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Ramiro de Lorca y las leyes del poder

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Luciano Alvarez

Era el amanecer del 26 de diciembre de 1502, cuando los habitantes de Cesena, antigua ciudad del noroeste de Italia, corrieron hacia la plaza principal para corroborar un inesperado presente navideño. Puesto sobre una estera, vestido con ricas vestimentas, capa púrpura y manos enguantadas, había un cuerpo decapitado; a su lado un hacha y su cabeza en la cima de una pica. Era el gobernador Ramiro de Lorca.

También conocido como Remigio di Lorqua o di l`Orca, había nacido, probablemente en 1452, en una localidad del levante español, como los Borgia, a quienes sirvió. Ignoro cuándo llegó a Italia y se convirtió en asistente de César, el poderoso hijo del Papa Alejandro VI. Lo cierto es que a fines del siglo era uno de los hombres más cercanos y confiables de la familia. En 1499, Ramiro fue uno de sus dos testigos que firmó el contrato matrimonial de César Borgia con Carlota d`Albret.

Al año siguiente César, por cuenta del papado inició la conquista de la Romaña, una región violenta, de bandolerismo y crímenes, guerras entre tiranos locales y clanes señoriales, que además no rendía tributo al Pontífice. En poco tiempo los pequeños estados de la Italia Central fueron unificados en el Gran Ducado de la Romaña, bajo el dominio del Papa Borgia. César, el nuevo señor, aclamado como un gran político y justo administrador, deslumbra a humanistas como Pandolfo Collenuccio: «Se le tiene por un hombre de corazón, sólido y liberal. Se dice que cuenta con el apoyo de los hombres de bien. Duro en sus venganzas, en opinión de todos, es un espíritu amplio, hambriento de grandeza y de renombre».

Ramiro de Lorca, Miquel Corella («Michelotto») y Diego García de Paredes son los generales de César Borgia; hacen prodigios de eficacia militar y sustituyen a los antiguos señores depuestos. Ramiro estaba próximo a los cincuenta años cuando fue nombrado vicegobernador de Forli, luego gobernador de Cesena y por fin, en octubre de 1501, Alejandro VI le hizo gobernador general de la Romaña con "una autoridad casi ilimitada". Lorca impone orden, reprime los desórdenes sin piedad, pero también promueve la paz entre facciones, protege la vida de los individuos y sus propiedades e inicia un programa de construcción de obras públicas.

Comienza a sentirse un señor por derecho propio, un hombre de estado. Organiza tropas, hace la guerra, corrompe señores, firma tratados, celebra las victorias con espléndidas fiestas y no le faltan mujeres. Puesto que la mayoría de los señores han perdido la cuenta de sus veleidosos cambios de bando y las alianzas que se han sobrepuesto a los más tenaces rencores, también él se siente habilitado a tantear la traición. Un día alardeó que su cercanía con César Borgia le permitiría matarlo de un ballestazo, si quisiera.

Es imposible saber cuándo desbordó la copa. Quizás fue el 29 de enero de 1502, en Faenza. Un delincuente escapó milagrosamente a la horca, porque la cuerda se rompió y con la complicidad de la multitud se refugió en una Iglesia. Entonces, Ramiro violó la centenaria tradición del derecho de asilo de las iglesias y lugares consagrados: obligó al cura a entregar al hombre, lo hizo ahorcar de una ventana del palacio e impuso una multa de 10.000 ducados a los ciudadanos de Faenza, por complicidad. Los faenzanos apelaron a César Borgia quien anuló la multa, en gesto de buena voluntad, sin desautorizar expresamente a su delegado. Ramiro no interpreta la advertencia, no refrena sus arbitrariedades y creciente despotismo. En octubre se le ocurre que el Consejo de la ciudad ya no será convocado al son de las trompetas como venía sucediendo desde siempre, sino mediante las campanas de la iglesia.

Entretanto César Borgia recorre la Romaña junto a su «excelente y bienamado ingeniero» Leonardo da Vinci y a Nicolo Maquiavelo, el enviado del gobierno de Florencia, quien vivirá cuatro meses junto a ellos.

Leonardo tendrá por misión edificar los palacios de la Universidad y de la Corte de Apelaciones de Cesena, donde tendrá su sede un «presidente de Romaña», que habrá de ser el muy prudente Antonio del Monte, más tarde cardenal. Ramiro de Lorca ya no cuenta

En noviembre, mientras se encuentra en Imola, le llega la noticia de su destitución. De todos modos, César le espera en Cesena, seguramente para darle una nueva misión, piensa. Al llegar es arrestado, acusado de corrupción, extorsión y rapiña, le confiscan 22.000 ducados y todas sus pertenencias. Expeditivamente se le condena a muerte, no sin antes rendir un último servicio a César Borgia: confiesa una supuesta conspiración que le permitirá deshacerse de un grupo de viejos enemigos: los Orsini y sus aliados Bentivoglio, Petrucci, Vitelli y los Gentile.

Maquiavelo presenció los hechos y sacó sus conclusiones: «La razón de su muerte no se conoce con exactitud, fuera del hecho de que el príncipe así lo ha querido lo cual muestra que puede hacer y deshacer a los hombres a voluntad, según los méritos de éstos». En el capítulo VII de "El príncipe" agregará: "Le constaba, además, que los rigores ejercidos por Orco [Lorca] habían engendrado contra su propia persona sentimientos hostiles. Para desterrarlos del corazón de sus pueblos y ganarse la plena confianza de éstos, trató de persuadirles de que no debían imputársele a él aquellos rigores, sino al genio duro de su ministro. Y para acabar de convencerles de ello determinó castigarlo […] dividirle en dos pedazos y mostrarle así [...] en la plaza pública."

Ramiro, como otro ejecutado, Benjamín Otálora, aquel compadrito porteño creado por Jorge Luis Borges en "El muerto", comprendió en su hora final "que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para [ellos] ya estaba muerto."

Ramiro de Lorca debe su minúscula posteridad a Maquiavelo, quien dedujo de su caso una ley universal: los hombres de poder no necesitan amigos, tanto como requieren de aliados y enemigos, círculos de cómplices y obsecuentes, voces en la plaza, brazos ejecutores y chivos emisarios.

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