóloga Laura Morales, quien hizo su tesis de grado sobre este rito, el lumbalú es un escenario de comunicación entre los ancestros y los palenqueros, tal como ocurre en culturas africanas. En su crónica "Una noche de lumbalú", Morales narra: "los tamboreros (…) tocaban con una fuerza y una vitalidad impresionantes (…). Los llantos que provenían de los cuartos se habían convertido en sonidos muy agudos, de unas características que (…) nunca pensé que una garganta humana pudiera producir".

Una de las cantadoras emblemáticas de lumbalú es Graciela Salgado, integrante del grupo "Las alegres ambulancias". Mientras fuma un cigarro y habla sobre una representación que hizo en Washington DC, Graciela recuerda: "Toco el tambor desde que estaba principiando (sic) a gatear".

MÚSICA EN LA NOCHE. Los palenqueros y la música viven en simbiosis. Cumbia, bullerengue, champeta, lumbalú, mapalé, son, chalupa, fandango y porro están presentes en la vida cotidiana de Palenque. Jesús Pérez, director del festival de tambores, explica que, aunque existe una escuela de música y danza (la escuela Batata), allí solo se recopila y perfecciona el conocimiento que los niños ya traen desde sus casas.

Esto se hace visible al caer la noche, cuando cientos de palenqueros bailan cumbia y puya al ritmo de los tambores cerca del escenario. También hay visitantes de otras ciudades que se acercaron por su devoción a la música o por estar vinculados de alguna forma al pueblo. Nyria Ramírez es una de ellas. Luego de trabajar en un proyecto de radio comunitaria en Palenque, se enamoró del lugar. Dice Nyria que allí hay personas que trabajan "para decirse a sí mismos y al mundo entero que en ese rincón de los Montes de María existe un pueblo negro resistente". "Me enamora cada familia que conozco, cada historia palenquera", agrega Nyria, "me enamoran sus hombres de negro azabache, de rostros impresionantemente bellos (…) me enamora su música de sexteto, que lo bailo con el corazón palpitando y mi sangre india hirviendo".

Nyria no disimula su emoción cuando le dicen que puede quedarse en casa de Rafael Cassiani, director del Sexteto Tabalá, uno de los grupos más populares de Palenque, reconocido en toda Colombia.

Cassiani, de 77 años, es músico desde niño. "Desde peladito", cuenta, comenzó a acercarse a los ensayos del sexteto de su tío, a cantar, a tocar las maracas y las claves. Hoy dirige un sexteto que actuó en Estados Unidos, Jamaica, Panamá y Ecuador. Cassiani comenta que está por viajar a Dinamarca y que en Francia sus discos marchan muy bien. Sin embargo, el director del Tabalá vive de la agricultura. "La música no da para vivir", dice. Manuel Valdez, timbalero del grupo, comenta: "el Tabalá tiene mala suerte, todos le prometen muchas cosas pero nadie cumple".

Cassiani camina hasta el escenario del festival. La plaza está llena de gente. Los tambores suenan en el escenario y la gente baila en la calle. Luego del espectáculo, hay una exhibición de documentales sobre la historia de Palenque y sobre la artista plástica Ana Mercedes Hoyos, quien encontró en las mujeres palenqueras una fuente de inspiración.

Durante cuatro días se acercarán al escenario unos dos mil espectadores. Habrá además talleres de música, de peinados y de lengua palenquera, muestras de artesanías, conferencias y un encuentro de medicina tradicional. También un "maratón masculino de la libertad", coordinado por la Escuela de Cultura Física, Recreación y Deporte "Kid Pambelé", nombre que homenajea al Campeón Mundial de boxeo Antonio Cervantes, oriundo de Palenque.

Cuando los documentales terminan, los asistentes al festival no quieren volver a sus casas. Entonces, a pocas cuadras de la plaza, se improvisa una fiesta con tambores y gaitas, un tipo de flauta indígena. "Esto recién empieza" es la frase que más se escucha. Absolutamente todos saben bailar. Sus cuerpos logran movimientos dignos de aplausos. Zoe, una estadounidense que investiga la danza colombiana, baila con los palenqueros como una local. Su pollerín se mueve tan rápido como sus caderas y ella ríe y grita: "¡Estoy trabajando!" Mientras tanto, en casa de Socorro, los niños duermen en una cama grande, tapados con una sábana.

A las tres de la mañana suenan las bocinas del ómnibus que en poco más de una hora saldrá para Cartagena. "Es para despertar a la gente", explica Socorro, mientras se levanta y se abriga con una toalla porque siente un poco de frío aunque la temperatura supere los 25 grados.

En la plaza, hombres y mujeres se ayudan unos a otros para subir bolsas al techo y latones con fruta y pescado al interior del vehículo. A las cuatro y veinte el ómnibus arranca. Aún se escuchan los tambores en la noche que ya está por irse, mientras el ómnibus recorre la avenida de tierra que lleva a la ruta, tocando bocina por si alguien no se levantó.

La historia

EL PRIMER DÍA de 1590, el cabildo de Cartagena comunicó una serie de normas para disuadir a los esclavos de la huida: cien azotes para quienes escaparan por quince días, extirpación del miembro genital a quienes lo hicieran por un mes y la muerte para quienes lo hicieran por un año. Sin embargo, los deseos por alcanzar la libertad fueron más fuertes que los castigos. Los palenques, pueblos que los negros fundaban y defendían, ya existían y siguieron existiendo.

En el libro San Basilio de Palenque: memoria y tradición, María Cristina Navarrete da cuenta del proceso que derivó en el actual San Basilio.

Durante el siglo XVII, a veces con la intermediación de la iglesia, los líderes de varios palenques procuraron negociar con Cartagena. Hubo algunos logros, como las reales cédulas que declaraban su libertad. Pero el cabildo y los vecinos de Cartagena no aprobaban esto. Argumentaban que los negros eran ladrones y que instaban a otros a rebelarse. Sin embargo, explica Navarrete, el pillaje solo fue frecuente en los primeros tiempos o en poblados pequeños ya que los palenqueros eran autosuficientes: tenían plantaciones y realizaban trabajos en estancias.

En 1693, el gobernador de Cartagena Sancho Jimeno de Orozco emprendió la lucha para destruir los palenques. En junio de 1694 los palenques de las sierras de María fueron atacados, pero no todos fueron apresados y el palenque resurgió. En 1713, el obispo de Cartagena Antonio Cassiani fue interceptado por un grupo de cimarrones que le solicitaron que intercediera por ellos. El obispo accedió. En enero de 1714 se llegó a una suerte de tratado que establecía que los esclavos criollos serían libres y que todos harían su aporte para que los que aún fueran esclavos pudieran comprar su libertad. El pueblo fue nombrado San Basilio Magno pues su primer sacerdote perteneció a la orden de dicho santo.

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