Philippe Noiret, un actor con carrera monumental

Legado. Participó en obras clave del cine y el teatro francés

JORGE ABBONDANZA

La muerte de Philippe Noiret es una enorme pérdida para el cine y el teatro. El actor no sólo tuvo medio siglo de carrera sino que instaló el sello de una personalidad como hubo pocas.

Era un hombre prematuramente maduro, voluminoso, ideal para papeles de carácter (algo así como el Candeau francés) pero además sensible y estudioso como para otorgar a cada personaje un perfil singular, síntoma de su ductilidad y su enorme oficio artístico. Con las cejas enarcadas en ángulo recto, la gran nariz borbónica, la voz abaritonada y tremolante, Noiret imponía su presencia en medio de cualquier elenco, lo cual es propio de los grandes.

Se pueden recordar sus primeros trabajos, al lado de realizadores de prestigio como Agnès Varda (La pointe courte) o Louis Malle (Zazie dans le métro), revestido ya de una autoridad que a espectadores más viejos les permitía evocar a predecesores de su línea en el cine francés, como Alain Cuny, Victor Francen o Pierre Blanchar.

Versátil en su juego histriónico, Noiret agregaba a esa calidad la movilidad entre géneros muy dispares, como su soltura en la comedia (Buenas noches Alejandro, que tuvo un larguísimo éxito en Montevideo) pero sobre todo su señorío y aplomo en el campo dramático, al que aportó labores perdurables desde el comienzo de su vinculación con el realizador Bertrand Tavernier, es decir desde El relojero de Saint Paul (1974) hasta la culminación que marcó La vida y nada más (1990) donde componía a un oficial del ejército encargado de identificar a los miles y miles de muertos en combate, cuyas fichas debía barajar como si armara un macabro inventario. La última escena de esa película fue uno de los finales más imborrables de los últimos tiempos, porque allí Noiret escribía una carta a Sabine Azéma y le contaba acerca del desfile de la victoria, que al cierre de la primera guerra mundial celebró a las armas francesas por Champs Elysées. Allí le decía que "si los pobres muertos de esta guerra hubieran tenido que marchar por la avenida como lo hicieron los vivos, y a su mismo ritmo, el desfile habría durado once días con sus once noches".

Por suerte, Noiret obtuvo reconocimientos a su talento. Le dieron el César en 1976 por El viejo fusil de Robert Enrico, un enérgico alegato, y en 1990 por La vida y nada más, justamente. A esa altura ya tenía en su foja otros papeles muy vigorosos, como el de oficial mayor para El desierto de los tártaros de Valerio Zurlini o su presencia en La gran comilona de Marco Ferreri, sin ir más lejos.

Repetiría esos niveles de calidad cuando integró un elenco italiano para el emocionante cuadro familiar de Tres hermanos junto a Charles Vanel, pero como buen profesional tuvo que hacer de todo. Eso quiere decir aceptar contratos para comedias de formato internacional, desde Lady L. junto a Sophia Loren hasta Siete veces mujer con Shirley MacLaine.

Ahora que murió a los 76 años y deja un vacío que será notado, más vale recordarlo por cosas perdurables, como su trabajo majestuoso en El juez y el asesino o en películas que han tenido un nivel y además un aprecio muy vasto del público, como Cinema Paradiso en el papel del operador de la vieja sala, o Il postino, con su saludo a Neruda, compartiendo el cartel con Massimo Troisi.

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