Entre el micrófono y la penumbra

Rosario Peyrou

AL CUMPLIRSE un año de la muerte de Eduardo Darnauchans, el periodista y escritor Nelson Díaz -que fuera su amigo y su representante durante varios años- publica un libro que tuvo casi una década de elaboración. Son conversaciones iniciadas en 1995, que se prolongaron durante una suma de encuentros hasta poco antes de la enfermedad y la muerte del músico. Es curioso, pero esa temporalidad prolongada, ese lento proceso de armado de una imagen, relaciona este libro con otro importante testimonio sobre Eduardo Darnauchans: el hermoso film de Ricardo Casas Donde había la pureza implacable del olvido (1998) que también llevó, por las dificultades de hacer cine en el Uruguay, varios años de elaboración; lo que -paradojas del subdesarrollo- terminó por ser una virtud adicional: la oportunidad de seguir en imágenes la trayectoria de Eduardo desde que era un muchacho hasta la frágil, prematuramente envejecida figura de su última etapa.

Nacido en Montevideo en 1953, en una familia de clase media (padre médico, madre profesora) Darnauchans vivió su primera infancia en Minas de Corrales y la etapa escolar y liceal en la ciudad de Tacuarembó. Asmático desde muy chico, su infancia transcurrió entre libros y música, tanto clásica como popular de calidad, facilitadas ambas cosas por la madre, una mujer inquieta y culta, aunque de inestable equilibrio emocional. Con el poeta Eduardo Milán, Mario Crespi y Gustavo Baison tuvo, a los quince años, un grupo de rock llamado "The Glass of Water", a la vez que participaba activamente de las movilizaciones estudiantiles del 68, lo que en una ciudad como Tacuarembó lo convertía en frecuente visitante de las comisarías.

En 1970, ya como solista, ganó un festival de la Canción Joven que organizaba la Radio Zorrilla en Tacuarembó. Con apenas 17 años, llama la atención la variedad de sus intereses musicales. En este mismo libro cuenta Washington Benavides, su profesor de literatura, que por esa época se reunían en su casa a escuchar artistas desconocidos en Uruguay: los baladistas italianos Fabrizio de André, Francesco de Gregori, Angelo Braduardi, a los brasileños Caetano Veloso, Gilberto Gil y Milton Nascimento, y a Bob Dylan, sin dejar de atender a los trovadores provenzales. Todo, asegura el maestro, se hacía "con la misma unción": "El rock o la milonga, las novelas caballerescas, César Vallejo o Pound".

El libro de Nelson Díaz permite acercarse al relato de esa "novela de iniciación" tacuaremboense que hará del "Darno" un fenómeno único en la historia de la música popular uruguaya. Un baladista que canta con una emisión que él mismo llamaba "isabelina", que incorpora elementos del rock, del blues, de la música medieval o renacentista, que puede cantar antiguos romances sefaradíes o hacer una milonga que en sus manos se convierte en una canción folk. Y todo eso, esa síntesis peculiar, aparece respaldando una serie de textos -suyos o de otros poetas- de calidad genuina, cuidadosamente elegidos. Aunque se definía como un "songwriter", era sobre todo un poeta, un poeta de la estirpe de los trovadores, un linaje por cierto prestigioso, si se recuerda que, al fin y al cabo, la poesía nació junto con la música.

Fue también un intérprete originalísimo, de una notable calidad vocal, un músico que rendía el máximo en ambientes íntimos, capaz de instalar un clima de comunión con su audiencia. Admirado y valorado entre un público adicto, no dejó de ser doblemente marginal: por haber nacido en un país que está cada vez más al margen de los circuitos de circulación de la cultura en general, y de la música en particular; y por elección: porque no supo ni quiso promocionarse de modo de traspasar fronteras. Apenas hubo algún recital en Buenos Aires, que le aportó elogios de la crítica exigente. Sin embargo para algunos su música forma parte de la banda sonora de esta ciudad, como la milonga de Zitarrosa, el candombe de Rada, las experimentaciones rítmicas de Fernando Cabrera o la creativa fusión de Jaime Roos.

Tan lejos del nacionalismo cultural como de la fácil imitación de modas pasajeras, el resultado de su trabajo es inconfundible, y tal vez sólo podría existir en un país como éste. Su obra parece compartir, a su manera, la tesis de su admirado Borges sobre la libertad del creador rioplatense, que por ser un producto del aluvión y la mezcla puede utilizar con naturalidad y sin complejos toda una tradición que viene de diversas fuentes. También él tuvo -en la literatura y en la música- un santuario un tanto arbitrario, una serie de nombres que atraviesan los espacios y los tiempos: los poetas latinos y los trovadores provenzales, los beatniks y los concretistas brasileños; Bob Dylan, Donovan, Lennon y McCartney, el francés Antoine; Kafka, Dostoievsky, San Juan de la Cruz, Vallejo, Benavides, Borges y González Tuñón; Simon & Garfunkel, Leonard Cohen, Zitarrosa. Estos, y varios más forman parte de la "ecuación Darnauchans". Es su obra la que dibuja en la memoria de quienes lo conocimos esa constelación que los incluye.

