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Francisco Faig
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Vivimos en una sociedad fracturada y embrutecida cultural y socialmente. Un buen ejemplo de ello es la información que surgió esta semana sobre la proyección de películas extranjeras en nuestros cines.

En las zonas más acomodadas de Montevideo, como por ejemplo el shopping de Punta Carretas o el complejo Alfa y Beta, los cines en general ofrecen películas extranjeras subtituladas en castellano. Pero en las zonas más populares, como en el shopping nuevocentro, la inmensa mayoría de ellas son dobla-das al castellano, por un motivo bien sencillo: los espec-tadores no alcanzan a leer correctamente los subtítulos. Ocurre algo muy similar en muchos cines del Interior del país.

Los optimistas no perciben esto como algo negativo. Creen que hoy hay mejor educación porque asiste a enseñanza secundaria más gente que antes, y estiman que hay más cultura porque, por ejemplo, los resultados de una encuesta de consumo cultural arrojaron que en 2014 se leía un poco más que en 2009. Así, interpretan la información con complacencia: aducen, por ejemplo, que la concurrencia a cines en zonas populares muestra que las clases medias están accediendo a una cultura que antes les era ajena. Hay más plata, mejor repartida y democratización cultural. Lo del doblaje no es pues un problema, sino que sería incluso un signo de mejoría social.

Sin embargo, la verdad es muy diferente. En 1953, por ejemplo, en una Montevideo de unos 800.000 habitantes, se vendieron más de 19 millones de entradas en un total de 105 salas, o sea un promedio de unas 52.500 entradas por día. Hoy, no se llega a 3 millones por año. Además, el país se enorgullecía de pasar las películas en versiones originales, por lo que las clases medias, en todos los barrios, leían sin problema los subtítulos en castellano. Es que aquel Uruguay era, sin duda, una sociedad integrada y comparativamente más culta y educada que la actual.

Los optimistas alegarán que hoy hay muchas otras formas de ver películas y que no es pertinente comparar con los años 50. Además, entretanto sufrimos el neoliberalismo excluyente de los años 90 y sus daños a la cultura en general. Empero, esa argumentación tampoco es cierta. En el teatro de Montevideo, por ejemplo, los resultados de la comparación de asistentes favorecen ampliamente a esos criticados años neoliberales: fueron 445.000 en 1994 y no llegaron a los 150.000 en 2014.

El problema es que nuestras clases medias envejecidas, acomodadas, autocomplacientes y, por cierto, mayoritariamente simpatizantes del Frente Amplio, tienen tendencia a creer en los argumentos optimistas aquí descritos. Egoístas furibundos o simplemente despreocupadas, no les interesa entender realmente a la sociedad en la que viven: fracturada, embrutecida, incapaz de leer subtítulos en el cine y que prefiere ir a las domas del Prado que al teatro. Obviamente, todo esto tiene traducción política. La exitosa demagogia de Mujica que tanto apoyo electoral recibe no surge de un repollo, sino que se afirma en este páramo social-cultural mayoritario. Evidentemente, es una situación muy difícil de cambiar rápidamente. Empero, sí podemos al menos asumir la realidad y combatir luego la tilinguería de nuestra extendida autocomplacencia.

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