GUILLERMO ZAPIOLA
Sobrevive con mucha dignidad. Es lo menos que puede decirse de "Auge y caída del Tercer Reich", de William Shirer, la clásica historia del nazismo cuyo primer tomo, recientemente reeditado por Planeta, ha regresado a las librerías.
La publicación es oportuna, entre otras cosas, porque puede servir para reinvindicar a Shirer, un periodista e historiador que abrió caminos y que últimamente parecía un tanto arrinconado. No es infrecuente encontrar estudios más recientes sobre Hitler, el período nazi o la Segunda Guerra Mundial, en los que se alude a los dos abundantes volúmenes de Auge y caída como una suerte de reliquia, un texto que cumplió su función en su momento pero que está sobrepasado y cuya lectura resulta hoy casi inútil. Eso dista de ser cierto.
Por supuesto, el trabajo del norteamericano Shirer tiene ya medio siglo (la versión original en inglés salió a la venta por primera vez el 17 de octubre de 1960), y desde entonces otros autores han accedido a más documentación y aportado más elementos para entender el período. En ese momento había empero bastante menos (un par de espléndidos libros de Sir Hugh Trevor-Roper, comenzando por Los últimos días de Hitler en 1947; el amplio pero aquí y allá discutible Hitler, estudio de una tiranía de Alan Bullock, publicado en 1952). Shirer superó sin esfuerzo (bueno, en realidad le debe haber llevado mucho tiempo y mucha investigación) a esos ilustres antecedentes, y pudo proporcionar una vasta crónica, abarcadora y persuasiva, de una de las etapas más oscuras de la historia del siglo XX.
Para ello dispuso de una abundancia de documentos alemanes requisados por los Aliados luego de la derrota del Reich, de los diarios de Joseph Goebbels, el general alemán Franz Halder y el ministro fascista Galeazzo Ciano, los testimonios de los juicios de Nuremberg, informes del Foreign Office británico, y su propia experiencia como periodista en Alemania en los años treinta, cuando trabajaba para United Press y CBS (en 1940, los nazis se hartaron de él y lo mandaron de vuelta a casa). Se trata, realmente, de mucho material, aunque autores posteriores, desde Ian Kershaw a John Toland, Marlitz Steiner, Michael Burleigh o Richard Evans, hayan podido beneficiarse de documentos que se conservaron en la hoy difunta República Democrática Alemana o la propia Unión Soviética, y que no estaban disponibles entonces.
Una de las acusaciones que se le ha hecho a veces a Shirer es su ausencia de un mejor análisis de las circunstancias históricas que condujeron al entronizamiento de Hitler ("Parece que el nazismo hubiera surgido de la nada", sostenía hace poco una distraída historiadora trotskista). La verdad es exactamente la contraria.
Shirer dedica un considerable espacio de este primer tomo a examinar los antecedentes del racismo y el antisemitismo germanos, que sabe rastrear retrocediendo hasta Martín Lutero y que amplía en la recepción que tuvieron en la Alemania del siglo XIX los trabajos de otros racistas famosos como el francés conde de Gobineau o el muy erudito, muy brillante y muy delirante pensador británico Houston Stewart Chamberlain, quien entre otras cosas fue yerno de Richard Wagner. De hecho, esa parte del libro, que conecta realmente a Hitler con todo un pasado de pensamiento germánico, es lo que ha molestado a más de un alemán.
Cincuenta años no pasan en vano, y algunos lunares del trabajo de Shirer se notan hoy más que hace medio siglo. Se le pueden discutir sin duda afirmaciones puntuales (la versión tradicional del incendio del Reichstag, que es la que el autor recoge, ha sido cuestionada con buenos argumentos por otros investigadores, entre ellos Toland), y cabría señalar igualmente que debió ser más crítico con algunas de las historias contadas por oficiales alemanes sobrevivientes acerca de la resistencia interna al nazismo: varios de esos militares, con el disfraz de memorias, lo que realmente escribieron fueron excusas.
Reparos irrelevantes, si se quiere. Shirer continúa proporcionando una lectura absorbente, casi siempre muy documentada, a veces incluso con el toque personal del periodista "que estuvo ahí" (de pronto el autor se pone en escena y cuenta, por ejemplo, un cruce de miradas con Hitler en persona). Esa condición periodística es uno de sus méritos: aunque los historiadores académicos se enojen, los periodistas suelen escribir mejor historia "para todo el mundo" (no sólo para otros académicos) que ellos mismos. Shirer es un buen ejemplo de ello.