Algunos acuerdos en Hollywood se cierran en una sala de juntas, pero la colaboración creativa entre Colin Farrell y el director Edward Berger comenzó en un lugar mucho menos convencional hace tres años, cuando se encontraron en una sauna de Londres. “Dos cuerpos sudados en pantalones cortos ajustados, y no hubo marcha atrás”, bromeó Farrell.
Su encuentro casual ocurrió durante una temporada de premios en la que Farrell vivía u con Los espíritus de la isla y Berger con Sin novedad en el frente mientras rodaba simultáneamente el thriller papal Conclave, un doble golpe de éxito que consolidó al cineasta como uno de los directores más solicitados de Hollywood.
En ese momento, a Berger le ofrecían elegir entre grandes películas, incluida una secuela de La gran estafa. Comparó la experiencia con estar frente a un bufé irresistible: “Es como si hubiera tomates, bananas, naranjas y chocolate, y quisieras comerlo todo”.
Aun así, la película que más deseaba proponerle a Farrell en aquella sauna era un proyecto que le apasionaba desde hacía tiempo: Maldita suerte (la cuarta más vista en Netflix en Uruguay). Basada en la novela de Lawrence Osborne, sigue a Lord Doyle, un jugador británico alcohólico al borde del abismo en la ciudad casino de Macao. Aunque sus deudas se acumulan, Doyle está convencido de que una buena jugada podría cambiar su suerte, pero es un hombre que no sabe cuándo detenerse.
Llevado casi a la locura por la ansiedad y la tentación, Doyle es uno de los personajes más intensos que Farrell ha interpretado jamás, y admite que sentía aprensión al asumir el papel.
—Colin, cuando te ofrecen un personaje que está al borde del precipicio durante toda la película, ¿eso te entusiasma o te hace dudar?
Farrell: Creo que estaba tan aterrorizado como entusiasmado cuando lo leí. Era un papel extraordinario sobre el papel, pero cuando llegó el momento de ir a Macao, realmente no quería subir al avión. Acababa de hacer El pingüino y estaba hecho polvo: satisfecho, pero agotado. Luego está ese tipo de miedo que se disfraza de cansancio, pero en realidad es miedo. Me asustaba el guion, no por ninguna historia personal con la adicción que ya está bastante documentada. Cuando llegó el momento de subirme al avión, recuerdo que le dije a mi hermana: “¿Tengo que hacerlo? ¿Hay alguna posibilidad de zafarme?”. Y luego llegás y te reunís con Ed, y toda la energía que él había puesto en esto por seis o siete años está ahí. Es un río que ya fluye y uno simplemente entra, y eso me resulta muy beneficioso como actor. Así que sí, tenía miedo del material, sin duda, pero antes de darme cuenta ya estábamos sumergidos el primer día, y no hubo tregua.
Berger: Colin aportó mucha más vulnerabilidad de la que yo tenía en mente. Es un personaje muy físico, constantemente corriendo, gastando, emocionalmente agotador. Te despoja, te deja vulnerable y desnudo.
Farrell: El personaje está completamente desbordado. Lucha desde la primera escena hasta la última, atrapado en una especie de colapso sostenido. Está hecho un desastre.
—Edward, después de Sin novedad... y Cónclave, podías elegir prácticamente cualquier proyecto en Hollywood. ¿Qué fue lo que te mantuvo tan decidido a hacer esta historia?
Berger: En realidad, me di cuenta mientras la hacía: es la historia de un mundo de abundancia donde un hombre busca un pequeño refugio de paz, y quizá eso se pueda traducir a ese momento de mi vida. Las películas habían ido bien y, de pronto, era: “Oh, podría hacer esto, podría hacer aquello”. Pero también trabajo mucho —rodar Conclave mientras promocionaba Sin novedad, y luego hacerlo otra vez el año siguiente con Conclave mientras filmábamos Maldita suerte—, eso te vacía. En el mundo de Macao, en la película hay langosta, bistec y champán, y este personaje lo consume todo y nada lo llena. Probablemente así me sentía yo: después de todo eso, te sentís vacío. Tenés opciones, y lo único que querés es algo pequeño.
