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Que no se le llame "Punga del Este"

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Las cifras oficiales de la cantidad de visitantes extranjeros llegados a Punta del Este en la primera quincena de enero ratifican lo que en el balneario salta a la vista de cualquier observador: que se produjo una notoria merma de veraneantes argentinos (unos 150 mil menos respecto a otros años) y que, en contraposición, hubo un incremento de turistas uruguayos.

Lo primero tiene como lectura la suma de dos hechos: el desmoronamiento de Pluna por un lado y el objetivo que se trazó la presidenta argentina en cuanto a arruinarle la temporada al Uruguay. Mediante la implementación de drásticas medidas económico-monetarias, se hizo evidente que Cristina Kirchner se propuso evitar la presencia de sus coterráneos en suelo uruguayo en este verano, subiendo así la apuesta a su contumaz política de mala vecindad. Antes de conocerse las cifras, alcanzaba con observar la menor cantidad de vehículos matriculados en Argentina circulando en el Este para concluir que Cristina tuvo su premio, es decir, que logró sustraerle al Uruguay una buena parte de sus ingresos por actividad turística.

En cuanto al incremento en la presencia de uruguayos en Punta del Este, es seguramente producto de la mejora en los bolsillos de una mayor cantidad de compatriotas, favorecidos, además, por una temporada con precios razonables en alquileres y hotelería. No puede decirse lo mismo respecto a los locales gastronómicos, pero acaso a los turistas uruguayos les importa menos pagar por un pocillo de café 80 pesos si antes obtuvieron una rebaja en el alquiler de la casa o apartamento.

Pero el de los precios es otro tema. Hay otra observación que es mucho más preocupante: la inseguridad en que también ha caído Punta del Este, un flagelo que antes se mantenía al margen del balneario y que hoy es motivo de conversaciones cotidianas entre los veraneantes y titulares de primera plana en diarios del mundo. "Punga del Este" lo rebautizó irónicamente un largo artículo de una publicación argentina que repasaba detalladamente los sucesivos asaltos a lujosas residencias. Y no es para reírse.

Un agente policial admitió que basta con que en la puerta de una casa haya dos o tres vehículos con matrícula brasileña para que la misma se sitúe en la mira de las bandas delictivas, que piensan que los visitantes norteños vienen con mucho dinero en efectivo y joyas. Y no falla: los robos a turistas norteños se acrecentaron.

Un lugar que hoy se encuentra en serio desamparo es La Barra y sus alrededores (el Tesoro) donde se registraron hechos de violencia impensados en temporadas atrás, azotado por bandas de hasta 15 o 20 muchachones ajenos al lugar y provenientes no se sabe de dónde, que incursionaron de madrugada en casas alquiladas por grupos de jóvenes de ambos sexos a quienes asaltaron y golpearon.

Si algo puede terminar con el buen negocio de las temporadas turísticas de Punta del Este es precisamente que el balneario genere miedo, desconfianza, necesidad de enrejamiento y preocupación por la suerte de hijos adolescentes.

Es cierto que hay este verano un mayor número de efectivos policiales, pero no alcanza con eso. Si se pretende salvaguardar una actividad que genera lo que el turismo deja en Punta del Este, el Estado no tiene otra alternativa que invertir. E invertir, en este caso, no solo es marcar una presencia material de agentes policiales muy superior a la actual, que permita prevenir el delito amedrentando al delincuente y brindándole seguridad al veraneante. Invertir significa sobre todo marcar presencia material con importantes subcomisarías en lugares bien visibles de La Barra, Manantiales, José Ignacio; invertir significa que los agentes policiales estén respaldados por patrulleros, motos, perros bien entrenados. Invertir significa una mayor cantidad de esos agentes recorriendo permanentemente, día y noche, las zonas a cubrir, aplicando la "ley de vagancia" que ya existe.

Que el Estado invierta en Punta del Este no es pedirle que se involucre con la construcción de torres, sino que garantice a los inversionistas que las construyen -y sobre todo a los veraneantes- un sistema de seguridad sólido, con nutrida presencia y bien planificado. Si no es así, Punta del Este corre riesgos de dejar de ser el gran negocio que el Estado tiene.

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