La canción italiana

Aunque resulte redundante decirlo, la música vocal posee en Italia una larga tradición. Un ámbito que reúne la polifonía palestriniana, los madrigales, la obvia presencia de la ópera, la torrencial diversidad del folklore y las canciones del dominio popular. En rigor, Italia hereda con el arte vocal un glorioso legado mediterráneo. Más remoto que la civilización griega, ya está presente en el antiguo Egipto. En esta cultura, el jeroglífico que significa cantar está expresado en el antebrazo con su mano. Literalmente cantar se dice "hacer música con la mano". La razón de este giro expresivo proviene de la técnica de guiar la música con la mano (queironomia) y la subsiguiente de colocar la mano detrás de la oreja, en el cuello y ejercer una presión para obtener un vibrato que el canto popular napolitano conservó.

Más allá de estas precisiones generales, la canción italiana ha llegado hasta nosotros en intérpretes que, como Carlo Buti, de estirpe popular o en la voz de los grandes cantantes de todos los tiempos, desde Caruso a Pavarotti. Intérpretes que cantaban temas firmados por poetas y músicos, a la manera de Modugno o Sergio Endrigo.

En cierto modo ese fue el mérito principal del concierto que el ensemble Novecento e Oltre ofreció el pasado lunes 27 de junio en el Teatro Solís. Auspiciado por la Embajada de Italia y por el Instituto Italiano de Cultura, el conjunto de músicos bajo la dirección del maestro Antonio Ballista interpretó una selección de las canciones populares italianas creadas entre 1910 y 1950, agrupadas por contenido temático de amplio alcance como Antes, "Chanzas y burlas", "Lágrimas", "Exotismos" y otros, representadas por temas que resonaron de inmediato en la memoria de los presentes con edad suficiente.

La calidad musical del concierto resultó excepcional. "Novecento e oltre" cuenta con virtuosos en cada instrumento que suenan esplendorosamente. La dirección de Antonio Ballista, precisa y atenta a la carga de sentimientos o humor que la canción italiana conlleva. El pianista Alejandro Luchetti, estupendo como ejecutante y responsable a la vez de la selección, arreglos e instrumentación de las canciones vertidas.

La versión instrumental elegida, que omitía la voz, más allá de la añorada resonancia vocal silenciada permitió, como compensación, el disfrute de la musicalidad y escritura de las canciones. En algún caso respetaban estrictamente a la versión de origen. En otros enriquecidas por el talento de Alessandro Lucchetti. Al mismo tiempo configuraban, en su azaroso camino, un reflejo histórico del período de cuatro décadas que la selección cubría.

Como complemento de esta insuficiente reseña, habría que señalar que la sala del Solís, dócil a la lamentable impuntualidad que caracteriza al país en uno de sus defectos más irritantes, no sólo dio comienzo el concierto unos 20 minutos después de la hora anunciada sino que permitió el ingreso de los demorados durante su transcurso. Consultado alguno de los funcionarios que antes se llamaban "acomodadores" y ahora con elegante uniforme y audífono se designan como "atención al cliente", la respuesta fue que se hacía en la pausa de los aplausos. Espacio breve que no bastaba para la ruidosa operación de ponerse de pie a los que llegaron en hora, para librar el paso en la fila a los demorados e impuntuales. En las salas del mundo, sin audífonos y donde el cliente sigue siendo el público, el que llega tarde debe aguardar, pacientemente, el fin de una parte o una pausa en el programa que no incomode ni al público (hoy cliente) ni a los músicos (que por ahora continúan siendo músicos y no trabajadores del sonido). Sería interesante que el respeto a estos principios se convierta en un pedagógico movimiento que ayude a corregir la impuntualidad. Para sorpresa de los espectadores de ese concierto, la sala contaba con algunos niños que dejaron oír en su momento el llanto previsible. Aunque la iniciación temprana es fundamental en la educación infantil quizá el método merezca ser considerado mejor, cuando se trata de un teatro.

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