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Oporto, una metrópolis que se sacude del letargo

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Oporto es disfrutable al aire libre o en sus sitios mágicos.

La segunda ciudad del Portugal se abre paso como un destino con mucho más que vino para ofrecer. Fachadas de colores, callecitas para perderse, barcos antiguos y una amplia zona de vanguardia la hacen encantadora.

Oporto fue visigoda, romana, árabe... Pero desde que el arquero del Real Madrid Iker Casillas y su mujer, la periodista Sara Carbonero, se mudaron aquí a principios de agosto, la ciudad a orillas del Duero pasó a ser, sobre todo para los medios de comunicación españoles, la ciudad de Iker y Sara.

Y si bien los famosos vecinos despertaron un renovado interés por la capital del Norte portugués, lo cierto es que Oporto (Porto en portugués) se vende muy bien por sí sola. Muestra de ello es el reciente desembarco de varias low-cost en el aeropuerto Francisco Sa Carneiro, a 13 kilómetros, que siguen sumando turistas y frecuencias (acaba de anunciarse la ruta Copenhague-Oporto, que comenzará a operar Ryanair en marzo de 2016).

El avión es una opción para llegar hasta aquí desde otros aeropuertos europeos, aunque el tren es la más clásica si uno está dentro de Portugal. Y si se viene en auto, lo mejor es estacionarlo apenas se entra en la ciudad y olvidarse de que existe.

Porque como tantos cascos históricos europeos, Oporto está hecha para caminar (más allá de que los portuenses no se destacan por sus destrezas al volante). Y pocas veces en terreno plano. Las empinadas cuestas que van a dar al río dieron forma a un entramado urbano lleno de desniveles, con callecitas estrechas que suben y bajan, e iglesias ubicadas estratégicamente en la cima de los cerros.

Si bien el centro es relativamente pequeño, tanta voltereta y recoveco hacen que los trayectos demoren más de lo pensado. Y así, entre parada y parada para recuperar el aliento, uno va descubriendo como por casualidad algunas de las joyas de esta ciudad de belleza decadente. Como el Palacio de la Bolsa, una construcción neoclásica con salones árabes donde tenía su despacho Gustave Eiffel, o la iglesia de San Francisco, cuyo interior está totalmente revestido de oro. Ni hablar de la estación de trenes Sao Bento, en cuya decoración se usaron 20.000 azulejos y, sin exagerar, es una de las más lindas del mundo.

Sorteando placitas donde picotean los gorriones y confluyen empedrados y escaleras, cruzando la elegante Avenida dos Aliados, o caminando entre figuritas de golondrinas que adornan las casas (son señal de buena suerte ), también se llega a uno de los lugares más visitados de la ciudad, la librería Lello & Irmão (rua das Carmelitas, 144), una maravilla neogótica de finales del XIX. Es una de las librerías más antiguas del mundo y, más allá de sus 80.000 títulos, lo que más impresiona es su arquitectura interior: el vitral del techo es tan impresionante como las baldosas del piso, y el rumor dice que la escalera, otra obra de arte, inspiró a J.K. Rowling —que trabajó como profesora de inglés en Oporto durante una temporada—, para crear la escalinata de la biblioteca del colegio Hogwarts. El tema con tanta fama es que la pobre librería está siempre atestada de turistas, más interesados en sacar fotos que en comprar libros.

Mejor rédito de su esplendor histórico es el que saca el café Majestic, una reliquia belle époque que no sólo resiste el paso del tiempo (a diferencia del antiguo Café Imperial, devenido en un McDonalds) sino que apenas hay lugar para sentarse. Los precios son levemente más caros que en un café "normal", pero no dejan de ser accesibles.

El río de oro.

Con sus fachadas descascaradas de colores, la ropa tendida al viento, el olor a bacalao y los antiguos barcos o rabellos dormitando en el agua (con su carga falsa de barriles) la Ribeira, el paseo que bordea el Duero, es la estampa más universal de Oporto.

