Un parlachín lidia con un mudo

MIGUEL CARBAJAL

El pobre Carmelo de Arzadun nunca tuvo las cosas fáciles. Ese dibujante excepcional que supo ilustrar con gracia los libros de Primaria y registró en las Flores la frescura de las escenas veraniegas, debió luchar siempre contra el absolutismo de José Cuneo. Eran de la misma generación, buenos amigos, en ocasiones socios y junto con Petrona Viera el terceto más importante del Planismo.

El problema era la convivencia. Carmelo era un hombre más bien retraído, en ocasiones hosco, de pocas palabras. Su compañero de ruta funcionaba como lo opuesto: un encantador de serpientes, un conversador ameno y desinhibido, un narrador de anécdotas personales y colectivas siempre eficaces. A la fuerza, Arzadun pasaba a un segundo plano cuando el invasor de su compañero aparecía a su lado. Lo que era muy frecuente porque el medio era chico, compartían tareas y se movían en el mismo círculo. A medida que el verbo incandescente de Cuneo se encendía, Arzadun languidecía primero y luego quedaba mudo. Ni uno ni otro se daban cuenta de esa situación, pero la camaradería entre ambos era difícil. Y no era que alguno de los dos no fuera ocurrente y careciera de humor. Lo que los acorralaba era la disparidad de caracteres.

Cuneo tenía otros inconvenientes para compartir. Estaba muy bien relacionado, astutamente conectado con su costado suizo y su ascendencia italiana, sabía negociar y le sobraban condiciones para ganar cualquier concurso. Ya era un pintor consagrado y con varias becas a Europa, encima, cuando a José Pedro Costigliolo le toca tenerlo de rival para un viaje al exterior. Existe consenso que el mejor trabajo fue el de Costigliolo, pero no había forma de competir con el prestigio de Cuneo. La desilusión de perder la beca apartó a Costigliolo de la pintura por muchos años e incluso lo llevó a residir en Buenos Aires donde se dedicó preferentemente a las actividades gráficas. Para Cuneo en cambio, era un concurso más, pero era demasiado personalista para aceptar visualizar las necesidades de los demás. Ese afán acaparador lo repitió en otros planos y en otras situaciones, y se le perdonaba cualquier desliz.

Fue sin duda el pintor estrella de su generación y Arzadun lo comprendía y lo aceptaba. El registro que logró del paisaje uruguayo fue memorable. Le proporcionó una identidad de la que carecía. El campo en su esplendor sólo fue captado por él. Esas lunas enormes y casi habitadas que alumbran la vida de los ranchos y los montes cercanos, resultaron fascinantes. El resultado era plástico, muy dramático y tan absorbente que cualquier otro cuadro deslucía al lado de la magia de sus noches, los montes de eucaliptos encerrados en potreros en el horizonte, y la fuerza gravitante de una pintura en donde el campo oriental adquiría una personalidad propia.

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