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El periodismo en peligro

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El manejo de la opinión no es un trabajo inofensivo. Quien dispone de un espacio para opinar adquiere un poder, que es un arma cuyo alcance crece cuando enfrenta a un régimen que no quiere compartir el acceso a la verdad o el monopolio de la información. En ese caso pueden registrarse agresiones contra el que emite alguna opinión incómoda, que son intentos de intimidación para que deje de hacerlo. Porque hay regímenes incapaces de entender que el apoyo popular depende únicamente de lo que hagan o dejen de hacer en sus actos de gobierno, y que el riesgo de perder ese respaldo deben buscarlo en sus propios errores, no en los cuestionamientos que se le formulen ni en las denuncias o reparos que los fastidien. Creen en cambio que el peligro se combate y la estabilidad del régimen se afianza amordazando las ideas independientes y amedrentando a los críticos inamistosos, cuyo silencio les parece que pondrá a salvo el prestigio oficial y el control del poder.

No resulta fácil convencerlos de que una opinión adversa o un criterio disidente pueden prestar un servicio inesperado, que es el de aportar algo para ayudar a rectificar el rumbo. En eso actúan como ciertos artistas mediocres cuando repudian una crítica, convencidos de que su descrédito deriva del juicio negativo de esa reseña y no de la pobreza de las obras que han expuesto. Entonces algunos regímenes también atacan a quien dice lo que no les gusta, incurriendo en el antiguo pecado griego de matar al mensajero de la mala noticia, en lugar de enfrentarla, aprovechando la ventaja de estar advertido y poder reaccionar en consecuencia.

Según se informó hace unos días, en la Argentina las agresiones a la prensa crecieron un 250% durante el año pasado, contabilizándose "371 casos de limitación al ejercicio de la libertad de expresión", de acuerdo a un documento elaborado por la Fundación Led. Esas agresiones abarcan distintas categorías, desde impedir el acceso a las fuentes de información pública, hasta consumar actos de censura o atacar físicamente a periodistas considerados como "enemigos a vencer" por parte de ciertos representantes del poder político. La directora de la entidad que produjo ese informe, sostiene que "es lógico, bajo una concepción autoritaria, que se multipliquen los atentados contra periodistas".

A escala mundial hay ejemplos peores, porque en 2012 "aumentó un 31% la cantidad de periodistas asesinados en el cumplimiento de su tarea profesional", totalizando 141 víctimas en 29 países, a la cabeza de los cuales se ubica la guerra civil en Siria, con 37 periodistas que perdieron la vida el año pasado, 13 de ellos trabajando para medios extranjeros. A continuación, en esa lista macabra aparecen Somalia (con 19 colegas asesinados) y Pakistán, con 12 muertos en la categoría. Después se encuentra el ejemplo alarmante de México (con 11 periodistas asesinados), Brasil (con otras 11 víctimas) y Honduras (con 6). La investigación efectuada por el Instituto Pec, agrega que a lo largo de los últimos cinco años han sido asesinados 571 periodistas. Los países donde se registraron más casos al respecto, han sido -en orden descendente- Filipinas, México, Pakistán, Irak, Siria, Somalia, Honduras, Brasil, Rusia y la India. A escala regional parece preocupante la presencia de tres países latinoamericanos en la nómina.

En México, que es el caso más clamoroso del hemisferio en la materia, se libra desde fines de 2006 una guerra contra el narcotráfico que no ha dado a las fuerzas del gobierno el resultado inicialmente esperado. Como saldo de ese enfrentamiento ya han muerto 70.000 personas. Los recientes episodios de violencia en el balneario de Acapulco, con turistas violadas y un turista asesinado en el curso de pocos días, no es más que otro reflejo del horroroso panorama que vive ese país. Los periodistas no están al margen de esos riesgos, porque los que hacen investigaciones sobre el negocio de la droga, pero también los que se limitan a informar sobre los hechos de cada día (como la frecuente aparición de cadáveres en la vía pública) suelen sufrir las represalias de los narcos, que van desde el secuestro o la paliza hasta el balazo. En algunos casos esos cronistas se niegan a seguir firmando sus notas, pero en otros casos abandonan un trabajo sobre el cual penden amenazas cada día más graves.

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