En las dársenas se puede adquirir un ticket para hacer una travesía por el río y pasar bajo sus seis puentes de hierro, de los cuales el más célebre es el Ponte de Dom Luís I. Construido en 1886 por un discípulo de Gustave Eiffel, vale la pena subir hasta el nivel de arriba (el de abajo es para el tráfico de autos) y cruzarlo a pie. Desde allí podrán obtenerse las mejores vistas del enjambre de tejados naranjas, de los campanarios de cientos de iglesias que se elevan al cielo gris y, destacándose entre todos, la Torre dos Clérigos, el hito más destacable del perfil portuense. Y si uno va al final del día, podrá darse cuenta por qué el Duero se llama Duero, o más bien Douro en portugués, cuando la luz de la tarde lo tiñe en un río de oro.

Y si el Oporto del pasado, aquel que pervive en su letargo, entre las campanadas de las iglesias barrocas y el metálico zumbido de los tranvías, está junto al río, el Oporto rompedor y de vanguardia se extiende en la zona de Boavista. Allí se levanta la Casa da Música, una sala de conciertos diseñada por el arquitecto holandés Rem Koolhaas, a la que llaman "meteorito". O la Fundación Serrlaves, el edificio de líneas puras y rectas del arquitecto Álvaro Siza en el que funciona el museo de arte contemporáneo, y que vale la pena visitar, además, por sus espléndidos jardines (son nada menos que 18 hectáreas de parque).

Muy cerca de Boavista, la exclusiva zona de Foz ofrece la vida nocturna más sofisticada de la ciudad, además de playas, fuertes, castillos, casonas coloniales y departamentos de lujo. Entre ellos, claro, el de Iker y Sara.

El vino con nombre de ciudad.

Como sucede con muchos licores, el oporto nació por casualidad. En el XVII los comerciantes ingleses, debido a las constantes guerras con la vecina Francia, tenían dificultades para importar los vinos de Burdeos. Se volcaron así a los vinos portugueses, pero éstos soportaban mal el cruce del canal. Para evitar que la travesía del Atlántico les estropeara la mercancía, los ingleses empezaron a añadirle algunas gotas de aguardiente. Y así nació el Oporto. Los productores se dieron cuenta de que el aguardiente interrumpía el proceso de fermentación del vino, con lo que se conservaba el azúcar y se acentuaba el aroma.

Se puede decir entonces que el de Oporto es un vino portugués, pero también un invento británico. Algo que se nota en las etiquetas de las bodegas, la mayoría de nombre inglés: Sandeman, Graham, Taylor, Cockburn, Croft, que están todas del otro lado del Duero, en Vila Nova de Gaia (municipio unido a Oporto por los seis puentes que atraviesan el Duero).

La mayoría de bodegas de Gaia organizan visitas guiadas y catas de sus tres variedades: blanco, ruby y tawny. Si el precio de una botella de 40 años de tawny resulta muy elevado para algunos (130 euros), los bombones rellenos de oporto pueden ser un souvenir más económico (10 euros). Conviene tener en cuenta que el mejor vino del mundo, según dio a conocer la revista Wine Spectator en su último ranking (fines de 2014), corresponde nada menos a un Oporto Vintage del 2011, elaborado por una bodega de Vila Nova de Gaia.

Tripeiros.

Aunque no suene muy agradable, a los habitantes de Oporto se los llama tripeiros. Cuenta la historia que durante la preparación de la expedición para la conquista de Ceuta en 1415, los portuenses donaron toda la carne disponible en la villa a los expedicionarios, quedándose sólo con las tripas para alimentarse. De ahí que el plato tradicional de la ciudad sean las "tripas à moda do Porto" (tripas a la portuense), aunque también el Bacalao a la Gómez de Sá es otro plato típico.

El más famoso, de todos modos, es la Francesinha, un sándwich o monstruo calórico de chorizo, jamón, mortadela y carne en pan blanco, todo cubierto de queso gratinado y regado con salsa de tomate (el lugar para comerlo, si el estómago resiste, es Alicantin). Y en el Mercado de Bolhao, donde se venden desde flores hasta mariscos, se conserva intacta la esencia de la ciudad. LA NACIÓN/GDA

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Oporto es disfrutable al aire libre o en sus sitios mágicos.

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