ARMANDO OLVEIRA
"CUANDO EL maestro no esté, la pediatría no será la misma". La frase del neonatólogo Jorge Vázquez resume la admiración que despierta este montevideano, nacido en 1925, pionero de la Genética Clínica en Uruguay. El médico e historiador Fernando Mañé Garzón ingresó a la Clínica Pediátrica de la Facultad de Medicina el 7 de abril de 1957, y egresó como profesor emérito en 1990. También fue docente y director del Departamento de Zoología de la Facultad de Humanidades y Ciencias, con más de 150 trabajos sobre biología sistemática, filogenética experimental y genética de las poblaciones. Es catedrático de Historia de la Medicina en la Universidad de la República y en el Centro Latinoamericano de Economía Humana (CLAEH), fundador de la Sociedad Uruguaya de Historia de la Medicina. Su último libro, Clínica Viva, editado en 2006, es continuación de su más que agotada Memorabilia, de 1997. "Su título es un homenaje al gran Carlos Vaz Ferreira, con quien tuve una entrañable relación", dice. Otra obra de referencia es Médicos uruguayos ejemplares, publicada en 2006, con Antonio L. Turnes.
-Es notoria en su obra la presencia de su padre, Alberto Mañé Algorta. ¿Cuánto influyó él en sus vocaciones?
-Creo que existe un determinismo especial pues, como dice un amigo: eres médico toda la vida. Mi padre lo fue por un tío muy carismático, Germán Segura Villademoros, que vivió en el siglo XIX. Mi pasión por la historia también está marcada por su iniciativa. Los primeros relatos sobre colegas y hechos memorables los conocí por él y por sus compañeros José Iraola, Eduardo Blanco Acevedo, Abel Zamora, entre tantos. Papá fue uno de los primeros cirujanos de tórax y participó en la creación de un fecundo campo quirúrgico en tuberculosis pulmonar, en Uruguay y América de Sur. En 1912, el presidente José Batlle y Ordóñez lo designó jefe de cirujanos de Sanidad Militar y posteriormente director del Hospital Militar. Después fue diputado en las legislaturas de 1919-1923 y 1927-1931, por la fracción colorada de Julio María Sosa, más conocida como sosismo, disidente del batllismo junto al vierismo y al riverismo. Desde allí promovió la candidatura de Gabriel Terra. Su aporte fue decisivo para que ganara las elecciones y asumiera el 1 de marzo de 1931. Terra, que solía hablar en broma, en su discurso de toma de mando dijo: "Alberto, usted tiene que ser ministro de Guerra y Marina porque le auscultó el corazón a todos los generales". Así fue hasta el 13 de febrero de 1933, cuando pasó al Ministerio de Relaciones Exteriores. En esa época no había embajada, pero fue jefe de la representación diplomática en París y ante la Sociedad de las Naciones en Ginebra. Viví con la familia hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Allí hice mis estudios secundarios y, quizá por eso, soy medio afrancesado (se ríe). Terminé el bachillerato en Montevideo, ingresé a la Facultad en 1946 y egresé en 1954. En realidad hice dos carreras paralelas: Ciencias Biológicas y Medicina. Fui profesor e investigador titular de "Invertebrados", a partir de una experiencia con el excepcional Clemente Estable. Me apasioné por la investigación con Francisco A. Sáez y Ergasto H. Cordero, un biólogo formado en Alemania, discípulo de Hans Spemann, el gran Premio Nobel.
LOS DOCENTES DE ANTES.
-¿A quiénes recuerda de sus docentes médicos?
-En las materias básicas al histólogo Washington Buño, que fue además un gran historiador. En las ciencias clínicas a Juan Carlos Plá, a Pablo Purriel y a Juan Carlos Del Campo. Pero mi gran maestro fue José María Portillo, a quien quiero entrañablemente, aunque por su culpa no soy el decano de los pediatras uruguayos (hace un breve silencio y lanza una carcajada). Portillo se formó con José Bonaba y Conrado Pelfort, ambos discípulos de Luis Morquio.
