"Por 100 metros no soy un tipo fino”, dice, con una carcajada, Daniel Amaro. Es el último lunes de febrero, llueve sin tregua en la zona donde muere Carrasco Norte y el músico habla con El País mientras mira cómo la tormenta cae en el jardín de la casa a la que se mudó con su familia en 1963. Hace más de 40 años que no vive ahí, pero cada vez que llega desde Noruega —donde se radicó junto a su esposa en los ochenta—, se reencuentra con el que fue uno de sus primeros hogares. “Siempre estoy llegando, como Troilo”, desliza.
“Acá pasaron muchas cosas”, dice Amaro, quien minutos atrás interpretó “A la ciudad de Montevideo”, su canción insignia, para el fotógrafo que le tomó el retrato que ilustra esta nota. Entonces sonríe y enumera algunas. Habla de las visitas de Eduardo Mateo y Urbano Moraes en la época en que El Kinto tocaba en Orfeo Negro, recuerda sus ensayos juveniles con Cold Coffee —una de sus primeras bandas— y la vez que le quemó el tocadiscos a su padre mientras trataba de amplificar el bajo y las guitarras del grupo.
El músico, que actuará este viernes junto a invitados en Sala Camacuá (entradas en RedTickets a 900 pesos), relata estas y otras anécdotas desde el living de esa casa que lo ancla en la época en que aún vivía en Uruguay. Alcanza con una mirada rápida a los estantes de su biblioteca flotante para confirmarlo. Entre los lomos desgastados de su centenar de libros destacan letras de Jacques Brel, una de las primeras ediciones de Abbadón, el exterminador (de Ernesto Sábato) y al menos 40 tomos de la colección Club del Libro de Radio Sarandí.
Estos últimos, aunque Amaro no lo mencione —ya son parte de la escenografía de su hogar—, cargan con un significado especial. Aquellos libritos negros con clásicos de la literatura y otras yerbas, se editaron en los setenta gracias a Rubén Castillo, una figura clave en la vida del músico. Castillo fue el conductor de Discodromo Show, el programa de Canal 12 donde se forjó toda una generación de la música uruguaya y en el que Amaro dio sus primeros pasos como solista. Allí, en 1972, cantaba “Reina de la plaza”, una balada existencial que es conocida como “Palomita Che”.
Unos años más tarde, en 1978, grabaría en vivo Recital a la ciudad de Montevideo, su disco debut, en el marco del 18° aniversario de Discodromo Show. Amaro, que en ese momento ya había dejado Uruguay, grabó en ese concierto varias de las canciones emblema de su discografía: “Noche sola”, “El fuego”, “Gardeliana” y, por supuesto, “A la ciudad de Montevideo”, que se volvió un éxito cuando Jorge Bonaldi la versionó en 1979.
Ese primer álbum de Amaro, que hace años merece ser reeditado —aunque sea en versión digital— cuenta con un elenco de varios históricos de la música local. Los arreglos y la dirección musical son de Jorge Galemire, y también participan Marcos Gabay, Gustavo Etchenique e Irene Kaufman. Allí también se encuentra “Tanguez”, un postulado estético que partía de un texto de Carlos Maggi y definiría la propuesta de Amaro. ¿A qué refiere? A esas canciones montevideanas que sin ser estrictamente tangueras se visten del espíritu y el aroma del género rioplatense.
La intención se acentúa, si fuera necesario decirlo, con la lejanía. Y Amaro, que pasó por Argentina, Chile y España antes de radicarse definitivamente en Noruega, lo sabe bien. Una de sus primeras experiencias fuera de Uruguay fue en Buenos Aires. Era 1971 y Cold Coffee había sido contratado para tocar en África, un boliche de moda por el que pasaban figuras como Ringo Bonavena. Durante varias noches, el boxeador argentino cantaba “She’s A Lady”, de Tom Jones, mientras los uruguayos le hacían de banda soporte. “Ringo era simpatiquísimo”, dice. “Era muy gracioso escuchar cómo ese tipo enorme cantaba con una voz tan finita”.
Ya como solista, Amaro siguió en Buenos Aires hasta 1976 e hizo de todo. Fue parte de La vaca de medianoche, dirigido por Carlos Perciavalle; trabajó en un espectáculo sobre poemas de Ernesto Cardenal, y otro llamado La señorita muerta, con poemas de Raúl González Tuñón. Pero cuando empezó la dictadura en Argentina, el uruguayo volvió a cambiar de rumbo. Viajó a Madrid en barco durante 23 días y llegó en un momento de ebullición cultural. Acababa de morir Franco y se volvía a respirar libertad. “Escribía canciones por la tarde y las cantaba a la noche en los boliches”, relata. “¿Se podía ser más feliz?”.
En España se hizo amigo de Joaquín Sabina y de Luis Eduardo Aute —en 1996 ambos serían parte de su excelente disco Transatlántico—, conoció a Alfredo Zitarrosa y recorrió el país junto a Víctor Manuel y Ana Belén. Tocó en boliches de varias ciudades del interior, y en 1977, mientras actuaba en Gijón, tuvo un encuentro que le cambió la vida.
Mientras lo evoca, se ríe y vuelve a clavar la mirada en su patio lluvioso. “Elin venía de Noruega con su hermana y había alquilado un coche para recorrer España. Ella era copiloto y le daba indicaciones a su hermana; su plan era ir a León, pero Elin leyó ‘Gijón’ y pensó que era la misma ciudad, así que fueron hasta allá”, narra. El error les costó 300 kilómetros, 150 de ida y 150 de vuelta. “Yo estaba cantando en el boliche, ellas me escucharon y entraron. Así nos conocimos. Nos carteamos durante mucho tiempo hasta que nos volvimos a ver. Después ella se mudó a Valencia porque empezó a trabajar en una compañía aérea y estuvimos dos años juntos”.
De la misma manera improvisada en que se encontraron en 1977 fue que se mudaron a Noruega —más específicamente a Bergen— en 1983. “Elin me propuso ir para pasar Navidad, que tiene toda una cosa folclórica, y la idea era estar dos o tres semanas”, cuenta. “Pero nos fuimos quedando: primero vinieron los niños, luego el colegio y me fui amoldando a la vida allá”.
“Es como estar en una tarjeta postal”, responde cuando se le pide una definición de la ciudad con 300 mil habitantes. “Tiene el Portal de los Fiordos, está rodeada por siete montañas y todo es accesible”. Sin embargo, eso no alcanza para alterar su amor por Montevideo.
Ya pasó medio siglo desde que cantó por primera vez la frase “elijo Montevideo aunque no sepa por qué”. Cuando se le pregunta si finalmente encontró la respuesta, sonríe. “Todavía no sé muy bien, pero lo que sí sé es que mientras más lejos estoy, más montevideano soy”.