Desde su apartamento en Kreuzberg, Berlín, Samanta Schweblin se apresta a responder las preguntas que El País le envió por mail. “Acá es invierno y hace un frío que se te mete en los huesos. Pero lo peor es la luz: en octubre una gran nube se detiene sobre la ciudad y no se va hasta mayo”, escribe. Sin embargo, hoy el día la sorprende con una claridad inusual. “Milagrosamente, es un día bastante luminoso”.
Schweblin, un emblema del cuento latinoamericano contemporáneo y ganadora del National Book Award de literatura traducida por Siete casas vacías, lee las preguntas mientras se enfrenta a tres imágenes, tres talismanes, que la acompañan cuando escribe. “En esta mesa, justo arriba de la pantalla, tengo un cuadro de Gladys Afamado, que de hecho me regaló una amistad uruguaya, un óleo pintado por mi abuela Susana Soro, y un fotograbado de mi abuelo Alfredo de Vincenzo”, relata. “Si puedo elegir mis influencias, que sean artistas cercanos y queridos”.
El motivo de esta entrevista con la autora de Distancia de rescate y Pájaros en la boca es El buen mal, su regreso al cuento tras 10 años y su primera publicación desde Kentukis (2018). “Tengo curiosidad por ver qué camino toman estas historias”, comenta sobre los conmovedores e inquietantes seis relatos del libro que se lanzará el sábado 1º de marzo en tres formatos (papel, ebook y audiolibro) y en siete países en simultáneo, incluyendo a Uruguay.

“Me lleva mucho más tiempo escribir un libro de cuentos que una novela”, confiesa. “Son cuentos un poco más largos y hubo un momento en el que estaba trabajando en los seis a la vez. Quizá al tenerlas todas continuamente a la vista estuve más atenta a sus reflejos y vasos comunicantes, y fue mucho más fácil que otras veces empezar a intuir el orden en el que debían organizarse, y qué de cada historia cargaba a su vez de significado a las otras”.
Y en El buen mal cada historia es una pieza precisa, construida con la minuciosidad que caracteriza a Schweblin. En "Un animal fabuloso", Leila recibe un llamado de su amiga Elena casi veinte años después de la muerte de su hijo. Quiere reconstruir aquella noche en que el niño, obsesionado con pintar caballos, cayó de una cornisa en Hurlingham. "El ojo en la garganta" es una desgarradora historia incomunicación familiar: un joven recuerda su infancia en El Bolsón en los noventa, el día que se tragó una pila y todo lo que siguió. En la cautivadora "La mujer de la Atlántida", dos hermanas descubren que su vecina es una poeta maldita e intentan ayudarla a reencontrar la inspiración. Y si bien las historias parecen ser independientes, tal cual le comenta Schweblin a El País, cada una carga de significado a la otra, y eso hace de su huella algo aún más indeleble.
A continuación, esta entrevista con la también ganadora del premio José Donoso.
—En El buen mal, los personajes están atrapados en situaciones que les impiden avanzar, pero la irrupción de personajes inesperados les permite encontrar un sentido para no derrumbarse, aunque siempre con un costo. ¿Qué te interesa de estas irrupciones y cómo trabajás para que, además de mover la trama, profundicen en la psicología de los personajes?
—Tu pregunta fue clave para mí durante la escritura, tanto que de hecho el título del libro está atado a esto. Qué es eso que irrumpe de pronto en nuestras vidas y lo cambia todo. Esa irrupción, ¿es algo que añoramos, incluso si trae algo malo dentro? Vivimos inmersos en esta suerte de duermevela donde, incluso rodeados de un mundo que parece estar siempre a punto de explotar, seguimos flotando en simplificaciones, optando siempre por lo fácil, lo rápido, lo directo. Qué fuerzas entonces son las capaces de irrumpir, cuánto daño hacen, ¿es para bien o es para mal? ¿Y logran realmente despertarnos?