-Morquio fue célebre por sus diagnósticos clínicos.
-Era un italiano grandote con aspecto de campesino montañés. La gente decía que era bruto, pero de bruto no tenía nada. Era un genio, de gran talento para la observación, con certera semiología. Descubrió enfermedades: dos llevan su nombre. Una cardíaca -de 1901- y otra de los huesos -de 1929-, ambas aún reconocidas. En la primera mitad del siglo pasado, la medicina uruguaya tuvo tres líderes. Morquio fue pionero de la pediatría social. Su trabajo, sus enseñanzas y sus reflexiones inspiraron la creación del Instituto Interamericano del Niño en 1927. El segundo fue Augusto Turenne, ginecólogo y obstetra. Publicó el primer libro en el mundo sobre obstetricia social, en 1916. Como dice mi querido amigo y colaborador Ricardo Pou Ferrari, era un individuo fascinante y controvertido, polemista, historiador, artista y gremialista, fue fundador del Sindicato Médico del Uruguay. Turenne fue líder de la reflexión bioética. En su tiempo fue acusado de defender el aborto libre, una injusticia, porque siempre puso énfasis en el derecho vital del feto. Pero, si una paciente lo planteaba "no por mera comodidad o egoísmo", y si mediaban argumentos eugenésicos, consideraba que la interrupción médica del embarazo no era un delito. ¡Qué tema tan actual, tratado en la década de 1930! El tercero fue Américo Ricaldoni, con un perfil más universitario. En 1928 creó el primer Instituto de Neurología de las Américas, con su querido discípulo Juan Carlos Plá. Los tres nacieron en la década de 1870, cuando comenzaba una etapa clave para la medicina uruguaya. Fueron grandes porque sustentaron su inmenso saber y su buena praxis, en la promoción de los derechos del paciente y en la buena clínica. Observar, escuchar, examinar, descubrir signos y síntomas que se relacionan con el espíritu. Así se minimizan los riesgos de error. Paradójicamente, el buen clínico es aquel que firma el certificado de defunción de su paciente porque lo vio, lo atendió e hizo todo para salvarlo.
-¿Por qué optó por ser pediatra?
-Me gustó desde que fui interno; aquella institución maravillosa que cumplíamos entre cuarto y quinto de Facultad. ¡Qué concursos, qué profesores y qué esfuerzo: ocho horas por día! Me cautivó la asistencia del recién nacido. Gané un concurso como profesor agregado de Neonatología con Juan José Crottogini, un maestro entrañable, con profundo sentido social. Hice toda la carrera docente con Portillo y fui su sustituto como grado 5 del Instituto de Pediatría. En París fui alumno del clínico Robert Debré, así se llama el gran hospital de niños de Francia. Fueron años increíbles, con un paso por Zurich, junto con el profesor suizo Guido Fanconi. Volví en 1956 para dedicarme a lo que me viniera. Fui jefe de Pediatría del Casmu y del BPS, y pasé por casi todas las instituciones mutuales.
LA CIENCIA Y LA HISTORIA.
-¿Sigue produciendo literatura científica?
-Me apasiona la investigación sobre enfermedades genéticas. En el último número de la Revista de Pediatría, aparece mi trabajo sobre un caso muy raro de un recién nacido que no respiraba a causa de una hipoventilación congénita central, más conocida como Maldición de Ondina. Un padecimiento incurable porque el individuo carece de automatismo respiratorio, pues se encuentra inhibida la región cerebral que controla esa función. No es capaz de respirar por sí mismo, especialmente mientras duerme. Se le compara con una leyenda de la ninfa de agua que se enamora de un mortal que luego le fue infiel y que ella condenó a no dormir, porque si no moría. El niño vivió ocho meses, porque estaba muy bien atendido por Gastón Lieutier. Pero dependía de un respirador, y aparecieron las enfermedades oportunistas.
-¿Qué le atrajo de la Historia, una disciplina en apariencia tan lejana a la medicina?
