Esta tarde a las 19 horas se abre en el Museo Nacional de Artes Visuales una muestra de 200 obras de Rafael Pérez Barradas, pertenecientes a la colección del Museo, que permanecerá colgada hasta comienzos de junio.
El museo del Parque Rodó cuenta en su patrimonio con más de 500 obras de Barradas. Cerca de la mitad de esa colección se ha seleccionado para esta vasta exposición que coloca en primer plano la figura de un plástico trascendente. La muestra abarca la planta baja del museo y el anillo del primer piso, incluyendo ejemplos de todas las tendencias que frecuentó el pintor, desde sus retratos, el vibracionismo, los estampones, la corriente mística y sus ejercicios en el área teatral (escenografías, vestuarios, afiches), ilustración de libros, historietas y otros dibujos.
En septiembre de 1972, el Museo Nacional había presentado una formidable retrospectiva del artista, que para mucha gente fue un redescubrimiento de su potencial expresivo y su paso por las vanguardias de principios del siglo XX. Aquella exposición, que tuvo un público torrencial y estaba montada por Carmen Prieto y Jorge Carrozzino -los más destacados escenógrafos de aquel momento- ha quedado en la memoria de una generación como nuevo punto de partida para estimar la producción de Barradas, pero ya han pasado cuatro décadas desde entonces y esta nueva visita al pintor era un compromiso con el que el museo ha sabido cumplir.
Bajo la coordinación general de Enrique Aguerre -director del organismo- la muestra se apoya en una investigación barradiana emprendida por la especialista María Eugenia Grau y está supervisada por Eduardo Muñiz, conservador del museo. El empeño desplegado por ese equipo consistió en una laboriosa selección de las piezas que fueran más reveladoras de las tendencias en que se encarriló la producción del pintor durante los veinte años de su actividad artística. Para comprender debidamente los itinerarios de su lenguaje pictórico, debe repasarse el periplo geográfico y cultural recorrido por el pintor. Había nacido en 1890 en Montevideo y era hijo de un pintor cuyo segundo apellido adoptaría para firmar sus obras y del que recibió las primeras nociones de pintura. Aunque ese padre murió cuando Rafael tenía 8 años, no se apartó de esa vocación que marcaría el resto de su vida.
IDA. A los 23 años, ya cumplidas sus primeras exposiciones individuales en Montevideo, se embarcó hacia Europa y en una etapa inicial de su estadía hizo escala en Milán y comenzó a moverse por Italia y luego Francia, llegando a París. Eso ocurría en 1913, y al año siguiente llegó a España, estableciéndose en Barcelona y comenzando a frecuentar los centros artísticos y culturales de la ciudad.
La permanente avidez con que descubría las corrientes renovadoras de la pintura, fueron relacionándolo con el futurismo italiano, el cubismo que se irradiaba desde París y la modernidad de sus colegas españoles. Trabó relación con Zuloaga, con Dalí y con el gran cortejo de notabilidades jóvenes del ambiente intelectual catalán, incluyendo a Federico García Lorca, Rafael Alberti y Luis Buñuel. Ese medio fermental fue no solo un estímulo decisivo para el viajero uruguayo, sino que además dejó su sello en los trabajos que realizó en adelante. Poco después, cuando Barradas comienza a desarrollar el giro vibracionista en su pintura, lo acompañará con un manifiesto donde deja constancia de que esas imágenes nerviosas, de poderoso dinamismo visual y gran estallido cromático, en que la realidad parece fragmentarse y volar en pedazos, era el reflejo del vértigo de la vida urbana del momento y una referencia a la alienación contemporánea en un mundo que incorporaba el maquinismo y circulaba a nuevas velocidades, con un impulso que ya se desdoblaba en el futurismo y que Barradas trasladó a sus cuadros.
A través de exposiciones y de vínculos con colegas destacados, el pintor fue imponiendo su trabajo, obtuvo elogios tan influyentes como el de Eugenio D`Ors y fue contratado por Gregorio Martínez Sierra, con cuya compañía trabajaría en el Teatro Eslava de Madrid como diseñador de escenografías y de vestuario, faena en la que se relacionó con la gran Catalina Bárcena por razones no sólo artísticas. Esos fueron años de crecimiento personal para Barradas, en los que al margen del vibracionismo se desarrolla su serie de retratos al óleo de campesinos aragoneses, castellanos y catalanes, resueltos con una formidable síntesis de línea y una fuerza expresiva extraordinaria, desde el empaste hasta el ribete negro de las formas y el severo empleo del color. Esa serie, conocida como Los Magníficos, se convierte en uno de los centros mayores de toda su producción, y por razones derivadas de su gran formato y su vigor de lenguaje son un eje central de interés en cualquier retrospectiva que aborde su figura.
VUELTA. Luego vino una etapa prematuramente crepuscular en la vida de Barradas, porque perdió su trabajo escénico en Madrid, volvió a Cataluña, se estableció en Hospitalet del Llobregat (donde los alquileres eran más baratos que en Barcelona), comenzó a sobrevivir casi sin medios económicos, derivó hacia el ciclo místico de su pintura y fue tanteando la posibilidad de regresar al Uruguay. Ya enfermo, lo ayudaba su producción gráfica como ilustrador para revistas y libros, colaboró en Alfar, la publicación del poeta Julio J. Casal, que era cónsul uruguayo en La Coruña, y solicitó el apoyo de la Legación del país en Madrid, cuyo respaldo para emprender el viaje de vuelta fue prometido pero no cumplido.
Finalmente, a comienzos de noviembre de 1928 se embarcó con su familia en un barco español y hacia fin de mes llegó, maltrecho y con fiebre, a Montevideo. Los amigos organizaron una función en el Teatro Solís para recaudar fondos que sirvieran de ayuda al pintor, que ya estaba grave y murió en febrero de 1929, a los 38 años. Desde España había traído 80 pinturas y unos 2.000 dibujos, en un acto de generosidad para que esa obra quedara en el país, lo cual es un dato emocionante a sumar al de su veloz tramo final.
El legado de una obra traída por su autor
Barradas ha sido incorporado a la trilogía mayor del arte nacional en el período moderno, junto a Pedro Figari y Joaquín Torres García. Es el sitio que le corresponde, y que de paso demuestra lo tardía que es la estimación justiciera de los artistas en este país, que se especializa en consagraciones póstumas y rara vez otorga en vida ese reconocimiento a las presencias mayores de la plástica.
En el caso de Barradas, las décadas posteriores a su muerte han paseado su obra por los ámbitos que le corresponden. En 1963 se le dedicó una sala especial en la Bienal Internacional de San Pablo y en ese mismo año se realizó una extensa muestra de sus historietas en el Subte Municipal. En 1987 figuró, al lado de Figari, Torres García, Sáez, De Simone y Cúneo en la gran exposición "Seis maestros de la pintura uruguaya" que fue montada en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires con una espectacular respuesta de público y crítica. A medio camino entre esos acontecimientos se ubica la retrospectiva de 1972, que es una fecha para recordar. Cabe esperar que 2013 también lo sea.