La Nación/GDA
No podemos tener las dos cosas. No podemos ser una familia pública cuando nos conviene y una privada cuando no”, le dice angustiado pero firme el príncipe Carlos (Dominic West) a sus padres, la reina (Imelda Staunton) y el duque de Edimburgo (Jonathan Pryce) en una escena del cuarto episodio de la sexta temporada de The Crown.
El diálogo expresa parte de las contradicciones de la familia real británica que el guionista Peter Morgan lleva explorando desde 2016 en la serie de Netflix que concluirá el 14 de diciembre, cuando se estrenen sus cinco capítulos restantes.
En los cuatro nuevos episodios ya disponibles en la plataforma, la ficción llegó al momento más temido y al mismo tiempo más esperado por sus espectadores: los últimos días de Lady Di, el accidente en París que le costó la vida y las consecuencias que tuvo su muerte no solo para la monarquía sino para el mundo entero.
Desde su comienzo, la serie transitó la estrecha cornisa entre el retrato de los hechos históricos conocidos y extensamente documentados y los sucesos ficcionalizados del detrás de escena del palacio, un equilibrio que muchas veces fue criticado por quienes creían que Morgan llevaba sus hipótesis y fantasías demasiado lejos.
Esa tensión, claro, fue en aumento a medida que la línea cronológica del relato se acercaba a las últimas décadas del reinado de Isabel II. Y alcanzó su punto más álgido cuando la trama se concentró en el matrimonio del príncipe Carlos y Lady Di (temporadas tres y cuatro) y especialmente en las vísperas de la grabación de la muerte de la princesa. Llegado este punto, los límites entre la ficción y la realidad se esmerilan y la mezcla de la representación y los recuerdos de los hechos resulta en algo nuevo que cuesta definir con los parámetros usuales aplicados a la ficción, aunque lo sea.
Ante las grandes incógnitas sobre la forma que elegiría la serie para mostrar los hechos ocurridos en París el 30 de agosto de 1997 y cómo sería distinto de lo visto en la película La reina, de 2006, escrita por el propio Morgan, en la que Helen Mirren interpretaba a Isabel II en los días posteriores a la muerte de Diana.
El programa responde con un comienzo del primer episodio implacable: un hombre pasea a su perro por las calles de París sin advertir que a unas cuadras de distancia un auto circula a velocidad excesiva intentando evitar a los paparazzi que lo persiguen para tomar una nueva foto de Lady Di (Elizabeth Debicki) junto a su nuevo novio, Dodi Al Fayed (Khalid Abdalla), el hijo del millonario egipcio dueño, entre otras cosas, del hotel Ritz.
No hay sorpresas en el desenlace de esa secuencia: el público sabe que la persecución terminará en tragedia bajo el puente del Alma y aún así la tensión que logra construir la escena vista desde los ojos del transeúnte conmueve profundamente. La puesta se apoya en los sonidos del choque evitando las imágenes impactantes, del mismo modo que hará después cuando siga los pasos del príncipe Carlos en la morgue de París yendo a reconocer el cuerpo de su exesposa.
La nueva temporada también incluye en su trama otros hechos históricos ocurridos en los años 90 que fueron ampliamente registrados por la prensa. Estos, desde la perspectiva de la serie, presagiaban el desastre por venir. Así, la mayoría de la acción de los dos primeros episodios transcurre seis semanas antes del accidente y se enfoca en las vacaciones de la princesa junto con sus hijos en el yate de la familia Al Fayed, en la Costa Azul, y su incipiente romance con Dodi, extensamente fotografiado por los paparazzi que luego vendían las imágenes íntimas por cifras millonarias. Del lado de la fantasía, la serie propone que aquella persecución mediática fue azuzada por Al Fayed, padre, decidido a que su hijo se casara con la princesa.
En el caso de Carlos, la trama avanza en su intento de legitimar su romance con Camilla Parker Bowles (Olivia Williams) y la búsqueda del apoyo de su madre, aunque hay que decir que todas las líneas de la narración conducen a las experiencias de Diana, a la que Elizabeth Debicki interpreta de modo notable. Sensible, vulnerable y al mismo tiempo lista para plantarse como una mujer independiente frente al mundo, la princesa que muestran los nuevos episodios es tanto la sofisticada veraneante que aparecía en las imágenes fotográficas de antaño como la activista dispuesta a poner su fama y hasta su cuerpo en la búsqueda de dar a conocer los desastres causados por las minas terrestres en la ex Yugoslavia.
La capacidad de la producción de la serie para reproducir imágenes conocidas por la mayoría y sumarles un nuevo punto de vista siempre fue uno de los grandes aciertos del programa que de camino hacia su conclusión alcanza la excelencia en ese aspecto. Especialmente en el segundo episodio de la nueva temporada, “Dos fotografías”, que cuenta desde un novedoso ángulo los diferentes modos en que la prensa de aquel verano de 1997 trataba a la reina y a Lady Di.
A medida que la trama avanza hacia las secuelas del trágico desenlace, los guiones se alejan del documento histórico para ingresar en el terreno de la fantasía y la ficción más evidente. En los pasajes enfocados en el duelo y las reacciones de la reina al desconsuelo global, según la imaginación de Morgan, fue Carlos el encargado de forzar las reglas y el protocolo para que su madre aceptara que el cortejo fúnebre y el entierro de Diana fueran hechos con la pompa y la circunstancia reservada para la familia real.
En la misma línea, en el capítulo final, la conocida imagen de la procesión encabezada por sus hijos va acompañada de los diálogos entre Guillermo y su abuelo que nadie más que ellos conocen en la realidad pero que en la serie anticipan algo de lo que el joven príncipe heredero al trono experimentará en los últimos episodios de la ficción, centrados en su vida adulta y especialmente su relación con su futura esposa.
Aunque desiguales y algo repetitivos, especialmente si se los contrasta con La reina, los cuatro primeros capítulos de la temporada final de The Crown la ratifican como una serie siempre excepcional y ocasionalmente brillante, que logró narrar el final nada feliz del cuento de hadas más real.