-La memoria es una actividad mental imprescindible y un derecho humano. Me pasé la vida tomando apuntes de personas, hechos e instituciones, atesorando bibliografía de difícil conservación. Siempre se lo digo a mis alumnos: la mejor forma de hacer ciencia es conociendo su historia. Mi primer trabajo fue sobre Pedro Visca. Un hombre muy ajustado a su tiempo, formado como interno en los mayores hospitales de París. De allí trajo un concepto de medicina clínica y su preocupación social. Fue organizador del Primer Congreso Sanitario Internacional Panamericano en 1873. Formó a Morquio, Ricaldoni, Turenne, al notable Morelli, a Paulina Luisi, la primera mujer que se tituló en la Facultad. A mitad de camino de ambas generaciones se sumó Francisco Soca, aunque lateralmente. Soca fue un gran talento, aunque su compromiso político le hizo tener menos gravitación. Empezó siendo pediatra y después médico general. Un hombre de gran prestigio, también senador colorado, bastante rival de Batlle. Hizo una gran fortuna como clínico. Su hija Susana, la escritora, aún es famosa en París, aunque tiene mucha obra en español. Borges escribió un finísimo soneto sobre ella.
-¿Cuándo comenzó la medicina en la Banda Oriental?
-El primer médico llegó en 1730: el español Francisco Mario o Marius. No era hombre de academia, más bien seglar. En su etapa colonial, Montevideo fue el Apostadero Naval del Atlántico Sur, con una academia para formar a los sanitarios militares. Luego vino el irlandés O´Gorman, a quien le sacaron la O y quedó Gorman. La sede del protomedicato del Río de la Plata (cuerpo técnico encargado de vigilar el arte de curar en tiempos de la Colonia) estaba en Buenos Aires pero el mayor trabajo lo tenían acá. Fuera de allí no había asistencia médica, solo curanderos. Hasta la revolución artiguista y la independencia, los pobres paisanos solo eran vistos por curanderos. Luego hubo cierta asistencia civil con profesionales de buena formación: Francisco Giró, García Salazar, Gutiérrez Moreno.
-¿Cómo era esa época?
-Hasta finales del siglo XIX hubo solo siete remedios. Primero el opio, el mejor de todos, porque calma el dolor. Segundo el hierro, que se aplicaba en forma de limadura, muchas veces mal. Era muy efectivo en las anemias. Cuando una mujer tenía pérdidas genitales, se reponía con hierro. Tercera la quinina, contra la malaria y el paludismo. Una sustancia natural, que se sigue usando, sacada de la corteza de un árbol. Cuarta, la digital, descubierta por un inglés: Whitering. Cuando el paciente tenía edemas por problemas cardíacos, le indicaban un té de esa flor purpúrea traída de Europa. La quinta fue la vacuna antivariólica, el primer preventivo. Fue descubierta en 1799 por Edward Jenner, viendo que los ordeñadores se inmunizaban cuando se lastimaban con la viruela de la vaca. De allí sale el término vacuna.
Entre 1800 y 1900 aparecieron solo tres medicinas más. La más famosa, la vacuna de Pasteur contra la rabia, luego fue descubierto el uso de una glándula tiroidea que también se sacaba de la vaca. Su extracto era indicado a los pacientes con hipotiroidismo que, como un milagro, se curaban. Después vino el suero antidiftérico, para tratar aquellas terribles epidemias.
Más adelante se conoció la aspirina, que solamente aplacaba el dolor y la fiebre. Pero tomaba la pastillita y tenía la sensación de que se curaba. Entre 1900 y 1950 tampoco hubo muchos hallazgos. En 1922 fue la insulina, que permitió salvar la vida a tantos diabéticos. En 1945 la penicilina, el invento de los inventos, que permitió curar infecciones, sobre todo la sífilis. Enseguida apareció la estreptomicina, muy eficaz en la tuberculosis y, en 1951, la isoniacida que culmina el tratamiento. Desde entonces, la medicalización moderna, que es avasallante, está condicionada por el avance de la química y lo que es lamentable, por el afán de lucro. Es un tema complicado.
