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¿Qué es la estética del aburrimiento y por qué algunos clásicos de la literatura mundial son tan tediosos?

Una periodista española se dedicó a investigar el aburrimiento en la literatura y llegó a conclusiones que explican la esencia de un libro deliberadamente "aburrido". De Joyce a Foster Wallace, seis obras cumbre en esa línea.

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Libros
Algunos libros clásicos son encarados como aburridos por la mayoría de los lectores.
Foto: Archivo

Sergio C. Fanjul, El País de Madrid
Hay libros que son hitos indelebles de la literaturay que, sin embargo, son aburridísimos (al menos para un sector mayoritario de los lectores). Qué paradoja. James Joyce, Marcel Proust, Samuel Beckett, Alain Robbe-Grillet, David Foster Wallace, Gertrude Stein, Roberto Bolaño, Thomas Pynchon, Juan José Saer, Virginia Woolf, Thomas Bernhard. Autores difíciles, con obras cuya lectura otorga un signo de distinción: solo son aptos para los más snobs.

Un día la periodista Inma Aljaro se dio cuenta de que era una perfecta lectora de libros “tediosos”. Cuando comentaba sus lecturas favoritas, siempre saltaba alguien: “¡Pero eso es un aburrimiento!”. ¿Cómo podía haber un contraste tan grande? “En realidad, no creo que haya novelas aburridas, sino gente que se aburre leyendo ciertas novelas”, explica.

Así que Aljaro se dedicó a investigar el aburrimiento, y luego, el aburrimiento en la literatura. El resultado es Tedio y narración. Sobre la estética del aburrimiento en la narrativa: de James Joyce a David Foster Wallace, un documentado ensayo que, por cierto, no es nada aburrido. “Es que yo me aburro, me aburro mucho, y no me gusta aburrir”, dice la autora.

Aljaro no reivindica ni estudia los libros genuinamente aburridos. Su objeto de estudio son esos autores buenísimos que utilizaron el aburrimiento para provocar una inopinada experiencia estética en el lector. Los deliberadamente aburridos. Los que despliegan el aburrimiento a través de sofisticadas técnicas narrativas. Los de la estética del aburrimiento. Una estética que no solo se da en la literatura, sino que se explora en las obras musicales de Erik Satie o John Cage, o en las películas de Andy Warhol.

Entre las técnicas literarias del tedio artístico, Aljaro describe tres ramas: el recurso a la banalidad, es decir, la fijación por narrar hechos insignificantes, actividades monótonas o repetitivas; la escritura sobre nada, es decir, que no haya una historia que se desarrolle, sino una narración errática que parezca no tener sentido (cita La ciénaga definitiva de Giorgo Manganelli); y la complejidad, la confusión. Es decir, el uso de estructuras complejas, la rotura de la linealidad del tiempo, las subordinadas que rellenan el texto o la exuberancia diegética, el afán por contarlo todo.

En las obras deliberadamente aburridas suele frustrarse la necesidad de conocer del lector: muchas veces no cuentan lo que prometen, administran la información de forma difusa, se manejan en la incertidumbre. Lo contrario de esos best sellers que te agarran de las solapas y no te dejan parar.

Pero aquí el premio, señala Aljaro, no es conocer cómo acaba la historia, sino otro tipo de experiencia estética: “Cuando nos aburrimos tenemos la oportunidad de fijarnos en otras cosas”. Y además está la falta de atención contemporánea. “Muchas de estas obras exigen una atención que no tenemos suficientemente entrenada (lo queremos todo rápido o, mejor aún, instantáneo) y, quizás por eso, el uso del aburrimiento como artificio literario también se podría entender como una crítica o desafío a la aceleración social”, subraya.

Aquí, algunas obras cumbre de la estética del aburrimiento.

“Ulises” de James Joyce

“En Ulises, Leopold Bloom nunca se encuentra con el amante de la mujer, parece que va a ocurrir la acción dramática... pero no. Hay un agotamiento de la paciencia del lector”, dice Aljaro. Joyce, que influenció de manera decisiva a la literatura subsiguiente, puso en práctica todas las tácticas del aburrimiento. Ulises se presenta como un acertijo o una tortura más que como una novela. “Creo que es un libro que hay releer porque cada vez te dice algo nuevo”, añade. “No está hecho para disfrutarlo a la primera, por eso frustra a mucha gente. Es más bien un juego: hay que meterse en él sin saber cómo va a salir parado”.

“La broma infinita”, de David Foster Wallace

Este novelón de más de mil páginas aborda infinidad de temas, aunque el principal es una película tan adictiva que los espectadores se enganchan hasta morir de inanición. Tiene una estructura no lineal, sigue de manera fragmentaria varios argumentos, es densa, tiene cambios abruptos... A Foster Wallace, por ejemplo, le gustaba abusar de las notas a pie de página, algunas larguísimas, para interrumpir la narración principal y hacer al lector ir hacia de adelante hacia atrás, sin centrarse en el hilo principal.

“La señora Dalloway”, de Virginia Woolf

Hay quien ha dicho que leer el flujo de conciencia, las asociaciones mentales, la prosa sumamente elaborada de La señora Dalloway es más aburrido que mirar una pared blanca durante horas. “Woolf cuenta la vida de esta señora, sus pensamientos. Es magistral, es clave en la historia de la literatura, pero también es una escritura sobre la banalidad del día a día de esta señora de la alta sociedad londinense que tiene que preparar una fiesta”, señala Aljaro. Una prosa introspectiva y reflexiva que para muchos puede resultar árida o difícil de seguir.

“La calera”, de Thomas Bernhard

“Dicen que Bernhard escribía en espiral”, añade Aljaro. “Sus discursos podrían resultar muy aburridos, pero a veces son tan absorbentes y circulares que a mí me provocan risa”. El mordaz autor austriaco utilizaba una sintaxis muy compleja, con muchas subordinadas, con continuos detalles y acotaciones, con rodeos y digresiones. Por momentos hay que leer dos veces cada párrafo para acabar de comprender lo que Bernhard está contando. “Juega con la incertidumbre: no puedes confiar en sus narradores, porque regresan a otro punto de la historia para corregir lo que ha dicho”.

“2.666”, de Roberto Bolaño

Son 1.126 páginas de novela donde, con frecuencia, se ve frustrado el deseo del lector de saber más de la historia: no sabemos dónde está el narrador o quiénes son los asesinos de las mujeres. En cierta parte del libro, famosa por acabar con la paciencia de numerosos lectores, Bolaño narra repetitivamente el asesinato de decenas mujeres: no entiende uno por qué tiene que leer una y otra vez las diferentes maneras, tan similares, de cometer un femicidio. “En otro texto de Bolaño, Nocturno de Chile, sale la frase ‘la rutina que matiza el horror”, dice Aljaro, “y se aplica a 2666: ¿cómo nos podemos aburrir de descripciones de feminicidios tan atroces? Es el efecto de la repetición que nos aburre”.

“En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust

Probablemente, con siete tomos, sea una de las obras más extensas de la literatura: 9.609.000 caracteres con espacios. Parte de una famosa magdalena mojada en té para construir una catedral de la memoria a base de largas frases y la suntuosa vida de la aristocracia francesa de finales del XIX. “No creo que Proust fuera voluntariamente aburrido”, apunta Aljaro: “es el efecto de la ruptura de la tradición narrativa: no le importa tanto narrar como generar cierta sensación con sus idas y venidas, sus divagaciones, el efecto de querer contar de una manera diferente”.

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