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IGNACIO ALCURI

Cuando éramos chicos parecía como si el mundo se detuviera cada vez que estábamos enfermos. Por unos días la escuela dejaba de ser un problema, las noches se hacían más largas porque dormíamos hasta cualquier hora y nuestros padres o tutores estaban al pie de la cama para proveernos de abrigo, calor y la tradicional sopita de fideos, olvidada en la actualidad gracias a la mafia de las sopas que vienen en sobrecitos. Que podrán ser ricas (algunas lo son) y traer croutons (algunas los traen) pero jamás reemplazarán a las minúsculas pastas flotando en el caldo caliente.

Perdón. Debe ser la fiebre que me hace divagar. Es que me tocó ser uno de los primeros en caer víctima de los primeros fríos. Y así descubrí que lo que creía de niño ahora es exactamente al revés: el mundo no se detiene, nosotros lo hacemos, y cada minuto que pasa somos conscientes de que nos vamos atrasando.

Todo lo que no hagamos durante nuestra convalecencia se acumulará como la pila de hojas sobre el escritorio de cualquier chiste de Condorito en los que el pajarraco interpreta a un oficinista. Las cuentas sin pagar no estirarán su fecha de vencimiento y las columnas no se escribirán solas, por más que hayamos comprado veinte ejemplares del libro "El deseo" y hagamos tanta fuerza por desear que la lapicera se mueva por sus propios medios que dejemos escapar una ventosidad.

Las crueldades del mundo adulto no terminan ahí, sobre todo si el engripado vive solo y para abrir la puerta a quienes lleguen a su vivienda debe caminar treinta metros a la intemperie. Esto incluye las visitas de familiares (que en el mejor de los casos traen sopa con fideos, y en el peor de los casos llegan con las manos vacías y mucha hambre) e incluso la llegada del mandadero de la farmacia. Porque en la vida adulta para curarse de la gripe hay que chupar frío y engriparse un poquito más.

Nota: es cierto, podría haber sido precavido y tener un stock de antigripales detrás del espejo del baño, pero si yo fuera una persona precavida no habría ido a trabajar con poco abrigo y el pelo mojado en primer lugar, ¿no les parece? Fin de la nota.

Por suerte, este no es mi peor momento. Estoy confinado en mi dormitorio y tratando de que no caigan mocos sobre el teclado, pero hubo una etapa aún peor, que es cuando uno SABE que está por engriparse y no hay cosa alguna que pueda hacer por evitarlo.

Me refiero a ese día previo en el que uno se levanta con dolorcillos en las articulaciones y un estado casi febril. Ese día en que salir de la ducha cuesta un Perú (por bajo que sea el PBI de Perú, debe ser un montón de dinero) y la enfermedad nos persigue como uno de esos vendedores de la vía pública con los perfumes o las enciclopedias gigantes.

Ahí es cuando uno decide sacar del armario los guantes, el gorrito de lana, la bufanda y otras cosas tejidas por parientes que ya no están entre nosotros. Pero es tarde, Gorostiaga. Los gérmenes ya están haciéndose una panzada con nuestros glóbulos y de un momento a otro la lucha interna hará sonar la alarma de los 37 grados.

Hay registros de una persona en el mundo (un búlgaro en 1983) que estuvo al borde de la gripe y no cayó. Pero en lugar de intentar vencer a las estadísticas, es mejor ir haciéndose a la idea y preparar la lista de todas las cosas que se van a atrasar en nuestra ausencia. Porque el mundo, como el show, deberá continuar.

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