YO NO SOY DEL NORTE. Uno podría preguntarse si es el desarraigo el que origina tanta libertad creativa. "Ya no soy del Norte/ de donde seré", canta Darnauchans en "Resumen", y en estas conversaciones con Nelson Díaz reconoce la falta de origen, su no-lugar, su situación un tanto incómoda de tacuaremboense nacido en Montevideo, desarraigado en esa ciudad cercana a la frontera con Brasil y que reconoce desolada, escuchando música anglo en radios argentinas y leyendo literatura francesa e inglesa en la biblioteca de su madre. Fue plenamente consciente de esa peculiaridad suya y supo aprovecharla. En una entrevista de 1991 (El País Cultural No.74 ) explicó hablando de su versión de la "Milonga de Manuel Flores" de Borges : "El chiste con el texto de Borges es que la Milonga de Manuel Flores es ostensiblemente una balada folk, que linda casi con el country. La broma para un "country player" es que está tocada de una manera casi "carlevariana". Hay en la canción todo un antisistema de `traiciones`: una milonga tocada en tiempo de folk, y el presunto guitarrista folk toca la guitarra a la manera española, con cuerdas de nailon, y el "country singer" no ejerce a lo Johnny Cash, cavernoso whisky y tabaco fuerte: emite `isabelino`... Creo que eso podría ser perdonado por un lector de Borges". (Dicho sea de paso: lo que un lector de Borges que amara la música perdonaría -y disfrutaría- no fue entendido por María Kodama, quien, según consigna Nelson Díaz en su libro, le prohibió cantarla en público). Esas audacias "antropofágicas" atraviesan su discografía: vale recordar su notable versión de "De Corrales a Tranqueras" de Osiris Rodríguez Castillos o la bellísima de "Por los médanos blancos" de Manuel Picón.

Claro que esa libertad y esa cultura desprejuiciada deben mucho al encuentro temprano con el poeta Washington Benavides. Como lo ha repetido en varias ocasiones, Darnauchans le dice a Nelson Díaz que una de las mayores deudas suyas con "Bocha" es haber aprendido desde la adolescencia que el arte es uno solo, que no hay arte culto y arte popular, que la única jerarquía posible la da el valor estético, el difícil hallazgo de la belleza. En ese sentido fue extremadamente exigente: era un refinado y hasta un exquisito, pero no tenía los prejuicios comunes a la conservadora y a la vez novelera cabeza uruguaya.

EL MEJOR MOMENTO. Para placer del lector, este libro de entrevistas que se inicia en la década del 90 acerca a un Darnauchans lúcido y reflexivo, lleno de humor, un artista que está en el mejor momento de su carrera. Habían pasado ya los malos años de las prohibiciones impuestas por la dictadura, que se ensañó con él, había hecho la serie de recitales de El trigo de la luna en el Notariado, había grabado los discos que contienen sus composiciones principales como músico y como poeta, y llenado el Solís en un espectáculo cuidado y luminoso, donde aparecía como un crooner de chaqueta blanca y faja de seda roja. Contrariaba así ex-profeso la imagen "Dark-no-chance", ese personaje sombrío y atormentado que se creó, y que tuvo que ver seguramente con la soledad de su infancia, y la serie de suicidios que lo rodearon, desde sus abuelos a los múltiples intentos de su madre. Un personaje que le hacía fintas a la muerte, y que tal vez fue, a la postre, el que ganó la partida. Pero a fines de los 90 parecía salvado y podía decirle a Nelson Díaz que estaba seguro de que "Hay que trabajar a favor de la vida".

Aunque él mismo afirma que en este libro hablan los dos, uno cree escuchar más la voz de Eduardo Darnauchans que la de su personaje. Una voz equilibrada y abierta, plenamente consciente de su arte, que se niega a tener que elegir entre las eternas capillas uruguayas; que reconoce, por ejemplo, su simpatía y su interés por las nuevas bandas jóvenes de rock, aunque les reprocha no ver el pasado de su propia tradición local, y a la vez valora el aporte del llamado "canto popular" de los ochenta, dos puntas de una tensión que estaba todavía presente en ese momento. Y, lo que no deja de sorprender, da una visión en cierta medida esperanzada del futuro colectivo, a pesar de que esos años fueron los de la caída de las utopías en las que había creído desde su primera adolescencia. Aunque sus canciones eludieron siempre el panfleto y nunca fueron expresamente "políticas" -ni siquiera en épocas en que eso parecía una obligación- Darnauchans creyó hasta el final que el mundo debía y llegaría a ser "un buen lugar para nacer". Pudo ser un desconsolado, como dice una canción suya, pero no fue un desencantado. Así se lo asegura a Nelson Díaz cuando éste le pregunta qué significó para él la caída del socialismo: "Si no sigo creyendo ¿en qué creo? ¿En la vuelta ciclista del Uruguay? ¿En el día del arquero?" Y agrega, "sí, es posible que se me tache de ingenuo, pero me gusta ser ingenuo".

