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Populismo y Constitución

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HEBERT GATTO

Poca gente, incluyendo a sus partidarios, es consciente de las implicaciones de la parcial anulación de la ley de Caducidad. Menos saben que para ello se apela a un mecanismo tan excepcional como la reforma de la Constitución. Un procedimiento que de tener éxito supondrá que por primera vez en la historia del Uruguay se derogará con efecto retroactivo una norma penal -tales son los efectos de la cacareada anulación-, para someter a juicio a gente que, en la mayoría de los casos, puede ser juzgada, y lo está siendo, por el simple procedimiento de cumplir la ley vigente tal como la interpreta hoy el Poder Ejecutivo.

Pero el problema no se agota en eso. En nuestro derecho la anulación de un acto jurídico supone que el mismo presenta algún vicio de forma o fondo que ataca su validez obstando a su vigencia. La ley, puede ser nula, pero, para así verificarlo, no existe ningún otro procedimiento que la inconstitucionalidad, declarada por la Suprema Corte con efectos limitados al caso concreto. Lo que significa que la anulación, en tanto, como dice Ferrajoli, implica un "juicio de verdad", es un instituto que en lo que refiere a las leyes, sólo compete a los jueces. Razón por la que unánimemente se lo reputa de naturaleza jurisdiccional.

Puesto que aquí se procura algo no previsto en nuestro derecho, como es la inconstitucionalidad de la ley de Caducidad con efectos generales y sin intervención de la Corte, se recurre para conseguirlo a un procedimiento inédito: reformar la Constitución. O, lo que es lo mismo, se propone derogar retroactivamente una norma de naturaleza penal pretendidamente ilegítima -la ley de amnistía-, convocando a tal fin al cuerpo electoral en función constituyente. En lo que equivale a juzgar a una persona mediante el voto de la multitud, con la diferencia que en lugar de personas la sometida a juicio será la validez de la ley 15.848.

Si esta reforma resultara aprobada, nuestra Carta fundamental tendría como todas, naturaleza propositiva, crearía órganos, asignaría derechos, establecería, en síntesis, la estructura institucional del país pero, curiosa singularidad, contendría una aislada disposición con un significado ya cumplido desde su inclusión: derogar con efecto retroactivo una amnistía penal sancionada veintitrés años antes.

Con la muy probable consecuencia, visto el antecedente, de alentar una cascada de reformas constitucionales, cada vez que la Suprema Corte rechace la inconstitucionalidad de una ley. Lo que a su vez supondrá que en muchos casos la Constitución será interpretada y aplicada mediante el pronunciamiento popular, al tiempo que surgirá una forma eventual de sortear la cosa juzgada a través de la anulación de las leyes que la sustenten.

Nada de esto condice con la separación de poderes que otorga a los magistrados el control constitucional de las leyes a través del ejercicio monopólico de la función jurisdiccional. Como tampoco sirve apelar, para fundamentar esta reforma, a una pretendida y difusa normativa internacional emanada de la costumbre, que tendría el mágico poder de derogar varios artículos de la Constitución eliminando principios como la irretroactividad de la ley penal, la prescripción o la inexistencia de delito sin ley previa. Todo por no aceptar que derecho y justicia, dos caras de una misma moneda, no son separables.

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