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El caso Ajmátova

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Se está exhibiendo en nuestro país una hermosa película con una emotiva banda sonora, "El concierto", dirigida por Radu Mihailcanel y protagonizada por Alexey Guskov y Melanie Laurent, que gira en torno a dos violinistas judíos de la Orquesta del Teatro Bolshoi de Moscú, despedidos de la orquesta por orden del régimen por su simple condición de tales. En una escena, que no ocupa más de un minuto dentro de las casi dos horas que dura el film, pueden verse en un campo cubierto por la nieve, rodeados de una impresionante soledad, a la violinista despedida digitalizando en el aire tal vez el concierto de Tchaicovsky con el cual deslumbrara a salas maravilladas y a su compañero de fila, sonriendo mientras escucha los sonidos del silencio.

Esa impactante escena pudo provocar, en algunos espectadores, el recuerdo de un relato de Isahia Berlin sobre la vida de Ana Ajmátova, una de las dos más grandes poetas rusas del siglo XX, duramente perseguida por el régimen comunista, quien le contara que en días en los cuales era muy peligroso guardar sus poemas, ella se encontraba con otra escritora en amargas ceremonias que transcurrían a la luz de una lámpara, donde cada una susurraba sus obras para conocimiento de la otra y al concluir la lectura sujetaban las hojas sobre un cenicero quemándolas en silencio para que nadie pudiera encontrarlas. Debe ser tremendo para un creador, tener que matar su propia obra, y sencillamente eso era lo que hacían las dos mujeres, que además de un dolor real deben haber padecido una especie de dolor artístico, que no muchos están en estado de asumir y que es muy difícil de encerrar y transmitir a través de unas letras.

El primer caso, que se desarrolla en un mundo irreal protagonizado por figuras imaginarias, se entrecruza así, se choca con otro que tuvo lugar en un mundo real, donde las víctimas fueron artistas verdaderos en situaciones que pueden estarse creando en otros lugares, incluso entre nosotros, mientras una clase similar de dirigentes trasnochados conserven una parcela de Poder. A aquellos intelectuales uruguayos, incluso los comunistas nacionales o los simples adherentes del Frente Amplio, que cobijan debajo de la colcha de retazos los restos que aún quedan de lo que fuera el Partido Comunista -detenidos en el tiempo, que aún siguen creyendo que Stalin vive, que la Perestroika no existió y que el Muro de Berlín se mantiene erguido-, es oportuno acercarle estos recuerdos y estas reflexiones para que no olviden la barbarie que significó el comunismo en la historia de la humanidad -más allá de los millones de víctimas que dejara Stalin-, especialmente para los intelectuales. Y que felizmente ha muerto, aunque sobrevivan algunas hilachas en nuestro país. Todavía tratan de revivirlo, amparados en la búsqueda de una revolución social, que se puso al descubierto con la Revolución Francesa, cuando las necesidades de los pobres irrumpieron sobre las necesidades de la libertad sin que fueran satisfechas, como no pueden serlo en el Uruguay de hoy, cuando los pobres se mueren en las calles -superando incluso las previsiones del Presidente de la República-, y hasta las clases media y alta se ven desbordadas por una falta de seguridad pública que el Estado no puede atender, lo que demuestra que han fracasado en todos los terrenos y espacios.

A la misma Ajmátova, cuando iba a visitar a un hijo, injustamente privado de su libertad en una cárcel de Leningrado, otra madre que estaba detrás de ella en la cola para ver a los detenidos, ante los atropellos de que eran objeto y en conocimiento de su calidad de escritora, le dijo al oído: "¿Puede describir esto?" Y ella le respondió: "Sí, puedo". Esa misma obligación, y no la de soldados mansos, es la que deben asumir los intelectuales y los periodistas libres, sacudiendo los yugos de un totalitarismo intelectual que no les permite pensar por sí mismos y, lo que es peor, ni crear por sí mismos, sino en función de una ideología muerta, que no debió haber nacido y que ya ha demostrado en forma irreversible su fracaso.

Sí, podemos.

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