EL PODER BLANCO.
-¿Por qué el médico ejerce tanto poder social?
-Hay que aclarar algunos mitos. Hay un libro de un querido amigo que aprecio mucho: José Pedro Barrán. Un gran historiador, muy erudito, que nos critica especialmente, tanto que Crottogini, que era tan medido, estaba indignado. Barrán fue muy mal asesorado sobre la profesión. Yo se lo dije. El período que analiza, las décadas de 1900 a 1930, fue de imposición médica, es cierto, pero tengo la impresión que erró en la interpretación. Los médicos propusimos unidades coercitivas, pero fueron avaladas por leyes democráticas.
-Ahora también se imponen a los fumadores.
-Yo estoy de acuerdo con la campaña contra el tabaquismo y el decreto de prohibición de fumar. Para algunos será una imposición del "poder médico", pero el presidente Tabaré Vázquez tiene razón. Si no se entiende que el cigarrillo provoca cáncer y mata, al que fuma y al que no fuma, entonces, hay que ejercer cierta presión para que baje el consumo. Una forma de hacer prevención de la salud es imponer una necesidad preventiva.
-¿Es posible una descripción histórica de ese "poder médico"?
-La profesión atravesó tres períodos bien marcados. El primero, hasta fines del siglo XVIII, cuando era dependiente. El médico del rey, del clero, del municipio, y de la gente rica, hacía lo que le ordenaban. Si se adaptaba muy bien, si se apartaba le iba muy mal. Después, en casi todo el siglo XIX, llegó la medicina anatomoclínica, con la cirugía como eje. La profesión se liberó y ejerció su propia identidad. Hizo del hospital su reducto, con la famosa frase "páseme el bisturí" como símbolo de su poder. También fue importante la creación de las academias, la literatura y las revistas científicas. El médico mandaba en el hospital, decía y escribía lo que quería. Y nadie podía refutarlo.
En el siglo pasado ese poder pasó a ser compartido con la sociedad. Yo, médico, tomaba decisiones sobre usted, pero también tenía responsabilidades. Y usted me reclamaba. Entonces comenzó a funcionar un convenio implícito, no firmado, hasta que se pasó a un período de disputa con la sociedad. Así surgió la judicialización de la medicina. Es un fenómeno que se puede ver cada día: las tarjetitas de abogados que recorren las salas de espera de los CTI. Todo lo que dice el médico está en tela de juicio.
-¿Usted lo plantea como un enfrentamiento inevitable?
-Creo que es evitable, pero cada vez se desvirtúa más la relación médico-paciente. Escribí un artículo que resume el problema, lo titulé: "El síndrome Le-pedí Lo-pasé". Es el caso del colega que tiene a todos sus pacientes perfectamente anotados en sus historias sin más datos que los exámenes indicados. Es el mismo que no da un paso sin consentimiento firmado. Ambas son herramientas de medicina defensiva. El médico debería aconsejar, dentro de un esquema de confianza recíproca y de compromiso con el paciente. Pero esa confianza está malherida y se transforma en desconfianza recíproca. El médico ahora asesora. Le informa al paciente lo que tiene, en base a exámenes paraclínicos, pero no se compromete con su salud. Entonces, con toda una batería de papeles le dice: usted tiene diez por ciento de probabilidades de curarse. Es muy duro, pero lo libera de toda responsabilidad. ¿Lo hace porque no le interesa comprometerse? Me imagino que no, pero la circunstancia se lo exige.
LA CÁTEDRA.
-¿Por qué la Sociedad de Historia de la Medicina nació antes que la cátedra de Facultad?