—La culpa es un motor central en muchas de estas historias, como "Un animal fabuloso", "William en la ventana" y "La visita del superior", donde los personajes quedan atados a su pasado por accidentes, abandonos y negligencias. ¿Cómo influye la culpa en la construcción de la psicología de tus protagonistas?
—Bueno, dicen que no hay problema tan malo que un poco de culpa no pueda empeorar. Y la culpa también es algo tan integrado en nuestras religiones, nuestras crianzas y nuestras maneras de vincularnos, que puede también funcionar como un nervio muy potente para tocar y poner a sonar en algunos momentos. Como una alarma conocida, una que ya escuchamos en nosotros mismos tantas veces que, en un libro, es capaz de conectarnos inmediatamente con el estado emocional de un personaje o incluso de toda una sociedad.
—Tanto en el libro como en otros cuentos de tu obra, la vulnerabilidad genera tensión y un ritmo vertiginoso que despierta empatía en el lector. Inconscientemente, uno se pregunta qué haría en situaciones como las de “El ojo en la garganta” o “El superior hace una visita”. ¿Qué te atrae de explorar esa vulnerabilidad y qué le aporta a la dinámica de las historias?
—Para mí la literatura es un dispositivo de ensayo. De prueba y error. No me refiero a la escritura, sino al uso que yo misma le doy a los libros cuando leo. Quiero enfrentarme a una situación que atrape mis miedos, eso que en el mundo cotidiano del día a día es casi mejor ni pensar. La muerte de un hijo, la muerte de un padre, la pérdida de algo por lo que hemos luchado toda la vida, la amenaza de un amor que lo pone todo en jaque, una enfermedad. Quiero “ensayar”, jugar a que eso pasa y testarme a mí misma. Saber cuánto va a doler, dónde exactamente, y qué movimientos podrían ser la clave para volver a ponerme de pie. Por eso la conexión entre el personaje y el lector es tan importante cuando escribo, y hay algo de la vulnerabilidad en los personajes que abre las puertas de esa conexión.
—En tu obra aparecen con fuerza las tragedias en la niñez, así como los abandonos y enfermedades en la vejez. Son temáticas que tocan los miedos más profundos del ser humano. ¿Cómo llegaste a explorarlos y qué le aportan a la profundidad emocional de tus relatos?
—La niñez y la vejez son los dos extremos que se parecen. Desde la adultez los leemos como una zona a la que no necesariamente queremos regresar, y otra a la que preferiríamos llegar lo más tarde posible. Tengo estos sentimientos también, pero a la vez son dos estados en los que pienso muchísimo. Añoro la infancia, y tengo mucha curiosidad, cada vez más, por la vejez. Creo que en ambos hay una combinación entre, por un lado, un alto nivel de fragilidad, y por el otro, un saber más fuerte y auténtico que nunca, de quién se es, qué se quiere y que no. Hay algo de locura en esta combinación. Si presentimos que un adulto está loco lo rechazamos, pero la locura en un niño no nos parece locura, “es que es un niño” decimos, y con la vejez funciona parecido. Y me pregunto si no habrá una sabiduría, o una intuición, de la que me estoy perdiendo en mi adultez.

—Me interesa cómo concebís la relación con el lector, que en su mundo interno y en su reflexión completa el sentido del relato. ¿Qué te atrae de ese diálogo, casi como un juego a la distancia?
—Es lindo eso que decís de “juego a la distancia”, me impresiona el impacto que la literatura puede tener “en diferido”. Alguien escribe un libro, y alguien más lo lee doscientos años después. La literatura sucede en presencial, cuando el lector atraviesa eso que se escribió antes, pero sucede ahí, en ese otro mundo, otro contexto, quizá incluso otra cultura. No hay literatura sin lector, y su espacio es algo que tengo bien presente cuando escribo. Ursula Le Guin decía que “la relación del lector con el escritor no es de control y consentimiento, aunque a muchos escritores les encante esta idea, y a muchos lectores perezosos les venga bien”. Me gusta esta aclaración porque a veces se interpreta que pensar en el lector es pensar en el mercado. Para mi es pensar en el otro. Escribir es siempre adelantarse a un baile que vas a ejecutar con otro. Y las reglas del baile son simples, si no das espacio, si insistís en pisar al otro una y otra vez, terminas bailando solo. Hay autores que leo y parecen saber dónde exactamente voy a pisar, esa intuición sobre mi movimiento genera conexión, empatía, y sobre todo, mucha tensión.