Con los lentes negros y la chalina roja, con sus conciertos íntimos y teatrales, con algo también de misa y de ritual, con sus saludos isabelinos, con el amor y la muerte que atraviesan sus canciones, el Darno conjura lo que le resulta odioso de esta época y afirma que la vida está en otra parte: en la música, en la poesía, en la inalcanzable Sansueña de su canción. Y también en la idealización de ciertos momentos del pasado que formaron parte de su mitología personal. Amaba el mundo provenzal, la moral caballeresca y sus gestos, las bellas palabras en desuso. Tenía también una cierta fascinación estética por los años veinte, por la vanguardia rusa y los surrealistas franceses, por el vínculo de esos intelectuales con el proyecto esperanzado del primer socialismo. El mundo glamoroso de Paul Éluard y Nusch, de Elsa Triolet y Louis Aragon o de Maiacovsky y Lilya Brik, la pareja evocada en "Flash", una canción dedicada a quien fuera su compañera durante 13 años, y amiga hasta el último día, Chichila Irazábal.

UN SEDUCTOR. Tal vez sea el claroscuro, esa suerte de inocencia, de deseo de pureza y autenticidad, sumados a su "sombra", lo que explica la seducción que ejerció sobre un público cada vez más joven. Impresionaba el silencio, el recogimiento que se producía en sus recitales. Eduardo recitaba a Manrique al inicio de una canción: "Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir", y los mismos muchachos que consideran que "hay que huir del bajón", lo escuchaban hipnotizados. Y era notable ver cómo ese hombre tímido y pudoroso en la vida de todos los días se transformaba en un personaje escénico de fuerte magnetismo. Se sabe que tuvo una vida difícil: que era frágil y que desde la infancia lidió con los fantasmas, la herencia de su madre y sus abuelos, la locura y el permanente esfuerzo de exorcizar a la muerte, la "Señora Otra" de su canción. A Nelson Díaz le dice que la música fue muchas veces su salvación, su sanación. Que se curó de las terribles depresiones de la época de las censuras, componiendo, escribiendo textos y haciendo música. Pero nunca pudo vivir de su arte: el Uruguay es un país muy duro con sus artistas. Trabajó en una imprenta, fue corrector de pruebas, cronista cultural, y tuvo largos períodos de desempleo y dificultades económicas. Es cierto que contó con el apoyo de amigos (que incluso organizaron recitales en su beneficio, cuando estuvo internado), pero probó también, como casi todos los creadores de valía y hasta muy tarde, la indiferencia oficial. Es cierto que a fines de 2004 la Junta Departamental le hizo un homenaje en el Solís. Fue una excepción, porque en general, en el Uruguay, la única garantía de calidad para quienes toman decisiones, es haber triunfado en el exterior. Y él no sabía promoverse, y tampoco se le hizo fácil pedir ayuda cuando la situación se hizo insostenible, cuando le remataron su apartamento, y aparecieron el cáncer, una fractura de cadera, y la depresión se agravó, con sus consiguientes internaciones. Murió el 7 de marzo de 2007, a poco más de un año del suicidio de su hermana Alicia, y apenas dos semanas después de la muerte de su mujer, Patricia González. Con el tiempo, como sucedió con Eduardo Mateo, se le harán reconocimientos y tal vez llegue a ocupar el sitio que merece en la historia de la música popular uruguaya. Afortunadamente quedan sus grabaciones, sus peleas con la belleza. Su "mejor vez", como quería que se lo recordara en una canción emblemática que se llamó "Final".

MEMORIAS DE UN TROVADOR, Conversaciones con Darnauchans, de Nelson Díaz. Planeta, 2008, Montevideo. Distribuye Planeta. 217 págs.

Retratos

EL LIBRO de Nelson Díaz, no es el primero sobre Darnauchans: en 1993 Tabaré Couto publicó Los espejos y los mitos, un extenso e interesante reportaje. Pero aquí Díaz recorre momentos poco conocidos de la historia de su entrevistado: la educación en los jesuitas, sus grupos juveniles de música, y hasta sus incursiones en el teatro en Tacuarembó, que tal vez expliquen su calidad escénica. Recoge los problemas con la censura, cuando se lo acusó falsamente de haber viajado a la República Democrática Alemana, lo que le valió la prohibición de seguir estudiando en Uruguay y una suerte de "libertad vigilada", que implicaba la obligación de presentarse semanalmente a la policía. Y además, los pormenores de su exilio en la Argentina, en La Plata, durante un tramo de la dictadura. Épocas en que a la penuria económica se sumaba la permanente inseguridad en un país a punto de estallar. Un capítulo titulado "Miradas", agrega algunos testimonios: Washington Benavidez, Victor Cunha, Eduardo Milán, Carlos Alberto Martins, Coriún Aharonián, Pablo Santamaría y Alicia Migdal. El libro incluye además numerosas fotografías que siguen, desde la primera infancia, la trayectoria de Darnauchans, y un apéndice con los textos de sus canciones más conocidas. Agrega además la discografía completa, una relación de videos, documentales y recitales, y una bibliografía. Un libro muy valioso, si se pasan por alto las erratas de esta edición.

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