-En ese desfasaje influyó la dictadura. La Sociedad existe desde 1971. Éramos poquitos: Washington Buño, Ruben Gorlero Bacigalupi, Héctor Brazeiro, Fernando Herrera Ramos, Augusto Soiza, y espero no olvidarme de ninguno. Nuestra idea fue crear un ambiente de estudio e investigación más que de extensión cultural. Allí promovemos trabajos científicos y publicamos las sesiones. Ya llevamos 25 tomos. A su vez la cátedra comenzó un poquito antes del cese de la intervención y se puso en funcionamiento con el retorno del decano legítimo, Pablo Carlevaro, en marzo de 1985. Tenía como ayudante, lo tengo todavía, a Juan Ignacio Gil y ahora a Sandra Burgues. Empezamos con un curso desde la medicina primitiva a la actual: conceptos, personas, instituciones. Hoy tenemos dos ciclos, cada uno de 16 clases, el primero de historia universal y el segundo de historia nacional.
-¿Cómo escribe sus libros?
-Todos a mano, porque no toco la computadora. Voy haciendo una edición, como si se tratara de un puzzle, recortando y pegando, cambiando el orden de las frases. Mis originales son un rejunte de pequeñas hojitas pegadas y muchas correcciones y vueltas a corregir. Luego lo pasa mi secretaria a la computadora, sacamos una impresión, que es a su vez corregida. Cada capítulo tiene, por lo menos, cinco o seis correcciones en papel, antes de ir a la imprenta. Ni siquiera utilizo la máquina de escribir. Balzac escribía una novela en hojas grandes con márgenes muy amplios. Lo pude ver en Francia en una exposición de sus manuscritos. Sus originales quedaban como una especie de telaraña, con el textito inicial en el medio de la hoja y alrededor todas las correcciones y agregados. Eso después iba a la imprenta, volvía a Balzac y lo volvía a corregir.
-¿Usted es un científico profesional y un historiador aficionado?
-Cuando era joven publicaba artículos en una revista argentina, Ciencia e Investigación, dirigida por Bernardo H. Houssay, el recordado Premio Nobel. Me considero un historiador con una experiencia considerable en investigación biológica y médica. Siento profunda admiración por la academia: Luis Oddone, Blanca Paris, Carlos Zubillaga o Barrán. Pero mis maestros fueron Ergasto Cordero, Juan Pivel Devoto y Arturo Ardao. A ellos les debo mi formación. Pivel fue un amigo entrañable, que me estimulaba y enseñaba con el ejemplo. Era muy temperamental, y yo calladito lo escuchaba y aceptaba los consejos o le daba mi punto de vista si discordaba. Teníamos muchos intereses en común pero, en definitiva, yo era un bicho raro que venía de otro ámbito. Juan era un bibliófilo que a más de saber, siempre generoso, me traía folletos y manuscritos muy valiosos, siempre preocupado en que siguiera con mis proyectos. Los documentos de (Teodoro) Vilardebó, el primer médico uruguayo, me los regaló él. Nos reuníamos desde la década de 1940, pero la época más valiosa fue durante la dictadura, cuando iba los sábados a su casa de Ellauri. Llegaba a las seis de la tarde y volvía a las dos de la mañana. No le ponía grabador, pero tomaba nota. Yo guardo esos apuntes como un tesoro. Pero, además, era una forma muy digna de resistir. Detrás de la historia siempre venían tertulias en las que imaginábamos al país democrático. Tengo adelantado un ensayo sobre nuestra relación.
-¿Y con Ardao?
-Arturo era un hombre de ideas modernas, amigo de (Carlos) Quijano. Me siento su discípulo, y espero que nadie se enoje. Recibí su influencia desde la enseñanza secundaria. Era tanta mi atención en sus clases de Filosofía, que me puso los únicos sobresalientes. Y fuimos tan amigos que lo asistí cuando murió. Ardao fue un individuo seductor. Me halagaba que un intelectual fuera de serie dijera que yo era un verdadero historiador de la ciencia, con mi vocación y mi dedicación. ¡Y le creí!
-¿Cómo se lleva con Barrán?
-Lo admiro con sinceridad, pero la mayoría de sus libros son de muy difícil cita, porque no tienen índice onomástico. Uno de los últimos, me lo mandó dedicado: "¡Vea que tiene índice onomástico así no me rezonga!".