—“La mujer de Atlántida” está ambientada en el balneario donde veraneaste de niña. Tiene referencias a la Playa Brava, el anuncio de las olas al grito de “¡Viene!” y aquellas incursiones por jardines ajenos con tu hermana y tus primas. ¿Qué recuerdos tenés de esa época y cómo fue volver a ellos mientras escribías el cuento?
—Es raro cómo funciona la carga personal en el proceso de escritura. Porque por un lado, posiblemente fue la añoranza de esos días, las ganas de volver a estar con ellas a esa edad y en ese contexto de libertad tan distinto al que pueden experimentar un grupito de preadolescentes que vienen de los peligros de la ciudad, fue todo eso lo que me hizo elegir esa locación, ese ambiente y posiblemente algunas características de los personajes. Pero por otro lado es un cuento al que al principio me costó mucho entrar. Veía perfectamente a esa poeta que ellas llaman “La mujer de Atlántida”, pero la narradora, que era el personaje más pegado a mi pasado, me costaba muchísimo. Fue una suerte de duelo, de ir dejando cosas personales atrás, de despojar y soltar recuerdos hasta lograr conectar de una manera más directa con qué es lo que este cuento particularmente necesitaba, más allá de ese pasado propio del que partió todo.
—En una entrevista reciente mencionaste el “entrenamiento del artista” que te hacía tu abuelo cuando eras niña. Lo que más me cautivó de esa historia fue cómo leían poesía juntos para encontrar las palabras justas que te permitieran expresar lo que acababas de vivir en uno de tus paseos con él. ¿Qué tan importante fue esa instancia para tu desarrollo como autora? ¿Tenés alguna escena que recuerdes con mayor cariño?
—Es que hay tantos recuerdos que son oro puro que no sabría cual elegir. Íbamos a museos, galerías, al teatro, me enseñó a robar libros, y reliquias de la feria de antigüedades (yo era una nena que apenas pasaba los mostradores, así que bastaba con que él distrajera al vendedor, para que yo hiciera mi parte), me enseñó a apostar parte de ese dinero en las carreras de caballos. Me hizo visitar cada edificio antiguo importante de Buenos Aires, los monumentos, las librerías. De hecho, ahora que lo recuerdo, hice mi primer viaje a Uruguay con él, porque adoraba Montevideo. Lo recuerdo todo con tanta nostalgia, y cariño, y agradecimiento…
—Aunque vivís en Berlín hace 12 años, tu escritura mantiene su tono porteño. No solo eso: algunos cuentos de El buen mal se ambientan en Buenos Aires, y en aquellos en los que la protagonista está en el exterior igualmente se comunica con Argentina. ¿Cómo vivís esa conexión con tu país a través de la escritura y cómo influye en tu obra mantener esas raíces tan presentes?
—Lo vivo con naturalidad, es lo que soy y la manera en la que me relaciono con el mundo. Es decir, es verdad que hace mucho tiempo que vivo afuera, y un afuera que es bastante polifacético y poroso, porque soy una porteña con pasaporte italiano que vive en Berlín hablando sobre todo inglés. Pero al momento de poner las manos sobre el teclado y empezar a escribir, mi cabeza está en Argentina. Aunque geográficamente mi lugar en Argentina cambió, y eso se nota bastante en este último libro. Hace unos diez años ya mi familia se mudó a la Patagonia, a la comarca andina, y yo viajo una o dos veces al año y me quedo un par de meses. Es un lugar que me hace mucho bien, y donde conecto rápidamente con la escritura. Así que incluso físicamente, aunque sea de modo intermitente, sigo viviendo de a ratos en mi país.
