HENRY SEGURA
Atraviesa toda la historia de un pueblo y no existe una verdadera imagen física suya. Lo que ahora se representa, en bronces y en cuadros, es identidad adquirida a partir de una recreación hecha mucho después de que Artigas muriera.
Moverse entre esos extremos ha sido el primer dilema que César Charlone y Pablo Vierci tuvieron al escribir el guión de La redota.
Al no haber un camino directo para visualizar a Artigas, todo lo que se ha hecho y se haga quedará siempre en el terreno de las aproximaciones. Por eso mismo, hubo un momento en que Charlone manejó la idea de que Artigas no apareciera en su película, como una forma de concentrarse en un retrato resultante del empleo de las voces de otros personajes. Pero ese Artigas sin Artigas terminaba siendo poco tentador. Fue entonces cuando con Vierci encontraron una solución que constituye el primer acierto de la película que se estrenará el viernes: la intermediación de otro personaje. Sobre los hombros de Juan Manuel Blanes colocan las mismas preocupaciones que tenían ellos a la hora de concebir la película. Aparte de plantear la inexistencia de una imagen del caudillo oriental a partir de la cual construir otro retrato, podían empezar a mezclar historia y ficción, construyendo una versión propia de cómo fue el proceso que llevó hasta el cuadro Artigas en la Ciudadela, convertido después en imagen oficial.
En el estudio del pintor introducen una libreta de bocetos supuestamente realizada por un individuo que estuvo con Artigas. Guzmán Larra, un espía español que se hace pasar por periodista de un diario estadounidense, pasa a ser el personaje conductor de la historia que descubre al pueblo oriental acampado en las orillas del Ayuí. De esa manera se abre la puerta hacia la historia principal, sin que los guionistas abandonen a Blanes encerrado en el estudio, presionado por las exigencias de Máximo Santos, el dictador de turno dispuesto a darle un baño de bronce eterno a Artigas. Y así como esta minihistoria habilita el camino hacia el pasado, también permite cerrar la película de una manera muy inteligente.
Si Blanes es el portero, Larra es el iluminador. Cumple su función desde una posición paradojal porque es el individuo que Sarratea recluta en Buenos Aires para asesinar a Artigas y con ese propósito se va filtrando por las líneas orientales. En la perspectiva de la ficción, Larra es antes que nada un testigo del nacimiento de una nación, en torno a un caudillo que fue moldeándose en la reciprocidad de su gente. Y es, sobre todo, el símbolo de una conducta reiterada en la gesta artiguista: la de los traidores. No sólo por los que estaban en la Junta de Buenos Aires o en la esquiva Montevideo o en las ambiciosas arremetidas portuguesas, sino también por los que flaqueaban en la interna misma de esa lucha cuyas definiciones parecían no ajustarse a los parámetros de las demás fuerzas en juego. Con buena ironía, hay una breve secuencia dedicada a mostrar cómo los nuevos traidores pueden terminar matando a quienes los antecedieron en la profesión.
Si la intermediación de Blanes es un primer acierto, el sembrado de traidores es el segundo y, por contraposición, lo es el recuerdo de los leales que no pudieron evitar la decisión última de un individuo que renunció a todo para terminar en una soledad de la que nadie lo pudo sacar, sin advertir que un día lo convertirían en héroe.
no ÉPICo. Con ese doble juego de llaves, y por encima del desarrollo dramático, parece una decisión muy inteligente de Charlone el haber renunciado a la expresión física de lo épico. Podía haber hecho una película sobre la batalla de Las Piedras pero no fue su opción. O haber reconstruido un acto extraordinario como lo fue el Éxodo, una contestación colectiva realizada en tiempos en que la sociedad estaba muy lejos de la mediatización de todo. El movimiento de masas no lo hace en torno a las armas sino alrededor de las ideas, porque el propósito subyacente es ofrecer una película que alimente reflexiones acerca de un hombre y de un pueblo, para repensar una y otra vez esa historia emblematizada en un individuo cuyo rostro verdadero no termina por conocerse.
Consecuente con la propuesta, la elección de actores es todo un hallazgo. Esmoris puede ser el mejor de los Artigas (dicho esto con el humor del entendido de que el caudillo tiene apenas un solo antecedente cinematográfico local, el documental que Enrico Gras hizo en 1950) y Yamandú Cruz puede impactar como Blanes. Más allá de las virtudes propias que puedan darse en la composición de los personajes, hay un crédito abierto en aquella ausencia de una imagen verdadera. El Artigas de Esmoris no es de gestos espectaculares ni palabras grandilocuentes, está concebido en un entorno de campamento, a la espera de noticias que permitieran adoptar otras formas de movilización. Ese paisaje humano es el que Charlone aprovecha para captar a veces con reverencias hacia las formas y la paleta de Blanes y, de paso, agradecerle los servicios prestados.