Jorge Abbondanza
Volver a ver Doctor Insólito en el cable, significa reencontrarse con una de las parodias políticas más agudas que se hayan hecho en cine. Aunque ya pasaron cuatro décadas desde su realización, esa jubilosa (y siniestra) caricatura de Stanley Kubrick cobra una insólita actualidad con sus generales fundamentalistas en busca de guerra, sus sabios alemanes al servicio de potencias occidentales y sus armas nucleares (que siguen oscureciendo el imaginario colectivo aunque la guerra fría haya quedado atrás). Reírse y temblar con Doctor Insólito incluye el placer adicional de ver y oir a Peter Sellers en tres papeles: el oficial británico de formalidad victoriana, el flemático presidente norteamericano y el científico nazi amarrado a su silla de ruedas, cuyo brazo ortopédico se empecina en hacer el saludo hitleriano.
Claro que a la altura de Doctor Insólito, la acrobática versatilidad de Sellers no fue una sorpresa para nadie: ya había ejercitado su habilidad camaleónica en comedias anteriores y mantuvo en pie esa virtud mientras siguió actuando hasta una prematura muerte. Pero en este film de Kubrick modula sus tres viñetas con un ajuste de acentos verbales y unos matices de gesto y de movimiento que constituyen todo un deleite. Verlo así por partida triple empuja al espectador a recordar a otros colegas que también supieron multiplicarse ante las cámaras, como su compatriota Alec Guinness que hace 54 años en Los ocho sentenciados cumplió la hazaña de retratar a ocho personajes diferentes, los aristócratas herederos de un título que el ambicioso Dennis Price quería acaparar mientras se las ingeniaba para asesinar a esos parientes.
Guinness interpretaba allí a nobles jóvenes y viejos, melenudos y calvos, agregando a una anciana sufragista que era la guinda encima de ese generoso pastel. Ahora que la tecnología auxilia de manera tan espectacular al cine y sus efectos especiales, los actores ya no tienen que esmerarse por alcanzar esos desdoblamientos, porque les gana de mano cualquier truco digital. Pero antiguamente mostrar a una estrella en el papel de dos mellizos suponía esmeros fotográficos basados en la superposición de dos negativos, para que esa celebridad pudiera dialogar consigo misma dentro del cuadro. A tales menesteres debieron someterse ejemplares como Bette Davis, que interpretaba a dos gemelas en Vida robada y volvió a hacer una pirueta similar décadas después en Quién yace en mi tumba.
Pero Davis no fue la única. En un folletín titulado Tras el espejo, también Olivia de Havilland se partía en dos: una hermana buena y otra mala, con el agravante de que la mala sabía disfrazarse para ocupar el sitio de la buena y agredir así a los desprevenidos. En esos bailes anduvo mucha gente prestigiosa, desde el Fredric March de los años 30 (o el Spencer Tracy de los 40) que revestían el otro desdoblamiento de Jekyll y Hyde para lo que se llamaba El hombre y el monstruo y El hombre y la bestia, respectivamente. Más cercanamente, Jeremy Irons supo caminar doblemente de la mano de David Cronenberg en Pacto de amor para encarnar a dos mellizos ginecólogos bastante tenebrosos. Dobleces parecidos debieron enfrentar quienes actuaron en las varias versiones cinematográficas de aventuras como Los hermanos corsos, El prisionero de Zenda o El hombre de la máscara de hierro, pero la diversión de ver dos veces a una estrella en una sola película formaba parte del pasatiempo. Tres veces ya es una proeza, como Sellers supo demostrarlo en aquella farsa magistral.