—En 2025 se cumplen 23 años de la salida de El núcleo de disturbio, tu primer libro. ¿Qué pensás cuando recordás a esa Samanta que daba sus primeros pasos en el mundo editorial? ¿Cuándo notaste que la literatura dejaba de ser una especie de hobby para convertirse en tu trabajo?
—¡Qué bárbaro! No había hecho esa cuenta. Para mí la escritura nunca fue un hobby. Desde mi primer trabajo, ese que hasta da vergüenza decir cuánto te pagan o qué hacías, yo tenía ya claro que había un plan A, que era la escritura, y un plan B, que era el trabajo que yo iba a hacer para comprar mi tiempo libre para poder escribir. Me impresiona recordar esto ahora porque recuerdo que usaba estas mismas palabras, y me acuerdo también mi convicción, y me pregunto de dónde habré sacado esta idea. Pero el compromiso estaba ahí desde el principio, era muy seria con esto. Seis años después de la publicación de ese primer libro, mi plan B se había convertido en una agencia propia de diseño de imagen para compañías a la que le estaba yendo tan bien, que ya éramos cinco personas trabajando. Pero el éxito tenía un problema, y es que yo trabajaba unas doce horas por día, me preocupaba mucho tener cuatro sueldos ajenos a mis espaldas, y los proyectos empezaban a ser demasiado grandes. Así que pedí por primera vez una beca de escritura, en México, y me la dieron. Ese fue el punto, quizá, en el dije basta, no más plan B. Le dejé la empresa a mis empleados y me fui a México, y ya nunca más salí del Plan A. Por supuesto, es difícil vivir de la escritura, al principio sobre todo, diría incluso que más que difícil es imposible. Pero se puede vivir de cosas que suceden alrededor de la escritura. Así que al regresar a Argentina fue cuando empecé a dar mis primeros talleres literarios. En términos económicos, haber dejado la empresa pudo haber sido un error, quién sabe. Pero no me arrepiento en absoluto, a largo plazo puedo decir que soy muy feliz con el resultado de esa decisión.
—La literatura permite interpretar el mundo y ordenar el universo interno. ¿De qué manera te ha ayudado a comprender tus miedos y a transformar tu visión del mundo? ¿Podrías compartir un ejemplo?
—Cuando escribí Distancia de rescate, por ejemplo, me estaba haciendo la pregunta de si quería o no ser madre. ¿Cuánto podía doler perder a un hijo? ¿Qué tan peligroso se siente el mundo cuando una es madre? ¿Se puede sobrevivir a este tipo de dolor? Escribir este texto fue poner en práctica estas preguntas. Pero el libro, por supuesto, tenía que funcionar como un doble dispositivo, por un lado ayudarme a entender estas dudas, y por otro, tenía que ser capaz de acompañar también a un lector que estuviera atravesando en ese momento otro tipo de emociones. Esa zona oscura, indefinible, casi abstracta a la que llegan algunos libros, es lo que los hace abiertos a múltiples lecturas. Como escuché el otro día en una cena, es la razón por la que cuando los europeos leen Esperando a Godot creen que se trata de una alegoría de la Guerra Fría, cuando lo leen los franceses creen que se trata de la resistencia francesa, y cuando la leen los irlandeses creen que se trata de la colonización británica. Como lectora siento que ese espejo perfecto en el que el lector termina mirándose cara a cara a sí mismo es el verdadero espacio de la magia en la literatura.
—La semana que viene se publica El buen mal. ¿Qué te gustaría que experimentara el lector para sentir que tu trabajo alcanzó su objetivo?
—Ah, qué linda pregunta, es como pedir un deseo. Me gustaría que los lectores lograran desaparecer, ausentarse de sí mismos por algunos segundos, que es lo que me pasa a mí en los libros que más me gustan. Y es extraño, porque por un lado estás tan concentrado en el texto que te olvidas de tu entorno, te entregas por completo y a eso me refiero con desaparecer. Pero por el otro lado, es justamente en ese estado cuando al fin logramos empatizar, desactivar nuestros prejuicios y escuchar con verdadera atención. Y entonces, la magia sucede.
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