Nelson Leites, el pintor exiliado que regresó a Uruguay luego de décadas de retratar a la aristocracia sueca

El arista riverense tiene actualmente dos muestras, una en Minnesota y otra en su departamento natal, en el consulado de Brasil, y se define como un "figurativo abstracto".

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"Yo pinto porque necesito", dice sobre su vocación.
Foto: Gentileza.

En su perfil de Facebook, Nelson Leites se define como un pintor “internacional”. Para algunos, eso puede sonar como una compensación de provincianismo, pero si uno indaga un poco más se trata de una definición más literal que conceptual de este artista que, como tantos otras, tuvo que exiliarse.

Pintó acá, en Suecia, en España y ahora volvió a Uruguay luego de más o menos cinco décadas de ausencia, más allá de que nunca perdió el contacto con su país de nacimiento (incluso hizo muestras acá mientras vivía afuera).

Hace poco regresó de Estados Unidos, donde estuvo supervisando una muestra suya en Minnesota, y también hace poco estuvo en el departamento de Rivera, de donde es oriundo, para la inauguración de otra exhibición, en el consulado de Brasil.

Aunque comenzó su camino dentro del arte en Uruguay, fue en Suecia donde despegó hacia su carrera internacional. Y lo hizo no solo en base a su talento, sino también a un sexto sentido para la oportunidad.

Como tantos otros uruguayos en la década de 1970, también él se exilió, y recaló en el país escandinavo, del cual sabía lo rudimentario. Por aquellas épocas, el país nórdico tenía una actitud distinta a la actual respecto de la inmigración, y existía un sistema de recepción del exiliado bastante aceitado.

Uno llegaba, era alojado en un complejo de cabañas que los alojados por alguna razón llamaban “campamento”, se lo procesaba para que ingrese al sistema institucional y a los pocos días ya estaba acudiendo a clases de sueco.

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Retrató a muchos, pero también a sí mismo.
Pintura de Nelson Leites.

En esos primeros días, Leites tuvo sus roces iniciales con la sociedad sueca, y llegó a la conclusión de que si iba a poder integrarse, eso tendría que ser a través de la cultura: se puso a leer cuanto escritor o escritora sueca pudiera.

Fue en sus días de estudiante de sueco cuando conoció a alguien que lo fascinó por su manera de vestir y su fisionomía. Ese alguien era profesor de religión, y Leites le preguntó a uno de sus compañeros de clase que quién era. Le contestaron que era obispo de la iglesia sueca (que es luterana).

Aunque todavía no dominaba el sueco, encaró al obispo y le explicó que quería retratarlo en una pintura.“Fui bastante caradura”, recuerda ahora entre risas.

El jerarca eclesiástico se mostró reticente inicialmente. Según Leites, el obispo dudaba porque no se veía bien a sí mismo. Leites lo tranquilizó: “No se preocupe. Yo no pinto cuerpos. Yo pinto almas”. Con esa frase, el clérigo quedó totalmente convencido. El resultado le gustó tanto al retratado que Leites le pintó tres cuadros más, y se hicieron amigos.

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Una pequeña parte de su obra.
Foto: Nelson Leites.

Tiempo después el obispo acudió a una reunión formal en la residencia de la entonces landshövding (algo así como “gobernadora”) de la provincia en la cual vivía Leites. En la charla, surgió el tema de retratos y el obispo le mencionó a su amigo uruguayo.

Con esa referencia, la gobernadora convocó a Leites para un retrato, y desde entonces el artista no paró de escalar en encargos para la clase más alta de Suecia, hasta llegar a la casa real.

Luego de pintar al obispo y a la gobernadora, esta le mencionó que tenía una amiga, una condesa, que había visto el retrato de Leites en la residencia oficial de la landshövding, y había quedado fascinada. ¿Podría el pintor uruguayo retratarla a ella también? Allá acudió Leites con sus pinceles y colores. Cuando la condesa vio el cuadro terminado le dijo: “Tenés que retratar a mi marido el conde, también”.

En las visitas a la residencia de los condes, uno de los hijos le comentó a Leites que tenía un amigo en el Ministerio de Relaciones Exteriores, cuyo padre quería un retrato. Ese señor tenía contactos entre la realeza sueca.

“Una vez me dijo, tenés que ir al Palacio Real. Ellos tienen un museo en los pisos subterráneos que no recibe mucha atención, y es una pena. Les vendría bien tener a alguien que sepa de pintura y mantenimiento”. Así empezó a formar parte del comité encargado del museo del Palacio Real.

Le pagaban muy bien cada retrato, y algunos se sorprendían cuando él contaba que no se dedicaba exclusivamente a sus retratos, sino que trabajaba como docente de la pintura. “El dinero no era la razón por lo que lo hacía”, dice. “Yo pinto porque lo necesito”.

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