—¿Qué fue lo más difícil de rodar en casinos reales de Macao?
Berger: Es muy difícil planificar porque todo gira en torno al dinero. Constantemente llegan grandes apostadores y llaman desde el avión: “Llegaremos en hora y media y necesitamos la suite”. Esas suites están reservadas para gente que gasta sumas inalcanzables, y no podés reservarlas. Las puertas estaban abiertas para nosotros, pero eso también significaba que podían echarnos si aparecía alguien dispuesto a gastar cinco o 50 millones de dólares.
—La película me hizo pensar en la naturaleza del bacará, el juego favorito de Doyle. Es tan simple que resulta casi absurdo, y uno se pregunta si los grandes apostadores lo juegan solo porque disfrutan esa sensación de no tener control sobre el resultado, de colgarse del precipicio.
Berger: Yo también lo creo. No hay estrategia alguna.
Farrell: Pero la vida es una experiencia agitada, ¿sabés a qué me refiero? Intentamos contener esa agitación para poder llevar a los niños a la escuela a tiempo, no gritarles, no golpear a la pareja, no tener un ataque de ira al volante. Y lo que hacen el bacará y el juego es permitirte liberar esa agitación. Hay una descarga o una frustración mayor, pero todo tiene permiso para ser sentido. No tenés que contenerlo. Una vez uno de los encargados del casino nos llevó detrás de escena. Nos mostró una de las salas de grandes apostadores con dos mesas de bacará, y dijo: “Anoche tuvimos un par de jugadores, fue una buena noche para la casa”. Y yo le pregunté: “¿Qué significa una buena noche para la casa?”. Y él respondió: “Tuvimos dos caballeros chinos. Jugaron cuatro horas cada uno, y la casa ganó 25 millones de dólares”. Pero agregó: “Lo curioso es que también están tristes cuando ganan 25 millones”. Son millonarios, saben cómo hacer que las cosas funcionen a su favor, y aun así hay en ellos una agitación interna, ese deseo de ir a un lugar donde todo sea incierto, donde puedan ganar o perder.
—Colin, estás en un punto de tu carrera donde las cosas son más seguras que al principio. ¿Cómo se siente eso?
Farrell: Cuando hice Tigerland, hace ya muchos años (25), todo pasó muy rápido: las reuniones, las ofertas, el dinero. Todo llegó con una fuerza ensordecedora y abrumadora, y yo fingía que nada de eso significaba algo. Tenía tanto miedo de perderme en todo eso que intentaba clavar mi bandera en la arena y decir: “Sé de dónde vengo. Soy irlandés y no me importa nada de esto”. Ahora, a los 49, mi vida está llena con mis dos hijos, con los amigos que tengo, y la actuación ya no significa lo mismo que significaba cuando decía que no significaba nada.
—Entonces antes significaba todo y fingías que no, y ahora…
Farrell: Ahora significa algo, pero no lo es todo, y eso me ha liberado, de verdad. Me permite entregarme por completo cuando trabajo, y luego alejarme con un poco más de libertad que antes. Si hago una película y sale mal, me dolerá, pero dos semanas después, el dolor desaparece. Eso es hermoso, y me permite preocuparme más por lo que hago que en el pasado.
—Suena como la mejor manera de encarar las cosas de la profesión.
Farrell: Es lo más divertido, amigo. Amo lo que hago de una manera en que no lo amaba en mis 20, y no puedo creer que todavía pueda hacerlo. Suena cursi, pero sé lo que significaban las películas para mí de chico y de joven: lo que me enseñaron sobre la condición humana, cómo me entretuvieron, ya fuera Indiana Jones o Paris, Texas. Así que sí, amo lo que hago.
Kyle Buchanan, The New York Times