GABRIELA VAZ
"Sí, claro que tengo miedo. Siempre. Pero para nosotros, es el mejor amigo. El peor enemigo es el exceso de confianza", afirma Johnny Morales parado junto a la fosa de entrenamiento del Grupo de Buceo de la Armada (Grubu), mientras chorrea agua por su traje de neopreno.
A pesar del tenor de su tesis, él dispara una sonrisa de distensión. Está contento con su trabajo. "No hay otra", dirán más tarde autoridades del grupo al contar las condiciones laborales del lugar, "si no te gusta de verdad, no aguantás".
La Armada cuenta con 25 buzos profesionales. Son pocos. El problema es que la presentación, sólo para marinos, es voluntaria y el trabajo no resulta muy tentador.
Si la palabra buceo lo remite a corales y pececitos de colores al mejor estilo documental de National Geographic, olvídese. Primero, porque una cosa es el deporte recreativo y otra una actividad obligatoria diaria. Pero además, y principalmente, porque las aguas del Río de la Plata, donde suelen desempeñarse los buzos uruguayos, no son precisamente prístinas.
Según el segundo jefe del Grubu, Alejandro Barrios, para ellos el buceo "es lo de menos". Se refiere a que los principales escollos para el trabajo son otros. La tarea de los buzos consta en solucionar problemas técnicos o de mantenimiento de los barcos, en supervisar y enseñar a nuevos alumnos, y en operaciones de salvamento de embarcaciones hundidas, entre otras.
Para aprender todo ello, los marinos postulantes toman de tres a nueve meses de clase (según la categoría de buzo a la que se aspire), que además del entrenamiento práctico, consiste en clases teóricas de materias como Física y Medicina aplicadas al buceo, explica el capitán Sergio Pereira, jefe del grupo.
A su vez, deben conocer cómo armar y ensamblar tuercas, tornillos y complicadas estructuras de los botes en el agua y a ciegas, tal como ocurrirá luego en su labor cotidiana.
ENSAYO. Las primeras armas en buceo se consiguen aprendiendo a respirar y acostumbrándose a las condiciones del mar. Con ese fin, en el edificio del Grubu, en el Puerto, existe una fosa de entrenamiento. Se trata de un tanque de unos dos metros de diámetro y tres de profundidad que intenta imitar el ambiente que luego afrontarán en la realidad.
Antes de sumergirse, los "estudiantes" realizan ejercicios de calentamiento. Lagartijas, abdominales, listo; a vestirse y ensayar buceo. "¿Qué hace ahí arriba? ¿Le pasa algo?", pregunta con tono firme el supervisor a uno de los aspirantes a buzo que, con cara de susto y casi amoratado del frío, sube a la superficie en lugar de mantenerse en el piso del tanque. A pesar del aparente sufrimiento, menea la cabeza y vuelve al fondo.
El agua de la fosa es tan helada y oscura como la del mar. La temperatura es uno de los principales obstáculos que enfrentan los buzos. Todos hablan del frío en la profundidad y muchos no continúan en la profesión porque no pueden soportarlo. Además, a los novatos les dan los peores trajes, gastados y rotos. Ellos mismos los arreglan para no pasar tan mal.
El otro problema es la oscuridad. Lejos de la cristalinidad de los mares tropicales, las aguas uruguayas son más bien marrones, como se puede apreciar desde la superficie. Para algunos, sin embargo, esto puede suponer una ventaja. "Una vez fui a Brasil y no me gustó la transparencia del agua, porque tomás conciencia de la profundidad a la que te estás sumergiendo. Acá no tenés idea. Siempre estás flotando sobre la nada", explica Andrés Rodríguez (25), quien heredó el placer del buceo de su padre, hoy en la base de la Antártida uruguaya.
CUIDADOS. El riesgo es una constante en la actividad de los buzos, aunque desde que surgió el Grubu, hace 45 años, sólo se han registrado tres accidentes fatales, el más reciente en 2001. Dos de ellos sucedieron porque los marinos quedaron atrapados debajo de un barco y se les acabó el aire. En el tercero, el buzo fue herido por la hélice de un Zodiac.
Pero las principales luces rojas son la descompresión y las intoxicaciones. No obstante, aseguran que los accidentes son casi nulos porque todo está muy controlado.
HOMBRES. En la sala contigua a donde se encuentra la fosa de entrenamiento, reposan en exposición trajes, cascos y equipos de buceo viejos y actuales. "Todo tiene cierta vida útil, que depende de la tarea que se realice. Un traje nuevo se puede enganchar en dos salidas", dice Barrios mientras pasa un casco para mostrar que casi termina en el piso. "¿Te pesa mucho?", pregunta, "y eso que este es liviano, tiene sólo 20 kilos". Señalando otro traje que remite más a un astronauta que a un buzo, explica que es el más pesado: 36 kilos. Vale apuntar que en el agua las cargas disminuyen.
Los trajes autónomos -llevan el tanque a cuestas y no necesitan manguera que pase aire desde la superficie- son más livianos. Algunos dejan parte de la cara al descubierto, y otros cubren todo el rostro. "Sirven, por ejemplo, para cuidarnos del agua contaminada, como cuando hay que bucear en el Miguelete para buscar un arma, algo común", cuenta Barrios.
Los 25 buzos uruguayos son hombres. Nunca hubo una mujer. Ninguna regla lo impide, pero hasta el momento sólo existió una postulante y no logró aprobar el curso. De hecho, admiten, apenas un 25% de los asistentes finalizan las clases. La deserción se debe a veces a la desilusión; muchos llegan con una idea errónea y no soportan las condiciones de trabajo. Otras veces, descubren sus miedos a medida que los van poniendo a prueba.